No recuerdo si fue en tercero o en cuarto de bachillerato cuando oí hablar
de aquella espada por primera vez. Supongo que nos contó su historia
nuestro profesor de latín, aquel casposo dómine, aquel “señor mayor” de
cuyo nombre no puedo acordarme, y al que sus alumnos apodábamos
inmisericordemente Skippy, como el canguro australiano de un telefilme de aquellos años. El viejo profesor, que hablaba
pausadamente, emitía una y otra vez un peculiar chasquido gutural a modo
de tic nervioso, como la canguro cuando llama a sus crías, mientras
explicaba la lección con su parsimonia habitual. Después de las
vacaciones de Navidad el profesor no volvió a clase. Nunca más. Se nos
dijo que había fallecido de repente. El ilustre catedrático, dijeron,
había sido víctima de un ataque al corazón. Alguien comentó, no
obstante, que se había quitado la vida aquejado de la larga depresión
que arrastraba, aunque este hecho siempre se nos ocultó oficialmente a
sus alumnos. Teníamos entonces trece o catorce años.
La espada de Damoclés, Antoine Dubost (c. 1804)
Quizá fue Margarita, la profesora que vino al curso siguiente, cuando estábamos en
cuarto, la que nos contó la historia de la espada. Nosotros, sus
alumnos, llamábamos a esta profesora la de latín, con una
expresión impersonal de carácter técnico que revelaba que había venido a
ocupar la casilla que había quedado vacante, a modo de compartimento
estanco, dentro del Instituto Nacional de Bachillerato. A aquella joven
profesora, que vestía de un modo moderno e informal, no le gustaba que
la llamásemos la de latín, como es natural. Su nombre, como no
dejaba de repetirnos, era Margarita, y así quería que la llamáramos. En
aquellos años, sin embargo, no era muy habitual que un alumno tuteara a
un profesor, ni se dirigiera a él por su nombre propio. Se consideraba
casi una falta de respeto. A nosotros tampoco nos salía espontáneamente
el tuteo, aunque quisiéramos hablar con un profesor con toda
naturalidad. Siempre ustedeábamos a los profesores, y si era necesario
dirigirse a ellos decíamos ¡profesor! o ¡profesora!. En este último caso no era infrecuente que se nos escapara un ¡señorita!, más propio de la escuela que del instituto.
La espada de Damoclés, Felix Auvray (1831)
La llegada de Margarita al centro supuso una ráfaga de aire fresco. Para
nosotros, sus alumnos, fue un alivio aquel cambio. Pronto descubrimos
que habíamos salido ganando mucho más de lo que en principio
imaginábamos. Aquella profesora de una materia en principio tan árida y
abstrusa como era el latín, cuya gramática era de estudio obligatorio en
tercero y en cuarto de bachillerato elemental, se reveló enseguida como
una excelente contadora de leyendas mitológicas. No se limitaba a narrarnos el mito (lo que ya era de por sí bastante de agradecer), sino
que, además, profundizaba en él, desentrañándonoslo, suscitando en
nosotros la reflexión, y haciendo que nos interesáramos por lo que
quería decirnos...
La fuerza de los mitos no siempre es inmediata, aunque sí la fascinación
que ejercen. A veces es preciso que pasen algunos años para que
comprendamos su mensaje. Hay que dejarlos asentarse, como los posos del
café. Cuando uno oye por vez primera un mito, se da cuenta de que
siempre ha estado ahí, esperando que lo oyéramos y escuchásemos,
durmiendo como la princesa del cuento, o como el arpa del salón que
aguarda esa mano de nieve que sabe arrancarle sus notas musicales. Los
mitos dejan en nosotros su huella, su impronta es como nuestra herencia
genética, y, el día menos pensado, vuelven a nuestra memoria y a nuestro
corazón -los re-cord-amos, literalmente, de cor cordis "corazón"-, y nos recuerdan y ayudan a entender un poco mejor lo que nos pasa.
La espada de Damoclés, Cornelis Troost (1696-1750)
Lo cierto es que el resplandor de la espada de Damoclés me deslumbró la
primera vez que oí hablar de ella y me ha acompañado a lo largo de
muchos años y servido como una metáfora imprescindible a la hora de
entender algunas cosas. Ha sido una imagen y una idea muy poderosa.
Representa ese miedo que tenemos a que nos sobrevenga algo, ese pánico
que nos impide disfrutar mínimamente de la vida.
Era Cicerón quien contaba la historia de Democlés/Damoclés, manteniendo
la acentuación aguda griega, o Damocles según la latina más usual entre
nosotros. Su nombre propio es un nombre parlante que significa orgullo o gloria del pueblo.
Dioniso, el opulento tirano de Siracusa, que reinaba en la ciudad
siciliana como un déspota, invitó una vez a su súbdito Damoclés, que era
uno de sus aduladores, a ocupar su puesto y a comprobar lo que se
sentía poniéndose en su pellejo, en medio de un lujo insultante:
rodeado de diligentes sirvientes, vajillas de oro y plata, suculentos
manjares... Damoclés aceptó encantado la propuesta de Dioniso. Aquello
era precisamente lo que más deseaba en el mundo. El tirano complaciente
le permitió a su súbdito ocupar su trono y su lugar, un lecho labrado en
oro, entre mullidos cojines y tapices que representaban deliciosas
escenas naturales y artificiales, auténticas obras de arte, para que
experimentara personalmente lo que tanto envidiaba. Ordenó a sus
sirvientes, bellísimas doncellas y efebos no menos bellos, que
atendieran al mínimo gesto que hiciera su huésped, sirviéndole con
prontitud y diligencia todo lo que se le antojara.
La espada de Damoclés, Richard Westall (1812)
No faltaban ungüentos ni el aroma de las guirnaldas de flores frescas.
Se quemaban perfumes e inciensos. Siempre había música y baile. No
faltaban exquisitos manjares en la mesa al alcance de la mano. Damoclés
se creía el hombre más afortunado del mundo. Había conseguido, siquiera
por un momento, hacer realidad su sueño más querido: vivir como un rey.
Pero el tirano ordenó, asimismo, que se colgara del techo una espada,
sujetada por la fina crin de un caballo, sobre la cabeza justamente de
Damoclés, de modo que amenazara caerse en cualquier momento y clavarse
en la cerviz de aquel hombre aparentemente tan dichoso... Damoclés ocupó
el regio trono y extendió la mano hacia aquellas viandas en medio de un
suntuoso festín donde no faltaban ni la música ni el baile. No pudo,
sin embargo, disfrutar de ellas sin que un sudor frío comenzara a
recorrer su frente nada más ver lo que colgaba del techo... No podía
apartar la vista de aquella brillante espada desenvainada y pendiente.
Ya no miraba a los espléndidos efebos que nada tenían que envidiar al
mismísimo Ganimedes. Tampoco las lindas jovencitas de voluptuosos
cuerpos y lascivos movimientos atraían su atención. Ya no clavaba su
mirada en aquellas delicias que colmaban la suculenta mesa.
La amenaza de la muerte que se cernía sobre su vida envenenaba todas las
posibilidades de goce. Hasta la guirnalda de flores se le caía sola de
la cabeza... Damoclés aborreció aquello que tanto había adulado: el
poder y el dinero. Había descubierto, como el rey Midas, que el oro no
proporcionaba la felicidad. Se dio cuenta inmediatamente de que para
ser feliz debía dejar aquel trono sobre el que pesaba aquella simbólica
espada real, y, para no ser pobre abandonar aquellas riquezas.
La espada de Damoclés, Giuseppe Piattoli (1789-1807)
¿Qué simboliza esa espada? No es otra cosa más que la amenaza siempre
futura de nuestra propia muerte... Sin embargo, mi propia muerte,
siempre futura y siempre por venir, no existe más que en mi temor
o en mi deseo, es decir, en el futuro imperfecto e interminable, lo que
significa que no existe aquí y ahora. No es un hecho. Ni siquiera un
hecho futuro. No hay, por definición y en rigor, hechos futuros. Mi
muerte no existe en el presente. Existe la otra: la muerte de los demás,
la muerte ajena. Esa sí que puede causarnos dolor, por la pérdida de
los seres queridos que conlleva. Aunque la vida, la gran maestra, nos
enseñe, con el tiempo que los seres queridos no pueden morir del todo
así como así tampoco.
La muerte y yo somos incompatibles por definición. Ya nos lo advirtió el
divino Epicuro. Si yo vivo, ella no vive; si ella vive, yo estoy muerto
y, por lo tanto, no puedo vivirla ni saberla. Somos incompatibles. Yo,
incapaz de comprenderla ahora mismo, porque es imposible e inconcebible,
la proyecto en el futuro: imagino que, en cualquier momento, puede
sobrevenirme y caerme muerto yo aquí y ahora mismo por ejemplo.
Lo que aquel déspota nos quiso dar a entender a su súbdito Damoclés, y a
través de él, a todos nosotros es que no hay nada dichoso, esto es,
nada que sea fuente de gozo sincero y de placer satisfactorio en la
vida, para aquel que alberga algún terror. No sólo para el poderoso y
los que mandan, que son los más mandados. Para cualquiera de nosotros.
Quizá también quiso hacernos ver que para ser feliz había que
desembarazarse del deseo de querer serlo: el deseo de felicidad es un
impedimento para gozar de ella.
Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur. (¿De qué te ríes? Cambiado el nombre, la historia se refiere a ti).
Yo soy Damoclés. Damoclés soy yo. Esa es la gran enseñanza de este mito
y de cualquiera: la moraleja de la fábula. No me identifico con él en
cuanto adulador del poderoso, tampoco por la codicia de bienes
materiales y riquezas, posición social o parcela de poder. Me identifico
con él en lo fundamental: en ese miedo cerval y constitutivo que
experimenta cuando descubre sobre su cabeza la amenaza pendiente (es
decir futura, que va a ser) de su propia muerte, aquella que, por
definición, él nunca verá. Y sin embargo pende de un hilo, como reza la
expresión de estar pendiente de un hilo. El hilo es tan sutil que
en cualquier momento puede romperse. Si se quiebra, la espada caerá con
toda su contundencia provocando una muerte inmediata, fulminante.
La espada de Damoclés, Wenceslas Hollar (1607-1677)
La lectura de Lucrecio nos adentra en el pensamiento de que ese miedo a
la muerte (o a la vida, que dirían otros: lo mismo da) es lo que ha
empujado a muchos seres humanos al suicidio. La espada de Damoclés
simboliza ese miedo indefinido que nos inculcan de pequeños cuando nos
dicen "vas a morir" y nosotros lo asumimos formulándonos, sin querer, el
famoso silogismo "Todos los hombres son mortales, yo soy un hombre; luego soy mortal".
Ahora comprendo mejor a aquel viejo profesor de latín y suicida
posromántico que me enseñó a declinar el nombre latino de la rosa. Yo
nunca supe para qué servía aprenderse aquella farragosa retahíla de
memoria. Y me decía, y me digo, que no sirve para nada. Como las cosas
más valiosas. Las cosas que no sirven para nada son las que más valen.
La rosa siempre acaba ajándose. Si algo queda de ella, al fin y a la
postre, no es la fragancia de su aroma, ni el color y frescura de sus
pétalos, sino su nombre: sólo la palabra. ¿Para qué sirven las palabras?
Para nada. Por eso son valiosas, porque gracias a ellas podemos
preguntarnos una y otra vez por las cosas y podemos recordarlas
trayéndolas a nuestra memoria y corazón.