El pueblo es la gente que hay por aquí abajo, digamos para entendernos,
una muchedumbre indeterminada e indefinida de carne y hueso. De ahí la
dificultad de clarificar la noción de voluntad popular. La nación, sin
embargo, es un ente ideal, abstracto, carente de toda realidad empírica,
completamente ficticio, pero impuesto al pueblo, al que se encapsula
dentro de una etiqueta que trata de definirlo, lo que le produce
claustrofobia, como acierta a decir la viñeta de El Roto.
Pueblo, por definición, sólo hay uno, sin embargo al convertirse la
soberanía popular en soberanía nacional, surgen diversas naciones y, por
lo tanto, diversas tribus configuradas ya como Estados. Ya no hay un
solo pueblo, ya no hay una sola patria que sea todo el mundo, sino
varias repartidas por el globo con sus fronteras, sus lenguas y
banderas, sus señas culturales identitarias configuradas por la historia
y sus gobiernos respectivos, y todas ellas tienen la misma falsa
pretensión de ser la única y verdadera, como si todas y cada una fueran
la encarnación del pueblo elegido por Dios o por la Historia Universal
para cumplir sus misteriosos e inextricables designios.
Uno de los pilares de la democracia moderna es el concepto de “pueblo soberano”, que es una antinomia estridente, una contradictio in terminis,
un oximoro o agudo sinsentido que rechina estrepitosamente: ¿Cómo puede
algo indefinido y por lo tanto indiferenciado, sin una identidad
específica y que pulula por aquí abajo, tener en sí características de
superioridad o supremacía o empoderamiento, como dicen ahora, para
colocarse por encima de los demás, sobre todo teniendo en cuenta el
principio de que “nadie es más que nadie”?
“Soberanía popular” es un concepto desconocido en el mundo antiguo
grecorromano. Se trata de una invención moderna, según la cual el pueblo
indefinido se define, valga la contradicción, como sujeto, es decir, subiectus,
o sea, sometido, en cuanto a hablante de una lengua, ocupante de un
territorio y confinado dentro de las fronteras de ese territorio y
configurado histórica- además de geográficamente. El pueblo, que era un
conjunto abierto, es desde arriba determinado y cerrado, como si fuera
un conjunto perfecto que responde a un censo definitivo en el que no
puede entrar ni salir vivo nadie, y
considerado soberano en el sentido de que no admite ningún poder
superior por encima no tanto de sí mismo como del monarca que elige y se
impone a sí mismo. Pero no hay mucha diferencia entre la monarquía
electiva, como la romana primitiva de los siete reyes, y la hereditaria
como la española o la inglesa actuales, o, dicho de otra manera, la
diferencia que hay sólo afecta al modo de elección y a la existencia de
una línea dinástica pero no al carácter monárquico del soberano. De
hecho, el poder del presidente republicano -el prae-sedentem o
primero que se sienta- de los Estados Unidos de América, elegido
democráticamente, es bastante mayor que el del Rey de Inglaterra, Dei gratia rex, rey por la muy graciosa gracia dinástica de Dios, además de F(idei) D(efensor), defensor de la fe sacrosantísima y ecológica, como dan a entender las dos abejas del reverso de la nueva moneda de la libra británica.
De sobra sabemos que el pueblo es un mandado y por eso la idea de
democracia es perversa en sí misma, porque oculta esta realidad
haciéndole creer que él es quien manda y tiene la sartén por el mango.
Puede llegar a decirse, de hecho, que la democracia es un sistema
totalitario porque se impone a la totalidad de la población un gobierno,
el gobierno de una mayoría (oclocracia) que delega en sus supuestos
representantes (teatrocracia). El totalitarismo tradicional, además, se
caracterizaba por controlar a las personas por la fuerza y la violencia
-piénsese en el nazismo y demás regímenes fascistas, o en el
estalinismo-, pero las personas podían pensar lo que les viniera en gana
en su vida privada, y aun rebelarse legítimamente contra la dominación
impuesta por la violencia y por la fuerza de un dictador, o de una
oligarquía, pero parece que no puede hacerlo contra la mayoría que elige
y aprueba a un gobierno al que sólo puede destituir sustituyéndolo por
otro, pero nunca reprobando la necesidad misma de que haya gobierno.
Uno, como individuo de un estado democrático no es más que un voto, y
por lo tanto tiene que acatar las decisiones de la mayoría de los
votantes, lo que acaba con el libre pensamiento y la libertad de
expresión. La rebelión no parece legítima, porque no se impone por la
violencia de la fuerza, sino por la coacción ideológica.

'La mayoría es usted'. Eslogan electoral francés.
Como dice el viejo latinajo: “uox populi, uox Dei” “La voz del pueblo es
la voz de Dios, sobre todo ahora, en esta época de dominación
democrática. Se ha sustituido el ser gobernante por la gracia de Dios
por serlo por la gracia del pueblo o mandato popular o democrático
emanado de las urnas. Pero es lo mismo. Sólo que ahora es peor, porque
engaña más en el sentido de que lo de Dios podía verse como una
imposición ajena y externa y de algún modo dictatorial y teocrática
mientras que lo de popular, ay, eso no se ve como lo que es, una
imposición que se asume como propia, un autoengaño. Y por eso esa
es la dictadura más difícil de desenmascarar porque nosotros mismos
somos nuestros propios dictadores.
Hay una frase atribuida a Giulio Andreotti que tiene toda la razón del
mundo no porque la haya dicho quien la ha dicho, un Jefe de Estado
italiano en este caso, sino porque cualquiera con más de dos dedos de
frente que la oiga reconoce enseguida que hay en ella mucha enjundia de
sabiduría y la suscribiría por lo razonable que es después de haber
vencido la extrañeza que supone escucharla por primera vez, dado que la
razón es común a todos, no propiedad privada de algún cráneo
privilegiado: “El dictador más difícil de aborrecer es uno mismo”.
Y si seguimos el hilo del razonamiento que nos abre la frase podemos
afirmar que uno mismo es también el dictador más difícil de
desenmascarar, y, por lo tanto, el tirano más costoso de derrocar. Y,
sin embargo, es preciso acabar con la tiranía para lo que no basta con
el tiranicidio que consiste en quitar del medio al tirano, sino con la
propia tiranía, proceda de donde proceda, venga de quien venga, por amor
de lo que no sabemos, por amor de la libertad.
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