Leo una cita en francés atribuida a Pitágoras que dice: «El espectáculo de la guerra se parece al de los juegos olímpicos: unos hacen caja a costa de él, otros pagan con sus vidas y otros se contentan con mirar».
Llama mi atención enseguida que Pitágoras establezca una comparación entre la guerra y el deporte y me pongo a investigar la fuente de ese dicho que se le atribuye, y encuentro que, como sospechaba, podría muy bien proceder del anecdotario de las Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio, pero compruebo enseguida que la cita está adultera, porque lo que compara Pitágoras en ese texto con una celebración como podían ser los juegos olímpicos no es la guerra, sino la vida en general (VIII, 8).
Pero es significativo y nada disparatado por otra parte que alguien al transmitir la cita haya sustituido inconscientemente «la vida» por «la guerra», por aquello de que la vida no deja de ser una 'lucha por la vida' (struggle of life), y por aquello otro que escribió Heraclito de que la guerra era el padre de todas las cosas o, quizá mejor, entre nosotros, la madre, habida cuenta del género gramatical femenino de la palabra 'guerra' en castellano que difiere del masculino del término griego πόλεμος pólemos que emplea Heraclito.
Así es el mundo (y la vida del hombre, y la guerra consustancial a él): unos buscan la fama compitiendo con los demás, otros el dinero, y otros ambas cosas, que no dejan de estar íntimamente relacionadas, mientras que la inmensa mayoría se dedica a contemplar el espectáculo que se monta.
Será Cicerón, quien muchos años después en sus Conversaciones en la villa de Túsculo (V, 3), presente la anécdota de Pitágoras y Leonte, el tirano de Fliunte, mucho más elaborada que el griego. Traduzco el texto y lo parafraseo añadiendo algún comentario propio: admirado Leonte del talento y elocuencia de Pitágoras, le preguntó que a qué se dedicaba, a lo que él respondió que a nada en particular, que era filósofo. Leonte, asombrado y quizá deslumbrado por el uso de aquella palabra que nunca antes había oído, le preguntó que quiénes eran esos filósofos entre los que él se contaba, y qué era lo que les diferenciaba del resto del común de los mortales.
A lo que Pitágoras respondió que a él la vida de los hombres le parecía semejante a ese tipo de ferias y festivales tales como los Juegos Olímpicos (o los ístmicos de Corinto o los píticos de Delfos o los nemeos de Nemea), que se celebraban con gran asistencia de público venido de todos los rincones de lo que entonces se llamaba Grecia, una Grecia dispersa por el Mediterráneo y no reducida a lo que hoy se conoce como tal, con un grandísimo despliegue de eventos deportivos y culturales: pues, del mismo modo que allí unos trataban de alcanzar la gloria de la fama con la victoria en las competiciones, otros eran atraídos por el negocio que se establecía allí y el lucro de la compraventa, había una tercera categoría, que era la de aquellos del público que no buscaban ni el aplauso ni el dinero, sino que llegaban allí simplemente para ver y observar con atención.
De ese mismo modo, le explicaba Pitágoras al tirano, nosotros también, como si fuéramos forasteros que acudimos a la celebración, hemos venido a esta vida desde otra vida y otra naturaleza anteriores diferentes. Aludía con esta comparación el matemático a su doctrina de la metempsicosis o transmigración de las ánimas, que se reencarnaban.
Pero al final todos hemos acudido al mismo espectáculo, donde unos servimos -en el sentido etimológico del término servir 'ser esclavo'- a la gloria, otros al dinero, otros a ambas cosas que no siempre pueden deslindarse, y otros, la inmensa mayoría, al espectáculo, entre los que hay unos pocos, poquísimos en verdad, que, tenidas en nada las demás cosas, se dedican con pasión a examinar la naturaleza de la realidad, y a estos es a los que él llamaba propiamente amantes de la sabiduría, que es lo que significa filósofos, entre los que se contaba.
Daba a entender el amateur de sabio, que no sabio profesional, que esos no existen, al tirano que la vita contemplativa superaba a la vita activa. Pero no perdamos de vista nosotros, nacidos en plena sociedad del espectáculo, que la mayoría de los espectadores, el público en general, que decimos hoy, no se limita a contemplar los eventos, sino que participa además activamente en ellos aplaudiendo o abucheando a los deportistas y comprándoles chucherías a los mercachifles. El público, de hecho, es parte también fundamental del espectáculo, tan fundamental que sin él no habría espectáculo posible.
Y entre el personal del público pueden estar, muy pocos a la sazón, los filósofos como Pitágoras, los amantes de la sabiduría, una dama tan esquiva que su amor es imposible, ya que no se deja poseer en exclusiva, un amor que nunca será correspondido. Pero la mayoría de la humanidad está condenada al espectáculo de la vita contemplativa, y no por ello podemos considerar a la mayoría filósofos, ni muchísimo menos, sino solo a aquellos que como Pitágoras denuncian el espectáculo, revelando su condición, y rebelándose contra él no participando activamente.