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sábado, 4 de marzo de 2023

Vita activa y vita contemplativa

    Leo una cita en francés atribuida a Pitágoras que dice: «El espectáculo de la guerra se parece al de los juegos olímpicos: unos hacen caja a costa de él, otros pagan con sus vidas y otros se contentan con mirar». 
 
    Llama mi atención enseguida que Pitágoras establezca una comparación entre la guerra y el deporte y me pongo a investigar la fuente de ese dicho que se le atribuye, y encuentro que, como sospechaba, podría muy bien proceder del anecdotario de las Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio, pero compruebo enseguida que la cita está adultera, porque lo que compara Pitágoras en ese texto con una celebración como podían ser los juegos olímpicos no es la guerra, sino la vida en general (VIII, 8).
 
Pitágoras, detalle de La Escuela de Atenas, Rafael Sanzio (1509-1511)
 
     Pero es significativo y nada disparatado por otra parte que alguien al transmitir la cita haya sustituido inconscientemente «la vida» por «la guerra», por aquello de que la vida no deja de ser una 'lucha por la vida' (struggle of life), y por aquello otro que escribió Heraclito de que la guerra era el padre de todas las cosas o, quizá mejor, entre nosotros, la madre, habida cuenta del género gramatical femenino de la palabra 'guerra' en castellano que difiere del masculino del término griego πόλεμος pólemos que emplea Heraclito. 
 
    Así es el mundo (y la vida del hombre, y la guerra consustancial a él): unos buscan la fama compitiendo con los demás, otros el dinero, y otros ambas cosas, que no dejan de estar íntimamente relacionadas, mientras que la inmensa mayoría se dedica a contemplar el espectáculo que se monta.
 
    Será Cicerón, quien muchos años después en sus Conversaciones en la villa de Túsculo (V, 3), presente la anécdota de Pitágoras y Leonte, el tirano de Fliunte, mucho más elaborada que el griego. Traduzco el texto y lo parafraseo añadiendo algún comentario propio: admirado Leonte del talento y elocuencia de Pitágoras, le preguntó que a qué se dedicaba, a lo que él respondió que a nada en particular, que era filósofo. Leonte, asombrado y quizá deslumbrado por el uso de aquella palabra que nunca antes había oído, le preguntó que quiénes eran esos filósofos entre los que él se contaba, y qué era lo que les diferenciaba del resto del común de los mortales. A lo que Pitágoras respondió que a él la vida de los hombres le parecía semejante a ese tipo de ferias y festivales tales como los Juegos Olímpicos (o los ístmicos de Corinto o los píticos de Delfos o los nemeos de Nemea), que se celebraban con gran asistencia de público venido de todos los rincones de lo que entonces se llamaba Grecia, una Grecia dispersa por el Mediterráneo y no reducida a lo que hoy se conoce como tal, con un grandísimo despliegue de eventos deportivos y culturales: pues, del mismo modo que allí unos trataban de alcanzar la gloria de la fama con la victoria en las competiciones, otros eran atraídos por el negocio que se establecía allí y el lucro de la compraventa, había una tercera categoría, que era la de aquellos del público que no buscaban ni el aplauso ni el dinero, sino que llegaban allí simplemente para ver y observar con atención.
 
Pitagóricos celebrando el amanecer,
Fiodor Bronnikov (1869)
 
     De ese mismo modo, le explicaba Pitágoras al tirano, nosotros también, como si fuéramos forasteros que acudimos a la celebración, hemos venido a esta vida desde otra vida y otra naturaleza anteriores diferentes. Aludía con esta comparación el matemático a su doctrina de la metempsicosis o transmigración de las ánimas, que se reencarnaban. Pero al final todos hemos acudido al mismo espectáculo, donde unos servimos -en el sentido etimológico del término servir 'ser esclavo'- a la gloria, otros al dinero, otros a ambas cosas que no siempre pueden deslindarse, y otros, la inmensa mayoría, al espectáculo, entre los que hay unos pocos, poquísimos en verdad, que, tenidas en nada las demás cosas, se dedican con pasión a examinar la naturaleza de la realidad, y a estos es a los que él llamaba propiamente amantes de la sabiduría, que es lo que significa filósofos, entre los que se contaba.
 
    Daba a entender el amateur de sabio, que no sabio profesional, que esos no existen, al tirano que la vita contemplativa superaba a la vita activa. Pero no perdamos de vista nosotros, nacidos en plena sociedad del espectáculo, que la mayoría de los espectadores, el público en general, que decimos hoy, no se limita a contemplar los eventos, sino que participa además activamente en ellos aplaudiendo o abucheando a los deportistas y comprándoles chucherías a los mercachifles. El público, de hecho, es parte también fundamental del espectáculo, tan fundamental que sin él no habría espectáculo posible. 
 
Pitágoras, el primero que se definió como 'filósofo' y acuñó el término.
 
     Y entre el personal del público pueden estar, muy pocos a la sazón, los filósofos como Pitágoras, los amantes de la sabiduría, una dama tan esquiva que su amor es imposible, ya que no se deja poseer en exclusiva, un amor que nunca será correspondido. Pero la mayoría de la humanidad está condenada al espectáculo de la vita contemplativa, y no por ello podemos considerar a la mayoría filósofos, ni muchísimo menos, sino solo a aquellos que como Pitágoras denuncian el espectáculo, revelando su condición, y rebelándose contra él no participando activamente.

miércoles, 31 de agosto de 2022

Números irracionales

     Hay que rendir un  homenaje me temo que póstumo ya a los viejos profesores de antaño, a los viejos manuales y libros de texto, a las viejas lecciones magistrales, tan injustamente denostados por las nuevas tecnologías y métodos pedagógicos adoctrinadores modernos.


Viñeta de El Roto

    Aquellos profesores eran personajes reverenciados, cuya autoridad se desprendía de su propio magisterio. Uno de ellos fue mi profesor de matemáticas del instituto, don Gumersindo García, alias Pitagorín, que era un catedrático entusiasta de su ciencia, el número uno, según se contaba, de su promoción y oposición. 

    -En esta vida todas las cosas son o cuentos o cuentas, -solía aseverar, y añadía: -Los cuentos son muy bonitos y están muy bien para dormir a los niños por la noche, pero no son la realidad. Las matemáticas, sin embargo, van a enseñarles a ustedes las cuentas. (Don Gumersindo correspondía al tratamiento que le dábamos de usted ustedeándonos a nosotros). Los números son más útiles que los cuentos, porque sirven para que nos demos cuenta –y nunca mejor dicha esta palabra que él sobreacentuaba- de las cosas en la vida.

    Don Gumersindo era tan bajo como nosotros, por lo que su estatura no nos imponía mucho respeto, pero sí sus años: era un hombre mayor, a punto quizá de jubilarse, delgado y menudo, no nervioso sino puro nervio, que lucía un delgado bigote y una generosa tonsura que dejaba ver su cráneo lustroso. Casi siempre estaba de espaldas a nosotros, sus alumnos de tercero de bachillerato, escribiendo incansablemente en la pizarra, en la que anotaba sus ecuaciones de primero y segundo grado, y borraba una y otra vez con tanta rapidez que no nos daba tiempo a entender sus aritméticos razonamientos y a copiar aquellos vertiginosos cálculos y guarismos que aparecían y desaparecían como por arte de magia en un raudo parpadeo.

    Después de habernos explicado el teorema de Pitágoras y de haber operado con él hasta la saciedad (nunca olvidaré la dichosa cantilena: “en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los catetos al cuadrado”), nos contó un día un cuento de esos que él decía que no eran reales como las cuentas y los números, pero que yo no he podido olvidar: Una vez, el propio genio de Pitágoras según unos, según otros un pitagórico –hubo un aluvión de risas en la clase al oír por primera vez aquella palabra en boca de don Gumersindo, que acalló enseguida-, un tal Hípaso de Metaponto hizo un descubrimiento trascendental. 

     
    Don Gumersindo hablaba muy deprisa, atropelladamente. A veces era realmente difícil seguir el hilo de sus palabras… ¿Cuál fue ese descubrimiento? Había hallado accidentalmente los números irracionales. Los números eran para los pitagóricos la esencia del universo. Cada número del uno al diez tenía para ellos un significado muy especial. Los números tenían sexo: los impares eran masculinos y los pares femeninos. (Nosotros nos reíamos de aquellas extravagantes ocurrencias). Pero había uno especialmente terrorífico, el número que le costó la vida a Hípaso porque era un dígito secreto que tenía que haber permanecido oculto, y que él desveló y sacó a la luz.

    -No crean ustedes que ese descubrimiento era baladí.  Corría el año 520 antes de Cristo. Hípaso, el metapontino, trataba de solucionar allá en el sur de Italia,  un problema muy sencillo que le daba vueltas en la cabeza. Cualquiera de ustedes puede intentar resolverlo ahora como hizo él aplicando el teorema del maestro: ¿Cuál es la longitud de la hipotenusa de un triángulo rectángulo cuyos catetos miden un metro cada uno? Si aplican el teorema resulta que la suma de un metro cuadrado y un metro cuadrado son dos metros cuadrados, si Pitágoras no miente, y no suele hacerlo, por lo que la longitud de la diagonal será  la raíz cuadrada de 2, que no es 1 porque, fíjense bien ustedes, uno por uno es uno, y tampoco es 2 porque dos por dos son cuatro...

    Tiene que ser algo intermedio, que no puede representarse con un número entero y vero. ¿Y cuál es ese dígito? La raíz cuadrada del número 2 es 1,414213562373… donde los tres puntos suspensivos abren una puerta que había estado cerrada hasta entonces, la puerta por donde se cuela el infinito, lo que no tiene fin. Esos puntos que les pongo son los decimales innumerables, fíjense bien en la paradoja,  números innumerables,  que jamás terminaría yo de escribir en todas las pizarras que hay en el mundo. Estaríamos toda una vida ustedes y yo, o, mejor dicho, toda una eternidad calculándolo, y no tendría fin nuestro cómputo jamás. 



    Hípaso había hallado casualmente el primer número irracional de la historia. Y no pudo guardar el secreto, así que lo divulgó. Indignados al enterarse, sus antiguos y fanáticos correligionarios lo expulsaron de la escuela, y, no contentos con eso, le construyeron un cenotafio, una tumba vacía quiere decir el término griego,  con su nombre propio, un sepulcro que estaba esperándolo, como si quisieran darle a entender que efectivamente era hombre muerto para ellos por revelar aquel descubrimiento apocalíptico que hacía que se tambalearan todas sus creencias. 

    Lo más curioso de todo es que el metapontino murió al poco tiempo en unas circunstancias muy misteriosas. Se cuenta que Posidón, el dios griego de los mares que los romanos llamaban Neptuno, se disgustó tanto con él que, como castigo, convocó a todos los vientos, removió las aguas del mar Egeo con su enorme tridente y provocó una terrible tempestad que hizo que nuestro hombre muriera ahogado, víctima del naufragio,  por el sacrilegio cometido de sacar a la luz pública el secreto de la irracionalidad del universo, que debía permanecer oculto en el fondo del mar, dando a entender que si algún otro se atrevía a bucear en sus profundidades y sacarlo a flote como había hecho aquel incauto, perecería ahogado como él y azotado por las olas sin piedad. 

Busto de Pitágoras, museos Capitolinos, Roma.

    Hípaso de Metaponto murió porque había divulgado el secreto matemático mejor guardado: la existencia de un número irracional, una expresión decimal interminable, no periódica, un número infinito. Hay quienes dicen que la nave en la que viajaba a Grecia se fue a pique, como les he contado, por una tempestad muy frecuente en aquellos mares, y  el matemático se ahogó, pero yo les digo a ustedes, y estoy convencido de ello, que fue asesinado y arrojado por la borda por sus antiguos correligionarios a los que había traicionado. Su descubrimiento era peligroso porque ponía en duda los firmes cimientos de una fe que se creía muy sólida. 

    El lema de la secta pitagórica, grabado a la entrada de la escuela, era “Todo es número”, pero resulta que había un número no entero roto en millones de millones de decimales que rompía ese todo en infinitud de miles de pedazos. Ese número no podía expresarse matemáticamente con exactitud porque no tenía fin, lo que demostraba que las matemáticas no eran las ciencias exactas que se creía que eran. Y esto se lo dice a ustedes, fíjense bien, un matemático. 

    Reza un refrán muy antiguo que caballo y caballero no son dos, sino uno y otro. ¿Qué querrá decir eso, señor García Peña?

    El interpelado, que era el empollón de la clase, se levantó como un resorte y respondió al instante: -Que no pueden sumarse peras y manzanas, don Gumersindo, porque son elementos diferentes.

    -Cierto, pero ni siquiera pueden sumarse peras y peras, o manzanas y manzanas, porque no hay dos cosas ni tampoco dos personas exactamente iguales. -Añadió don Gumersindo a la respuesta del alumno. -Además, -prosiguió- el jinete y su montura no constituyen dos seres distintos, dos individuos, sino un solo ser, como don Quijote de la Mancha y Rocinante, como el cuerpo y el alma, como la cara y la cruz de una moneda o, ya que hemos hablado de los griegos, como el centauro de la mitología y de los cuentos.