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miércoles, 25 de junio de 2025

El poder de la cultura contra la cultura del Poder

El término “cultura” procede del sustantivo latino “cultus”,  que quiere decir cultivado y cultivo. La raíz de la palabra la encontramos en culto, cultor, cultivo, cultismo, inculto, culterano, cultalatiniparla, cultiparlar, cultura y contracultura.  En latín "cultus" era es el participio del verbo “colo” (*col-tus>cul-tus),  que, entre otros significados, tenía el de "cultivar la tierra", por lo que una palabra como agricultura,  que significa literalmente cultivo agrario o del campo,  es una redundancia etimológica.  

El verbo “colo” deriva de la raíz indoeuropea *kwel- que en su acepción originaria y material significaba voltear, es decir, remover la tierra, lo que hace el labrador cuando trabaja con la azada y el arado. Pero este verbo, además, ya en latín quería decir también habitar, vivir, por el sedentarismo que implica la agricultura frente al nomadismo, valor del que derivan los términos colonia, colono, colonizar, sin perder de vista domicilio, compuesto de 'domus' “casa” y la raíz que nos ocupa con vocalismo -i- modificado; valor que se subraya con el prefijo in-, de donde tenemos el sustantivo “íncola”, habitante, y también el moderno “inquilino”.


Pero “colo” tiene también el significado antiguo de cuidar, tratar, y el de honrar y venerar a los dioses y, por lo tanto, rendirles culto religioso, de donde los modernos nos hemos sacado la libertad de cultos que se nos reconoce a las personas como uno de los derechos humanos fundamentales. La diversidad de confesiones religiosas hace que a veces olvidemos que hay una elección previa, la de si es necesario elegir un culto u otro, y en función de qué criterio lo elegimos, si decidimos hacerlo: las religiones, en efecto, no son más verdaderas o válidas según el número de creyentes o practicantes que tengan. Obviamente podemos elegir la que nos venga en gana, pero también no elegir ninguna y quedarnos en el prudente agnosticismo. 

Del significado de "rendir culto a los dioses", por un proceso semántico muy común de autismo, se pasó al sentido de rendir culto al cultor, es decir a sí mismo, no ya a la divinidad o a la tierra y sus cultivos. Y como el hombre según la dicotomía habitual es cuerpo y alma, hay dos culturas: una cultura referida a la mente y al espíritu que habitualmente se entiende como acumulación de conocimientos científicos y humanísticos, y una cultura física relativa al cuerpo, de ahí la palabra culturismo, que la academia define como “práctica de ejercicios gimnásticos encaminada al excesivo desarrollo de los músculos”, y que probablemente se trate de una imitación del término alemán Körperkultur, cultura corporal o física, de donde nuestra  moderna “educación (sic) física” que ha sustituido a la vieja y desnuda gimnasia y que tanto irritaba a aquel profesor de gimnasia que era el Mairena de Machado. A esta preocupación por el cuerpo habría que añadir el culto moderno de la propia imagen.

 
Viñeta de Andrés Rábago, el Roto

Cicerón en sus Conversaciones en Túsculo II, 5, dice que así como ningún campo puede ser fructífero si no se lo cultiva, (ut ager quamuis fertilis sine cultura fructuosus esse non potest), otro tanto ocurre con el alma sin instrucción (sic sine doctrina animus). Cualquiera de estos dos factores, sin su complemento, carece de vigor (ita est utraque res sine altera debilis). La filosofía es el cultivo del alma (cultura autem animi philosophia est); arranca de raíz los vicios (haec extrahit uitia radicitus) y prepara los espíritus para recibir la simiente (et praeparat animos ad satus accipiendos),  se la entrega a estos, y, por así decirlo, siembra lo que, cuandro crezca, producirá ubérrimos frutos (eaque mandat iis et, ut ita dicam, serit, quae adulta fructus uberrimos ferant). [La traducción de Marciano Villanueva Salas, modificada, está tomada de Conversaciones en Túsculo, Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid 2005].

No hay que confundir la cultura con la lengua, como repetía incansablemente el más joven de los viejos profesores, Agustín García Calvo: la lengua es un don gratuito que se le da a todo el mundo. Sobre ella no manda nadie, pese a todos los pesares y Academias que, so pretexto de ser descriptivas, acaban siendo preceptivas al convertirse su descripción del lenguaje hablado en escritura y norma escrita, en prescripción y ley que se impone a través del Diccionario donde se almacenan los nombres comunes, mientras que la cultura es una creación de Arriba, una imposición de las altas instancias. Nace ya escrita y se ocupa de los Nombres Propios (antropónimos o de persona, topónimos o de lugar y cronónimos o relativos a la medición que hacemos del tiempo), que realmente no tienen significado como los comunes, por lo que se almacena en una enciclopedia tradicional o, si se prefiere, virtual del estilo de la inevitable Güiquipedia. 

 
Viñeta de Miguel Brieva

La cultura del Poder está, pues, configurada por la acumulación de Nombres Propios, pero no solo por eso, también por las jergas especializadas y básicamente escritas y sometidas a absurdas reglas de ortografía de políticos, científicos, filósofos, economistas y todos aquellos que defienden el edificio insostenible sin la fe que depositan a diario en ella de la cruda (o puta, como cantaba Mónica Naranjo)  realidad. Contra ella se alza el lenguaje normal y corriente, la lengua que hablamos y la razón subyacente y común a todos, que se rebela contra todas las imposiciones que vienen de Arriba, de donde la gente sabe que no puede caerle nada bueno. Esa lengua es la única arma, la única cultura verdaderamente popular y contracultural que puede alzarse contra la cultura del Poder y todos los Nombres Propios y denunciar que la realidad que se nos impone es falsa: la lengua común y corriente que denuncia el empleo de todos los lenguajes especializados, sean de la índole que sean, y que se pregunta incansablemente, contra la jerga de los políticos y/o economistas y la ideología dominante, qué es “Constitución”, “España” “Catalunya”, “Democracia”, “Gobierno”, “Estado del Bienestar”, “Europa”, “La Transición“, y demás retahíla y política monserga. Así y sólo así la lengua hablada se rebela contra las ideas establecidas. Ni la cultura ni la contracultura pueden hacer nada contra la cultura del Poder; sólo acaso la lengua común y corriente.

martes, 22 de agosto de 2023

Cultura vs. natura

    Rafel Sánchez Ferlosio, en una entrevista concedida al diario El Periódico y publicada el 1 de enero de 2017 le confesaba al periodista Juan Fernández que la “cultura es un instrumento de control social. Hoy, sus máximas expresiones son el deporte, el cine y la novela. El fútbol y las novelas son las formas de control social más eficaces que tiene ahora mismo el sistema.” Al fútbol y las novelas que cita el entrañable nonagenario habría que añadir las teleseries, fenómeno de rabiosa actualidad que está creando auténtica adicción entre los telespectadores que permanecen, cómo no, fieles y atentos a sus pantallas horas y horas. 


    El nuevo trending topic o tema de conversación superficial de moda es “¿Qué serie estás viendo tú?” “Y tú ¿por qué temporada vas ya?” La epidemia televisiva del siglo XXI ya tiene nombre en la lengua del Imperio: binge watching o, con alusión clásica a la larga carrera de Filípides de Maratón a Atenas para gritar el νενικήκαμεν o  “hemos ganado”, marathon watching: atracón o atiborramiento maratoniano de varios capítulos de la misma serie de televisión de forma continua en formato digital, particularmente grave, pero no sólo, entre los mileniales que consumen hasta cinco horas seguidas al día de su tiempo en estos bodrios culturales estupefacientes gracias al fenómeno del streaming o retransmisión de un flujo de corriente continua que fluye sin interrupción difundiendo contenidos audiovisuales para la diversión del aburrimiento. 

    Parece que no se puede hacer nada para cambiar la realidad, sólo acaso tratar de evadirnos de ella, refugiarnos en la burbuja del jardín de literatura y delicias, en la torre de marfil de la cultura: ir a un concierto, leer un libro, ver una película de cine, ir a una exposición y un muy largo etcétera dada  la generosa oferta cultural del mercado que responde a la variopinta demanda de todo tipo de gustos individuales y preferencias personales de todos los públicos. 



    Pero ¿qué es la cultura? No soy quién para responder a eso directamente. Sólo quiero contraponer esta palabra a otra que rima con ella, que es natura. Buen par de vocablos de latina raigambre: cultura y natura: Natura es lo que nace de por sí, libremente, sin necesidad de que nadie lo plante, la naturaleza salvaje, actualmente en vías de extinción, como muy bien saben los ecologistas; mientras que cultura es lo que se planta y cultiva para que nazca, de ahí la agricultura, que está acabando con la natura, por cierto, si no ha acabado con ella ya. ¿Qué es pues lo que se cultiva hoy? ¿Qué sembramos hoy en el campo de la música, la literatura, la pintura y demás artes?

    La respuesta es infinidad y diversidad de productos de toda índole, subvencionados generalmente por el mecenazgo estatal o el capital privado de fundaciones y demás, que respondiendo a los gustos particulares siembran la resignación y el conformismo por doquier. Hay, en efecto, tal inflación del sector cultural que a cualquier cosa se llama cultura. 

 Ilustración de Pawel Kuczynski

    Esta cultura que se nos vende como tal no conlleva una emancipación social o liberación personal del individuo masificado posmoderno, porque su consumo nos obliga a adoptar el papel pasivo y receptor de público. No nos libera de la dualidad “actor” “espectador”, sino todo lo contrario. La cultura que se consume y se potencia desde el Poder –no en vano hay un Ministerio de Cultura y un presupuesto bastante elevado del Estado destinado a subvencionarlo- más que hacernos actores, artistas, nos vuelve espectadores, consumidores pasivos de esos productos. Más que afinar nuestra sensibilidad, nos anestesia, nos embota. 

    Además, cualquier cosa entra ya dentro del ámbito de la cultura y de las realidades “multiculturales” e “interculturales”, como si no hubiera una sola y verdadera cultura, desde los vinos de Rioja hasta los lienzos de la pinacoteca de El Prado, desde las series populares de televisión hasta los partidos de balompié, los cruceros por el Mediterráneo, las corridas de toros - dicen que la tauromaquia o, mejor dicho, el taurobolio o tauroctonía* carpetovetónica  es un arte- la gastronomía mexicana -léase mejicana, por favor-, el camino de Santiago o los cursos de Pilates y de bailes por parejas a lo agarrado: un saco o cajón de sastre donde, sospechosamente, todo cabe, donde todo entra, donde todo vale y donde en definitiva nada vale para nada,  donde coexisten lo clásico y lo rabiosamente moderno y aun posmoderno.

*Al dios Mitra se le aplicó el epíteto de tauróctono -matador de toros-, a imagen y semejanza de sauróctono -matador de lagartos-, epíteto aplicado a Apolo. La tauroctonía sería el nombre de ese rito, que acabó confundiéndose con el taurobolio y denominándose así, aunque el taurobolio era propiamente la caza del toro para el sacrificio ritual. 

 Ilustración de Pawel Kuczynski

    Todo se vende y todo se compra bajo la prestigiosa etiqueta de la industria cultural, que se ha convertido en la mayor productora de artículos de consumo y que abarca a casi todo. Sin embargo ¿quién se para a distinguir las voces de los ecos, como diría el poeta, es decir, la cultura de verdad de sus muchos y demasiados sucedáneos culturales y embelecos? 

    La cultura de verdad, la que podría hacer algo para cambiar el estado de las cosas o al menos para denunciar y revelar su mentira, no se compra ni se vende: se rebela contra las modas y contra el mercado, contra lo que se vende como cultura y la prostitución posmoderna. La cultura de verdad denuncia la falsía de la realidad, y no potencia la evasión o la distracción, sino todo lo contrario, por lo que sólo puede ser contracultura, contracorriente. Pero la cultura de verdad está neutralizada por el enorme aluvión de productos pseudoculturales que persiguen el entretenimiento para que no hagamos nada mientras nos llega la muerte.

    De lo que se trata es de distraernos -la distracción del aburrimiento que fomenta el aburrimiento de la distracción- con un mero pasatiempo, una fruslería inofensiva que no hace daño a nadie y que queda muy bien, dado su prestigio. La cultura no es lo que resiste a la distracción, sino que se ha convertido en fábrica de distracción masiva, entretenimiento de individuos socialmente manipulados: la cultura, tal y como la conocemos, es el último refugio de los imbéciles. Volviendo al imprescindible Ferlosio: La cultura, ese invento del gobierno. 



    ¡Qué razón tenía aquel personaje nacionalsocialista que dijo: “Cuando oigo “cultura”… le quito el seguro a mi Browning”! Unos dicen que lo patentó Göring, otros que Goebbels. Es dudosa la atribución a ambos. Sin embargo, la ocurrencia aparece en el drama teatral nazi 'Schlageter' de Hanns Johst: 'Wenn ich Kultur höre... entsichere ich meinen Browning'. Parafraseándolo: Cada vez que oigo la palabra cultura a alguien, desenfundo el revólver, le quito el seguro, aprieto el gatillo y: ¡pum! Lo malo, como decía el llorado Umberto Eco, es que los que sacan la pistola ignoran habitualmente el origen docto de la cita, porque no suelen leer, porque ya no lee ni Dios.