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jueves, 26 de octubre de 2023

Historia, magistra uitae

    De la pregunta retórica que formula Cicerón en De Oratore (II,36) se ha sacado una definición de la Historia como 'maestra de la vida': "Pero ¿con qué otra voz si no es con la del orador, la historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad, se encomienda a la inmortalidad?" (historia uero testis temporum, lux ueritatis, uita memoriae, magistra uitae, nuntia uetustatis, qua uoce alia nisi oratoris immortalitati commendatur?).
 
    Quiere decirse con ella que el análisis del pasado ofrece elementos que ayudan en las elecciones y en los comportamientos del presente, y se utiliza muchas veces para animar al estudio de la historia, que es historiografía. No en vano la historia nace con la escritura. El término latino magistra, femenino de magister, está formado sobre el adverbio “magis” que significa “más”, y se contrapone a minister, formado sobre “minus”, que quiere decir “menos”, origen de nuestro ministro. Etimológicamente el maestro es el que nos enseña, y el ministro el que nos sirve. 
 
Clío, la musa de la Historia.
 
    Me acordaba de esta definición de Cicerón de que la historia es la maestra de la vida cuando leía la reflexión del poeta francés Paul Valéry (1871-1945), que en sus Miradas sobre el mundo actual y otros ensayos, escribía (el énfasis en negrita es mío):  
 
    La Historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son bien conocidas. Provoca sueños, embriaga a pueblos enteros, les imprime recuerdos falsos, exagera sus reflejos, mantiene abiertas sus viejas heridas, los atormenta en su reposo, los induce a delirios de grandeza o de persecución, y hace a las naciones más amargas, arrogantes, insufribles y vanas. 
 
    La Historia justifica lo que se quiera. No enseña rigurosamente nada, pues lo contiene todo y proporciona ejemplos de todo. 
 
    ¡Cuántos libros se han escrito titulados “la lección de esto, las enseñanzas de aquello”!  Nada podría ser más ridículo de leer tras los acontecimientos que siguieron a los acontecimientos que estos libros interpretaban en la dirección del futuro.
 
    En el estado actual del mundo, el peligro de dejarse seducir por la Historia es mayor que nunca. 
 
La Musa Clío, Pierre Mignard (1689)
 
    La argumentación de Paul Valéry contra Clío, la Historia como magistra uitae es que no puede enseñarnos nada porque contiene ejemplos de todo, de una cosa y de su contraria. La musa de la Historia, Clío, la grandilocuente, la mentirosa, -Clío, cantando hazañas, devuelve al pasado su tiempo- se encarga de engañarnos haciéndonos creer que hay otras épocas, y que la nuestra, que es en verdad la única que hay aquí y ahora, comparada con las pasadas, que sólo existen en la memoria de esta,  es mejor o peor que aquellas, ocultándonos el hecho fundacional que inaugura la Historia Universal que es nuestra expulsión del paraíso, y que toda la historia desde entonces no es más que la crónica de nuestro destierro y del exilio.
 
    Entre nosotros, Rafael Sánchez Ferlosio ha despotricado también contra la Historia definiéndola como historia de la dominación, y afirmando que la Historia, el Progreso y el Futuro son dioses que exigen un tributo de sangre, y son divinidades precisamente gracias al tributo sangriento que nos exigen. 
 

    Decía el historiador medievalista francés Marc Bloch (1886-1944) que el buen historiador se parecía al ogro de la leyenda, que ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su frase. Pero no es el historiador, sino la propia Historia, con mayúscula honorífica, la que es como el ogro carnívoro de los cuentos, que donde huele a carne fresca sabe que se encuentra el botín y la presa que va enseguida a devorar convirtiendo la vida en biografía, es decir, reduciéndola a crónica del tiempo, a cómputo y a cuento. 
 
    Habría que concluir, enmendando a Cicerón y siguiendo la reflexión del poeta: historia, mala magistra uitae: la historia es mala maestra de la vida.

miércoles, 11 de octubre de 2023

Estentóreo Esténtor

    Esténtor es un personaje mitológico muy secundario que ocupa muy poco espacio en los diccionarios al uso. The Oxford Classsical Dictionnary, que tiene 1592 páginas, le dedica sólo estas líneas: a man who became proverbial from Homer's stateman that he had a 'brazen voice' equal to that of fifty other men (Il. 5. 785-6). He died after his defeat by Hermes in a shouting contest: tenía un vozarrón de bronce igual al de cincuenta hombres juntos y murió tras desafiar en un concurso de mega(lo)fonía al dios Hermes, el mensajero de los dioses, señor además del comercio y, lo que es lo mismo, el latrocinio, de la banca y del mercado. 

El grito, Edvard Munch (1893)
 
    Los dos versos que se citan de la Ilíada, a propósito del grito que profirió la diosa Hera, que toma la figura de Esténtor y se desgañita con su poderosa voz de bronce para animar a los guerreros griegos a combatir frente a Troya, son estos: Στέντορι εἰσαμένη μεγαλήτορι χαλκεοφώνῳ, / ὃς τόσον αὐδήσασχ᾽ ὅσον ἄλλοι πεντήκοντα: asemejando al gran Esténtor, de voz abronzada, / que voceaba tan fuerte como si fuera cincuenta.
 
    Un hexámetro del satírico Juvenal, dentro ya de la literatura latina, también lo menciona (XIII, 112) tu miser exclamas, ut Stentora uincere possis: Gritas tal, desgraciado, que puedes a Esténtor ganarlo
 
     Un poco más generoso, el Diccionario de Mitología Griega y Romana de Pierre Grimal, dice lo siguiente de este personaje: En la Ilíada se cita una sola vez a un Esténtor que gritaba como cincuenta hombres. Este Esténtor, cuyo nombre se ha hecho proverbial, no era conocido por los comentaristas por otras fuentes, los cuales cuentan, sin embargo, que se trata, al parecer, de un tracio que había rivalizado en un concurso de gritos con Hermes (el “heraldo” de los dioses), y una vez vencido, habría sido inmolado. 
 
 
    Esto es lo que trae, por su parte, el diccionario de la docta academia de nuestra lengua sobre el adjetivo “estentóreo”, derivado de su nombre propio: Dicho de la voz o del acento: Muy fuerte, ruidoso o retumbante
 
    Esténtor no tiene más poder que el ruido de sus decibelios. No hay detrás de su voz ningún mensaje, ningún pensamiento, ninguna razón: sólo el ruido, sólo una poderosa voz ejecutiva amplificada. Esténtor es sólo un heraldo: un medio de comunicación: un megáfono que alza la voz. Pero su papel no deja de ser muy importante, porque, como reconoce Aristóteles, en su Política: Pues ¿quién podría ser general de una multitud tan grande?, o, ¿quién será su heraldo, como no sea un Esténtor? 
 
 
     En realidad Esténtor, sugiere Aristóteles, es el heraldo de Ares, el dios de la guerra, el dios que lleva la voz cantante. Esténtor es la voz amplificada de su amo, golpea los sentidos como un gong al que reaccionamos instintivamente. Nunca da razones, sino órdenes. La reflexión y la meditación son procesos que requieren del silencio más que del ruido ensordecedor. 
 
    Escribía Paul Valéry en alguna parte que observaba una disminución preocupante, una suerte de obnubilación de nuestra sensibilidad: “Nosotros, modernos, somos muy poco sensibles. El hombre moderno tiene los sentidos embotados, soporta el ruido que se sabe, soporta olores nauseabundos, deslumbramientos violentos y demencialmente intensos o contrastados; está sometido a una trepidación perpetua; tiene necesidad de excitantes brutales, sonidos estridentes, bebidas infernales, emociones breves y bestiales.”
       

domingo, 17 de septiembre de 2023

La imagen en el espejo

    Las ideas que tenemos de las cosas nos impiden ver las cosas como son. Decía el poeta francés Paul Valéry: «Regarder, c’est oublier les noms des choses que l’on voit» Ver (o si se prefiere, mirar) es olvidar los  nombres de las cosas que se ven. Cuando miramos un árbol y decimos “es un roble”, la mención del nombre, que es conocimiento botánico, condiciona nuestra mente de tal modo que la palabra “roble” se interpone entre nosotros y la percepción del árbol que tenemos delante. 

 

     Lo mismo sucede con nosotros, las personas, que no dejamos de ser una cosa más, poca cosa por mucho que nos creamos.   Cada uno de nosotros tiene una idea de sí mismo, una imagen de lo que creemos que somos o que deberíamos ser, y esta imagen impide que nos veamos tal como somos. Lo mismo sucede con los demás.

    Y lo mismo sucede con las ideas que tenemos, que también son cosas a su modo. Por ejemplo, cuando nos ponemos a mirar la muerte cara a cara, cuando nos ponemos a pensar en ella, cuando reflexionamos sobre la muerte; ¿podemos hacerlo sin la palabra “muerte” y sin la idea que hace surgir el temor que emana de la muerte? ¿No es cierto que la propia palabra produce una vibración y un escalofrío que es su propia imagen?
 
 
    Desde que hemos hecho uso de razón y entendimiento nos han inculcado el miedo a la muerte, nos han dicho: “Vas a morir”. Y nosotros lo hemos interiorizado. Nos hemos dicho: “Voy a morir”. Nuestro pensamiento ha creado el temor a la muerte, que esa y no otra es nuestra condena futura,  pero si no lo crea ¿hay algún temor?  

    Todas las ideas e imágenes que tenemos son ficticias y no podemos vivir en una abstracción. Sin embargo, eso es lo que habitualmente hacemos: vivir de ideas, de teorías, de símbolos, de imágenes que hemos creado de nosotros mismos, de los demás y de las demás cosas, que no son realidades en absoluto.
 
    Cuanto más sublimes, abstractas y sutiles son esas ideas, más culto les rendimos, así como a los libros que las contienen, que pasamos a considerar libros sagrados. 
 

    Si vivimos al lado de un río rumoroso, después de pocos días no oiremos el sonido encantador del agua, o si tenemos un cuadro en el salón que estamos viendo todos los días, después de una semana ya no nos damos cuenta de él. Y ocurre igual con las montañas, los valles, los árboles y lo mismo con la familia y los amigos y la gente que nos rodea.

    Si yo tengo una imagen de ti y tú tienes una imagen mía, no nos vemos el uno al otro naturalmente tal como somos en realidad. Lo que vemos son las imágenes que nos hemos configurado el uno del otro. Estas imágenes impiden el contacto entre nosotros y por ese motivo nuestra relación está condenada quizá al más estrepitoso de los fracasos.

lunes, 19 de diciembre de 2022

Ojos que no ven

    El poeta persa del siglo XIV Mahmud Shabistari nos ha dejado este tesoro entre las seguramente muchas espléndidas metáforas que guardan sus rutilantes versos, que confieso que desconozco:  "Están ciegos, sólo ven imágenes". 
 
    Ni siquiera puedo comprobar la veracidad de la autoría de la frase porque ignoro su lengua original, pero me parece muy oportuno lo que dice en castellano: estamos ciegos, no vemos cosas, sino ideas, esto es, las imágenes previas que tenemos de esas cosas que no vemos. Es posible que se trate de una cita espuria como tantas otras que circulan por la Red que se le ha ocurrido a alguien y que en este caso se atribuye so pretexto de sabiduría a un poeta oriental no muy conocido.
 
 
    ¿Qué más podemos ver? Me pregunto yo. Podemos ver que las imágenes atrofian nuestra imaginación. Podemos ver, como dice el poeta, que las imágenes nos ciegan, porque las imágenes son ideas previas -fotogramas sin vuelo, inmóviles- que tenemos: no vemos el árbol con sus hojas zarandeadas por el viento, sino la idea inculcada que tenemos de árbol, la imagen previa que nos hemos hecho de él. 
 
     Y esa imagen nos ciega, nos impide ver el árbol que tenemos delante, como suele decirse, de nuestras propias narices. Si queremos ver de verdad, debemos cerrar los ojos a la realidad, que es esencialmente falsa y mentirosa. Si queremos ver una rosa, debemos olvidar el nombre que tiene (y esta vez me hago eco de una cita del imprescindible Paul Valéry «Regarder, c’est oublier les noms des choses que l’on voit» que en nuestra lengua dice 'mirar es olvidar el nombre de las cosas que vemos'), que nos invita a olvidar lo aprendido y a ver las cosas con una mirada nueva cada vez, como hace un niño.