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domingo, 17 de septiembre de 2023

La imagen en el espejo

    Las ideas que tenemos de las cosas nos impiden ver las cosas como son. Decía el poeta francés Paul Valéry: «Regarder, c’est oublier les noms des choses que l’on voit» Ver (o si se prefiere, mirar) es olvidar los  nombres de las cosas que se ven. Cuando miramos un árbol y decimos “es un roble”, la mención del nombre, que es conocimiento botánico, condiciona nuestra mente de tal modo que la palabra “roble” se interpone entre nosotros y la percepción del árbol que tenemos delante. 

 

     Lo mismo sucede con nosotros, las personas, que no dejamos de ser una cosa más, poca cosa por mucho que nos creamos.   Cada uno de nosotros tiene una idea de sí mismo, una imagen de lo que creemos que somos o que deberíamos ser, y esta imagen impide que nos veamos tal como somos. Lo mismo sucede con los demás.

    Y lo mismo sucede con las ideas que tenemos, que también son cosas a su modo. Por ejemplo, cuando nos ponemos a mirar la muerte cara a cara, cuando nos ponemos a pensar en ella, cuando reflexionamos sobre la muerte; ¿podemos hacerlo sin la palabra “muerte” y sin la idea que hace surgir el temor que emana de la muerte? ¿No es cierto que la propia palabra produce una vibración y un escalofrío que es su propia imagen?
 
 
    Desde que hemos hecho uso de razón y entendimiento nos han inculcado el miedo a la muerte, nos han dicho: “Vas a morir”. Y nosotros lo hemos interiorizado. Nos hemos dicho: “Voy a morir”. Nuestro pensamiento ha creado el temor a la muerte, que esa y no otra es nuestra condena futura,  pero si no lo crea ¿hay algún temor?  

    Todas las ideas e imágenes que tenemos son ficticias y no podemos vivir en una abstracción. Sin embargo, eso es lo que habitualmente hacemos: vivir de ideas, de teorías, de símbolos, de imágenes que hemos creado de nosotros mismos, de los demás y de las demás cosas, que no son realidades en absoluto.
 
    Cuanto más sublimes, abstractas y sutiles son esas ideas, más culto les rendimos, así como a los libros que las contienen, que pasamos a considerar libros sagrados. 
 

    Si vivimos al lado de un río rumoroso, después de pocos días no oiremos el sonido encantador del agua, o si tenemos un cuadro en el salón que estamos viendo todos los días, después de una semana ya no nos damos cuenta de él. Y ocurre igual con las montañas, los valles, los árboles y lo mismo con la familia y los amigos y la gente que nos rodea.

    Si yo tengo una imagen de ti y tú tienes una imagen mía, no nos vemos el uno al otro naturalmente tal como somos en realidad. Lo que vemos son las imágenes que nos hemos configurado el uno del otro. Estas imágenes impiden el contacto entre nosotros y por ese motivo nuestra relación está condenada quizá al más estrepitoso de los fracasos.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

El fin del mundo y de las cosas

    ¿Qué es la Nueva Normalidad si no la digitalización del mundo o idealización a través de imágenes y cuantificación numérica de la Realidad, por decirlo de otra manera, y, en última instancia, también de nosotros mismos?

    El proceso de digitalización había comenzado mucho antes de la pandemia, a principios del siglo XXI, con lo que se dio en llamar la Revolución Tecnológica; sin embargo el cambio vertiginoso de paradigma sólo podía darse con un acontecimiento brusco, con un golpe de timón contundente como fue la Pandemia Universal declarada por la OMS, avalada por la mayoría de los gobiernos y por la desproporcionada cobertura mediática que obtuvo, factores que aceleraron el fenómeno sobremanera, y que nos condenaron al aislamiento del confinamiento sanitario.

    En la fase actual en que nos encontramos de pospandemia, no podemos evitar la tentación cuando estamos con otras personas de consultar nuestros teléfonos inteligentes. Ellos son la sede ahora de nuestra memoria y de nuestra actividad cerebral, por lo que, a pesar de la interconexión reinante, nos sentimos más incomunicados y más solos que nunca.

    En lugar de tejer relaciones con los demás, nos proyectamos cada vez más en nosotros mismos, y acumulamos amigos y seguidores, sin encontrarnos los unos con los otros. La digitalización hace desaparecer al otro, permitiendo que florezca el narcisismo y la egolatría.

Narciso, Jody Kelly.
 

    Si la pandemia agravó la pérdida de lazos de comunidad, la pospandemia, no ha hecho que volvamos a la situación anterior a la pandemia, sino que vivamos esta nueva fase como un intervalo entre pandemias, que ya se han instalado en nuestro imaginario colectivo. De hecho, la OMS ya pronostica para el año que viene una nueva pandemia bajo la amenaza permanente de “otro patógeno emergente con un potencial aún más mortal".

    Vivimos en estado permanente de alarma, aunque ahora estemos en posición de stand by, por lo que las cosas no han vuelto ni volverán a ser nunca como antes. De hecho, podemos decir, las cosas van desapareciendo paulatinamente de nuestro mundo, y también las personas, convertidas en 'contactos' sin tacto.

    Ya no hay cosas ni personas en el mundo. Se puede decir que el fin del mundo tal y como lo conocíamos ya ha tenido lugar. Cosas y personas han sido sustituidas por las ideas platónicas y por los números que las cuantifican. Las ideas han desplazado a las cosas. Hemos vuelto a la caverna de Platón. La digitalización ha hecho que el mundo, informatizado, sea menos tangible, menos palpable, menos físico, y más ideal, pero no por ello menos real, y ha hecho que se multiplique como un tumor cancerígeno la información.

Narciso, Caravaggio (1594-1596)

    La digitalización elimina los recuerdos de nuestra memoria, que, atrofiada, pierde el sabor y el aroma de las cosas y acumula a cambio datos e información innecesaria almacenados en nuestro teléfono inteligente, que es la sede de nuestra memoria: es nuestra alma, nuestro consejero espiritual ante el que nos confesamos, nuestro objeto de fe y de devoción. Si queremos entender en qué tipo de sociedad vivimos, tenemos que comprender qué es la información, una información que se rebela enseguida falsa, que no permanece, dada su nula vigencia y su fugacidad. La información, no las cosas, es lo que define nuestra relación con el mundo pospandémico. Como acertó a decir ingeniosamente Byung-Chul Han, ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la Nube en su lugar.

    Si percibimos la realidad no como una experiencia sensible, sino en términos de información, la estamos despojando de su esencia, y eso nos hace insensibles ante la belleza. Nuestra percepción se reduce a la información de los datos y noticias -ideas y números- de la realidad.

    Si recurro a una imagen mitológica que explique lo que estamos viviendo, me viene enseguida a la cabeza la de “Eco y Narciso” que pintó John William Waterhouse en 1903, donde nosotros somos Narciso, que no ve a la ninfa Eco que representaría la realidad carnal y la belleza sensitiva que, triste, lo contempla a él que se contempla a sí mismo y no la ve a ella en el solipsismo del espejo de su teléfono inteligente, el lago en el que se sumergirá y ahogará.

Eco y Narciso, John W. Waterhouse (1903)
 

viernes, 22 de julio de 2022

Malas ideas, mala fe

Malas ideas, no porque haya unas que sean mejores y otras peores, sino porque no hay ninguna buena: todas son intrínsecamente perversas. 
 
Esa idea que tienes no es una buena idea, porque en rigor no hay buenas ideas, ya que no responden a la realidad, son espejos cóncavos como los de las ferias que la distorsionan: abstracciones.
 
Las únicas ideas buenas son las que no se tienen, las que no te tienen: aquellas de las que te has desembarazado. 
 
 
Todas las ideas son delirantes, porque todas ellas tienen la vocación de locura de las ideas fijas y obsesiones, que es lo que están llamadas a ser para alterar el proceso del pensamiento, que es la razón raciocinante. 
 
Locas ideas, no porque las haya locas y cuerdas, sino porque todas son esencialmente descabelladas abstracciones de las cosas concretas y palpables. 
 
Todas las ideas son falsas sin que por ello dejen de ser reales e irreductibles al razonamiento argumental; falsa es también la realidad, sin que por ello pierda un ápice de realismo, como una novela de Galdós. 
 
Decir que tenemos las ideas claras es una incongruencia: no puede tenerse claro lo que de por sí es opaco; clara sólo es el agua clara; las ideas son siempre oscuras por muy luminosas que se quieran. 
 
Una idea luminosa nos ciega con la luz sombría que desprende.
 

 
No hagas nunca, amigo, de tripas corazón: lo que tengas que tragar por obligación, que no por la devoción del gusto, eso que se llaman los malos tragos de la vida, trágatelo cuanto antes, a ser posible de un solo sorbo, no intentes saborearlos y degustarlos como si se tratara del placer. Pero no digas que te gusta hacerlo porque tienes que hacerlo, y que ya que lo tienes que hacer lo haces con gusto. No, no digas que eso es lo que tú querías. No confundas el corazón con la tragadera de las tripas. No te engañes. 
 
Dicen que hablar no es actuar, que hay que dejar la reflexión teórica y pasar a la acción, para evitar la barbarie. Yo cuando oigo esta frase de que hace falta algo "más que palabras" pienso, instintivamente, en que cuando hay algo más que eso suele haber "hostias". Entonces me digo a mí mismo que es preferible que haya palabras a que corra la sangre y llegue al río, que es lo que suele pasar cuando ya no vale las razón de las palabras. 
 
Nunca se dirá lo suficiente que hablar también es hacer, o mejor dicho, deshacer. Hablar es deshacer algo, y no un algo cualquiera, sino precisamente el algo más necesario que se puede deshacer en la lucha contra el poder en cualquiera de sus formas, el entuerto de la fe, porque el poder se sustenta en la fe, y contra la fe sólo se lucha hablando, pensando, preguntando, discutiendo, poniendo en tela de juicio sus palabras, sus ideas. 
 
No te enamores de las ideas porque son amores baldíos, platónicos, que nunca van a corresponderte.  No colecciones ideas, despréndete de ellas para que no te prendan a ti.
 

En la viñeta de El Roto “¡Qué curioso! Pongo la tele y se me van las ideas”, debería decir, según usamos aquí el término ¡Qué curioso! Pongo la tele y me vienen ideas (que no me dejan pensar ni razonar).

 
Y es que hay que tener las ideas muy claras, hay que estar muy convencido, para dedicarse a bombardear enemigos a diestro y siniestro, y es a la claridad de esas ideas a la que hay que atacar frontalmente si se quiere hacer algo contra las acciones que sobre ellas se sustentan. 
 
Dicho de otra manera, las cosas dejan de ser como son cuando nos libramos de la convicción de que sólo pueden ser así y que no hay más cáscaras. 
 
Es curioso que el símbolo de la idea sea una bombilla de luz que se enciende, y que lejos de iluminarnos nos ciega y nos deslumbra.
 
No se puede obrar de buena fe. La fe es intrínsecamente pervera. Por eso siempre se obra de mala fe.