Las ideas que tenemos de las cosas nos impiden ver las cosas como son. Decía el poeta francés Paul Valéry: «Regarder, c’est oublier les noms des choses que l’on voit» Ver (o si se prefiere, mirar) es olvidar los nombres de las cosas que se ven. Cuando miramos un árbol y decimos “es un roble”, la mención del nombre, que es conocimiento botánico, condiciona nuestra mente de tal modo que la palabra “roble” se interpone entre nosotros y la percepción del árbol que tenemos delante.
Lo mismo sucede con nosotros, las personas, que no dejamos de ser una cosa más, poca cosa por mucho que nos creamos. Cada uno de nosotros tiene una idea de sí mismo, una imagen
de lo que creemos que somos o que deberíamos ser, y esta imagen impide que nos
veamos tal como somos. Lo mismo sucede con los demás.
Y lo mismo sucede con las ideas que tenemos, que también son
cosas a su modo. Por ejemplo, cuando nos ponemos a mirar la muerte cara a
cara, cuando nos ponemos a pensar en ella, cuando reflexionamos sobre la
muerte; ¿podemos hacerlo sin la palabra “muerte” y sin la idea que hace surgir
el temor que emana de la muerte? ¿No es cierto que la propia palabra produce una
vibración y un escalofrío que es su propia imagen?
Desde que hemos hecho uso de razón y entendimiento nos han
inculcado el miedo a la muerte, nos han dicho: “Vas a morir”. Y nosotros lo
hemos interiorizado. Nos hemos dicho: “Voy a morir”. Nuestro pensamiento ha
creado el temor a la muerte, que esa y no otra es nuestra condena futura, pero si no lo crea ¿hay algún temor?
Todas las ideas e imágenes que tenemos son ficticias y no
podemos vivir en una abstracción. Sin embargo, eso es lo que habitualmente
hacemos: vivir de ideas, de teorías, de símbolos, de imágenes que hemos creado
de nosotros mismos, de los demás y de las demás cosas, que no son realidades en
absoluto.
Cuanto más sublimes, abstractas y sutiles son esas ideas,
más culto les rendimos, así como a los libros que las contienen, que pasamos a
considerar libros sagrados.
Si vivimos al lado de un río rumoroso, después de pocos días
no oiremos el sonido encantador del agua, o si tenemos un cuadro en el salón que
estamos viendo todos los días, después de una semana ya no nos damos cuenta de
él. Y ocurre igual con las montañas, los valles, los árboles y lo mismo con la
familia y los amigos y la gente que nos rodea.
Si yo tengo una imagen de ti y tú tienes una imagen mía,
no nos vemos el uno al otro naturalmente tal como somos en realidad. Lo que
vemos son las imágenes que nos hemos configurado el uno del otro. Estas imágenes
impiden el contacto entre nosotros y por ese motivo nuestra relación está
condenada quizá al más estrepitoso de los fracasos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario