Ahora que comienza el curso escolar con la operación de "vuelta al cole" conviene releer a Giovanni Papini (1881-1956), que se adelantó en su libro ¡Cerremos las escuelas! (1914), a los teóricos de la antipedagogía como Ivan Illich y su La sociedad desescolarizada (1970), y a darle la razón a ese niño que todos llevamos dentro y que llora porque no quiere volver al cole.
Un Giovanni Papini, especialmente cáustico y provocador, escribe un texto que cien años después resulta de plena vigencia y expresa un malestar hoy en aumento, cuando la enseñanza, reconvertida en educación, como se denomina al adoctrinamiento más pernicioso que se camufla de liberación, se ha vuelto obligatoria desde los seis hasta los dieciséis años, y se considera un logro social irrenunciable, hablándose incluso de alargar la obligatoriedad hasta los dieciocho años, que es la mayoría de edad, y de hacer obligatoria la enseñanza preescolar de 0 a 6 años, sin que pocas voces tengan el coraje de poner en cuestión y expresar su disconformidad.
La escuela enseña muchas cosas inútiles, que luego hay que desaprender para aprender muchas otras cosas uno mismo.
Enseña muchísimas cosas falsas o cuestionables y cuesta mucho esfuerzo luego librarse de ellas, y no todo el mundo lo consigue.
(...)
Casi nunca enseña lo que un hombre tendrá que hacer realmente en la vida, para lo cual se requiere entonces un largo y arduo noviciado autodidacta.
Enseña (pretende enseñar) lo que nadie puede enseñar nunca: pintura en las academias; gusto en las escuelas de letras; pensamiento en las facultades de filosofía; pedagogía en los cursos normales; música en los conservatorios.
Enseña mal porque enseña las mismas cosas a todos de la misma manera y en la misma cantidad sin tener en cuenta la infinita diversidad de ingenio, raza, extracción social, edad, necesidades, etc.
No se puede enseñar a más de uno. No se aprende nada de los demás salvo en conversaciones entre dos, donde el que enseña se adapta a la naturaleza del otro, explica, ejemplifica, cuestiona, discute y no dicta desde arriba.
Casi todos los hombres que han hecho algo nuevo en el mundo o no fueron nunca a la escuela o huyeron pronto de ella o fueron "malos" estudiantes. (Los mediocres que consiguen en la vida una carrera honorable y regular y tal vez alcanzan cierta fama han sido a menudo los 'primeros' de la clase).
La escuela no enseña precisamente lo que más se necesita: en cuanto uno ha aprobado sus exámenes y obtenido sus diplomas, tiene que vomitar todo aquello de lo que se ha atiborrado en esos banquetes forzados y empezar de nuevo.
Si queda algo de inteligencia en el mundo, hay que buscarla entre los autodidactas o los analfabetos.
Hay que cerrar todas las escuelas. De la primera a la última. Jardines de infancia y guarderías; colegios e internados; escuelas primarias y secundarias; gimnasios y liceos; escuelas técnicas e institutos técnicos superiores; universidades y academias; escuelas de oficios; escuelas superiores, facultades y universidades de ciencias aplicadas; escuelas politécnicas y escuelas normales. (...)
Todo se asentará y calmará con el tiempo. La gente encontrará formas de saber (y de saber mejor y en menos tiempo) sin tener que sacrificar los mejores años de su vida en los bancos de las cuasiprisiones gubernamentales.
Habrá más hombres inteligentes y más hombres de genio; la vida y la ciencia progresarán aún mejor; cada uno se las arreglará por su cuenta y la civilización no se ralentizará ni un segundo.
Habrá más libertad, más salud y más alegría.
El alma humana por encima de todo. Es lo más precioso que cada uno de nosotros posee. Queremos salvarla al menos cuando está desplegando sus alas.
Extraído de ¡Cerremos las escuelas!, Giovanni Papini.
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