Pues cuando este brebaje baje por nuestras gargantas y el gaznate, nos librará de la magia negra y de sus brujeriles malas artes.
Un simpatizante afín en parte al Partido Inexistente nos hace llegar esta reflexión ante las próximas convocatorias electorales: Hagamos un pequeño ejercicio de imaginación: ¿Qué pasaría si en las próximas elecciones generales al abrir las urnas y proceder al recuento de votos aparecieran vacíos todos los sobres de las papeletas para el Senado? La interpretación más lógica sería que los españoles no queremos senadores ni senatrices, por lo que debería, democráticamente hablando, disolverse la Cámara Alta.
Gramáticos tardíos
latinos como Prisciano (siglo V) recogen el término 'senatrix',
forma femenina de 'senator' (paralela a 'actor/actrix',
'imperator/imperatrix'...), no porque hubiera entonces mujeres en el Senado
-cosa que no se verá hasta la modernidad- sino más bien porque era
un procedimiento vivo mecánico que tenía la lengua de generar agentes
femeninos sustituyendo el prefijo -tor por -trix. En cualquier caso, estos términos en la antigüedad, habida cuenta del nulo empoderamiento femenino, se entendían en primer lugar como “la mujer de...”. De ahí que,
por ejemplo, senatriz de entenderse de alguna forma sería la
mujer del senador, antes que la senadora propiamente dicha como se entiende en la modernidad, una vez equiparados el timbre masculino y femenino de la voz de mando.
Si metemos, pues, la papeleta del Senado en blanco y no sale ningún voto nominal, no podrá nombrarse a ningún senador ni senatriz. Tengamos en cuenta que países de nuestra órbita como Noruega, Suecia o Dinamarca no tienen Senado, y ni falta que les hace. Y no les va mal por eso, sino por el contrario.
Se trata, sin duda, de una cámara innecesaria, una rémora prescindible de los tiempos de Maricastaña, de cuando el imperio romano, por lo menos, que camuflaba al paso de sus legiones y el estandarte del águila la equiparación torticera del pueblo (POPVLVS) con sus gobernantes (SENATVS), como se hace hoy cuando se identifica al pueblo con el Estado o régimen que lo gobierna, bajo el estandarte de las siglas SPQR correspondientes a Senatus PopulusQue Romanus ('el senado y el pueblo romano').
Los que propugnamos la disolución de esta cámara alta, que es sin duda una reminiscencia del consejo de ancianos de las antiguas gerontocracias, propugnamos también la abolición de la monarquía, que, además, se encuentra en vías de extinción en casi todo el mundo en favor de regímenes republicanos. Parece que se trata de un proceso natural que nosotros podemos contribuir a acelerar. ¿Por qué tenemos nosotros, españoles, que mantener a 260 senadores y senatrices y una dinastía monárquica borbónica?
Si disolvemos el Senado, nos ahorraremos varios miles de millones de euros al año. También ahorraremos mucho aboliendo la pensión vitalicia de estos senadores y senatrices, Padres y Madres de la Patria, ya que los demás tenemos que trabajar, currar de verdad como cabrones, muchos más años que ellos para podernos jubilar. No tenemos nada que perder, salvo nuestras cadenas.
Desde el Partido Inexistente, por nuestra parte, añadimos la siguiente reflexión: ¿Por qué vamos a quedarnos simplemente ahí, reclamando la disolución del Senado y de la monarquía?
Demos un paso más, y preguntémonos: ¿Por qué no hacemos extensiva esta protesta contra la Cámara Alta a todos los diputados y diputadas del Congreso? ¿Por qué vamos a querer reformar el sistema democrático vigente, disolviendo la Cámara Alta, cuando ambas cámaras han demostrado su insolvencia total e inoperancia? ¿No sería mejor prescindir de cualquier cámara alta o baja y de cualquier forma o régimen de gobierno tanto monárquico como republicano?
¿Qué nos va a pasar si
no tenemos gobierno? ¿Iba a pasarnos algo malo? No lo sabemos, pero
sí sabemos a dónde nos ha llevado el hecho de tener gobiernos y el
gobierno que tenemos. Lo otro, el caos y la anarquía que dicen los partidos existentes, no puede ser peor. Lo que nos está pasando es lo peor que podía sucedernos. Sólo tenemos una cosa que perder para librarnos de
nuestras cadenas: el miedo a la libertad. Ni electores ni elegidos. Ni Cámara Alta ni Cámara Baja, camaradas. Ni Senado ni Congreso. Ni senadores ni senatrices. Ni diputados ni diputadas. Ni electores ni elegidos. Ni rey ni reina. El mejor gobierno: Ningún gobierno.
111.- Nadie nos representa. Nadie puede arrogarse nuestra representación: ni siquiera, por paradójico que parezca, nosotros mismos. Nos sirve a nuestro propósito el aforismo jurídico uiuentis non datur repraesentatio: no es posible la representación de una persona viva (lo mismo que no es posible recibir la herencia de alguien que no ha muerto todavía: uiuentis non datur hereditas).
113.- La guerra no se justifica ya apelando a valores religiosos, sino políticos, que son un trasunto de los económicos, los que más valen y cuentan, pero eso se debe a que el dinero constituye la nueva y única religión de los que mandan y obedecen: una religión que no lo parece, un dios en el que todo el mundo cree, indiscutible. Por eso más que responder el mercado a las exigencias de los consumidores, los consumidores responden a las exigencias del mercado. Por eso, en esta economía que, según Ambrose Bierce definió para siempre como la venta de la vaca que no tenemos para comprar el barril de güisqui que no necesitamos, cotizan tanto los valores… bursátiles.
114.- Parece que lo único que les preocupa a algunas almas cándidas es que se les dispense un buen trato a los prisioneros, el trato humanitario, que dicen, no el hecho de que haya prisioneros, que es lo más inhumano que hay. Debe de parecerles muy caritativo a estas almas piadosas, que acaban resultando las más despiadadas, también que haya guerras; de hecho muchas veces las llaman misiones humanitarias o, rizando el rizo, como ha rebuznado el Rey de nuestro ruedo ibérico en un discurso oficial, “misiones de paz”. El ejército es para estas personas una oenegé (u Organización No Gubernamental) caritativa y humanitaria con pistolas, como ha regoldado un militar graduado con estrellas de muchas puntas.
115.- PSICOANÁLISIS. En vez de intentar fortalecer nuestra personalidad, deberíamos interesarnos en las técnicas de desintengración y disolución del ego, en disolverlo como una pastilla efervescente en un vaso de agua. Mi alma ansía diluirse como un comprimido, dejar de ser “mi alma”, mía y sólo mía, un alma individual y atómica, disolviendo su singularidad en el anonimato de la masa, en la fosa común del número plural. El individuo, como hemos formulado alguna vez, no nace, sino que se hace, y nunca es perfecto, nunca acaba de hacerse, ni tampoco de deshacerse. La desintegración del átomo que es el individuo personal masificado sería la bomba, la verdadera bomba de relojería atómica.
El
filósofo oficial de todas las Españas,
el joven que escribió un panfleto contra el todo
y que acabó tragando por un tubo todo
aquello contra lo que ayer despotricara,
el intelectual orgánico y constitucional
y democrático, Fernando Savater,
que vota y recomienda el voto a progresistas
o a los conservadores, según gobiernen unos
o bien los otros, alternando en el poder,
denominó en su día despectivamente
a los indignados que acamparon en las plazas,
"hatajo", es decir, minúsculo rebaño,
"de mastuerzos", o, lo que es lo mismo, majaderos,
-otros decían perroflautas andrajosos-,
argumentando con su ilógica verborrea
que eran muy poco representativos, ya
que no representaban, Dios los libre, a nadie
y no admitían que ni Dios los represente.
Se indignaba así el ilustre catedrático
con los que se indignaban con lo que él encarna:
el conformismo con el orden establecido
y con el régimen democrático vigente
de dominación, el mal que dicen necesario
corroborando la necesidad del mal,
que él defiende como estómago agradecido
cebado por el Estado y por el Capital.
Los líderes ejercen el Poder. Resulta ridículo distinguir, como algunos pretenden, entre líderes positivos y negativos, entre buenos y malos gobernantes, como si el hecho de que hubiera mandamases fuera algo neutro, ajeno a las categorías morales del bien y del mal, categorías que solo tendrían sentido para juzgar sus acciones, no su existencia.
El líder positivo sería aquel que, por su visión, por las virtudes que cultiva, por el ejemplo que da a los demás sirve al bien común. El líder negativo, por el contrario, sería el que dirige a la sociedad hacia fines destructivos distorsionando todos los lazos sociales, actuando en beneficio propio o del medio al que pertenece, con lo que la democracia se convertiría en la dictadura individual u oligárquica más perfecta que no sería sentida como tal.
Hay quien dice que malos líderes los ha habido siempre, como siempre ha habido malos padres. Pero así como algunos justifican la existencia de los padres como una institución natural, vamos a decirlo así, valga la expresión, no se puede decir lo mismo de los líderes, que son una imposición social completamente innecesaria que no viene dada por ningún derecho natural.
El hecho de que los líderes políticos, una vez acabado su mandado gubernamental, migren al mundo de los negocios a través de lo que se ha dado en llamar puertas giratorias (traducción del inglés revolving doors) es bastante significativo, y revela la íntima relación que hay entre el Estado o sector público y el Mercado o sector privado, las dos caras de una misma moneda.
El concepto de Estado, es cierto, siempre ha sido difícil de comprender, en sí mismo y en su relación con la sociedad. Antiguamente, apenas se distinguía de este último. Hoy el Estado es percibido, y experimentado, como una supraestructura separada de la realidad, que reúne en diferentes niveles a tecnócratas que alimentan un sistema en expansión y que viven de la vampirización del cuerpo social.
El Estado democrático, que es la forma más perfecta de Estado, se ha convertido, con la ayuda poderosa del economicismo y el tecnocratismo, en ese cuerpo extraño que Bertrand de Jouvenel ya describió, contra la definición de Luis XVI (L'État, c'est moi: El Estado soy yo) con esta fórmula lapidaria: “el Estado son ellos”: L'État, c'est eux. Se refiere, sin duda, a los funcionarios del Estado, como si la cosa no fuera con todos y cada uno de nosotros: pero todos somos de algún modo funcionarios del Estado, es decir, de nosotros mismos, porque nosotros también somos el Estado: ese 'ellos' de Bertrand de Jouvenel somos nosotros mismos
El Estado es el monstruo más frío de todos los monstruos, como dijo Nietzsche, cuya mentira radica en que quiere hacerse pasar por el pueblo, al que pretende sustituir. Eso que Nietzsche denomina “pueblo” hoy recibe el eufemismo de “sociedad civil”. Y es tal el divorcio existente entre los políticos profesionales y el común de los mortales, que los primeros se sienten como que no forman parte de la sociedad civil, de la que son ajenos.
El Estado se ha convertido en un enemigo, incluso en el Enemigo por excelencia, el enemigo público número uno, el enemigo del pueblo. El Estado, fundido indisolublemente con el Mercado a estas alturas -sector público y sector privado, como dicen los pedantes-, ya no es la solución de los problemas, sino el principal problema que tenemos.
No es el padre bondadoso, papá Estado, del que todo se espera, sino el mal padre, suponiendo que haya padres buenos y malos, como los líderes. Es el padre que nos ha dado la vida y que nos la quita, por eso mismo, porque tiene ius uitae necisque como el viejo paterfamilias de los romanos, como hacía Saturno devorando a los hijos que le nacían, según la mitología clásica.
Hay en latín antiguo un verbo iubilare atestiguado por el gramático Varrón en De lingua Latina VI, 68, que cita como sinónimo de quiritare, especificando que este último era vocablo propio del registro urbano, mientras que el primero lo era del rústico: ut quiritare urbanorum, sic iubilare rusticorum.