Resulta paradójico y también muy sintomático que el Ministerio de la Guerra,
vamos a llamar a las cosas por su nombre, haya publicado
recientemente un documento, Las
Claves del porqué, con el que intenta justificar socialmente su
propia existencia y la del incremento del gasto militar, un gasto
desproporcionado que no ha hecho más que progresar en el peor
sentido de la palabra, si tiene alguno bueno, con este gobierno
progresista. El documento peca de aquello de que el que se excusa de algo, se incrimina a sí mismo de ello: excusatio
non petita, accusatio manifesta.
La crítica contra el Ejército que emprendemos aquí la hacemos desde el antimilitarismo y no desde la no violencia o el mero e ingenuo pacifismo -la pax Romana, o la paz del cementerio no nos conmueve en absoluto- y no excluye sino todo lo contrario
a los cuerpos policiales, cada vez más espectacularmente militarizados y especializados en el mantenimiento del
“orden público” y en luchar contra el “enemigo interior”,
“hostis intus” o “enemy within”, como diría la señora
Thatcher, que condenó nuestro mundo a no tener alternativa.
El documento
se divide en doce cuestiones conceptuales: Las cinco primeras son
redundantes. Son especialmente perversas las cuestiones tercera y cuarta. Empecemos
por esta última que dice que el gasto militar español es absurdo
porque pertenecemos a la OTAN. Justamente es la OTAN la que por
permanecer a ella nos obliga a aumentar nuestro gasto militar.
Cuando
algunos Estados, como el Reino de las Españas, habían disminuido su
gasto militar, viene la OTAN/NATO en la que nos metieron de cabeza
con el consentimiento de una mayoría asustadiza y adoctrinada, pero
nunca de la totalidad, y nos dice que tenemos que ampliar el
presupuesto para sufragar la guerra de Ucrania, por ejemplo, que por
otro lado han atizado para eso con tal finalidad.
Maquiavélica
es la tercera cuestión, que sólo puede entenderse desde una óptica
belicista, y que dice: que nuestros sistemas de defensa son inútiles
porque “no se emplean en guerras y llegan a ser obsoletos sin haber
sido utilizados realmente”. ¡Lo que nos faltaba! No entienden
nuestros mílites que la obsolescencia de los juguetes de guerra
mueve dinero y la obligación de estar siempre al día y de reponer
los cacharros inutilizados, pero parece que de lo que se quejan los
militares es de no poder estrenarlos en algún conflicto que otro.
Las otras
razones, que pueden reducirse al argumento de "o cañones o mantequilla", son las siguientes: (1ª) Las inversiones en defensa van en detrimento de las
correspondientes a sanidad y educación; (2ª) la inversión para la
adquisición de los nuevos vehículos blindados 8x8 detrae recursos
para gasto social; y (5ª) Con el importe de un Carro de Combate Leopardo
podrían adquirirse 440 respiradores.
El 17 de enero de 1936, el
ministro de propaganda hitleriano Joseph Goebbels, citando a Hermann
Göring, señaló que había que gastar más en cañones, «pues
estos nos harán más fuertes, mientras que la mantequilla sólo nos
hará más gordos». (Göring no estaba precisamente delgado). A su vez, Benito Mussolini, llegó a
imprimir carteles en la Italia fascista justificando que en tiempos
de guerra había poca mantequilla, por el gasto militar, con el
expresivo texto de que había que elegir entre «burro (mantequilla)
o cannoni (cañones)».
Los economistas como el premio Nobel Paul
Samuelson reutilizan esta expresión para endilgarnos la teoría del "coste de oportunidad", que nos presenta una elección entre cañones y mantequilla y nos plantea el dilema, dado que los recursos de un Estado cualquiera son limitados, de dónde es preferiblemente invertir en armamento
o en otras cosas (como garantizar una sanidad suficiente y gratuita a toda la población, resolver el problema del hambre en el mundo, o destinar a educación..., siempre y cuando no consista en adoctrinamiento en valores militares, como se hace en la actualidad en casi todos los centros públicos, subvencionados y privados, convirtiéndose así la educación de las futuras generaciones, es decir, el adoctrinamiento, en un arma poderosa cargada de futuro).

Es evidente que el dinero dedicado a
submarinos o tanques no va a invertirse en hospitales, escuelas, respiradores o gasto social. Con
el agravante añadido, además, de que su destino final es la destrucción por activa y
por pasiva o, en el mejor de los casos, la obsolescencia programada.
Así que no nos detenemos mucho en estas consideraciones peregrinas que caen por su propio peso.
Lo cierto es que no hay progreso, paso
hacia delante, sino que estamos dando pasos hacia atrás: los
presupuestos militares aumentan en la medida que la inseguridad y el
belicismo se hacen protagonistas en el escenario internacional al
tiempo que el mismo problema desaparece de los debates en la política
nacional.
Especialmente
espinosa es la cuestión sexta: El Ejército no puede vencer
pandemias ni evitar catástrofes, pero colabora humanitariamente en dichas tareas. El argumentario por así llamarlo
se ilustra con una fotografía de un militar vacunando a una señora,
como si la vacuna sirviera para luchar contra el virus y no
favoreciera precisamente la propagación de la pandemia.
No es el Ejército español el que se defiende en este documento, sino el Ministerio de la Guerra: la misión del Ejército español no es la defensa, sino el ataque.
Hacía Fernando Savater en Las razones del antimilitarismo (1984, edit. Anagrama) la siguiente reflexión: Hoy todavía se nos presenta como el mayor mérito de las banderas el que mucha gente ha dado su vida por ellas y pocos se atreven a ver precisamente ahí la mejor razón para detestarlas. Paso a paso, el papel de los ejércitos nacionales ha ido aumentando no sólo hasta convertirse en símbolos, guardianes y encarnación más propia de la patria, sino también en la finalidad principal del Estado al que supuestamente vertebran. Los Estados modernos, incluso los más pacíficos, viven y trabajan para sus ejércitos. "Toda actividad humana y social no se justifica si no prepara la guerra", decía el brutal Lüdendorff en 'La guerra total' (...)"