Revolviendo el aguardiente con el cazo, conjuramos, azuladas, a las lumbres del infierno, vivas, relampagueantes llamaradas.
Son las lenguas que nos lamen y nos hablan en silencio, y al conjuro, por la boca y por el culo sueltan, fétidos, dos pedos y un eructo.
Por la virgen malcasada con un viejo, por las viudas enlutadas; por las monjas de clausura siempre malenamoradas y las putas;
por los vientres de solteras que no saben qué es el parto, que se secan sin dar fruto, putrefactos, por los virgos corrompidos de las viejas;
por los perros malaspulgas que barruntan y pregonan cuando aúllan nuestra muerte, falsa cosa, y hombreslobo que le ladran a la luna;
por los búhos y lechuzas, por los sapos y culebras, por las brujas malasbabas y beodas, por las meigas que no existen, y hay algunas,
por los cuernos del cabrón, por las barbas y el hedor del gran chivo, que espantamos con el ajo y el crucifijo de plata, ¡vive Cristo!
¡Dios no quiera que esta noche ronde la Santa Compaña en redor de las brasas y las ascuas de esta hoguera y de su vivo resplandor!
¡Que ardan en el aguardiente el pasado para siempre y el futuro! ¡Que el orujo traiga olvido de las cuitas y las pestes de este mundo!
Pues cuando este brebaje baje por nuestras gargantas y el gaznate, nos librará de la magia negra y de sus brujeriles malas artes.
¡Que se vayan los fantasmas, ánimas del purgatorio, muertos vivos! Y al tomar el bebedizo, ¡que se alejen males de ojo, maleficios,
que se vayan al infierno blanco y negro, Dios y el Diablo, bueno y malo! ¡Que nos dejen, por lo tanto, libres del encantamiento y el engaño,
en tan buena compañía como estamos, retozar hasta el alba, al amor del fuego, en paz, esta noche, nochecita de San Juan!
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