viernes, 2 de junio de 2023

Palabrería

    Hay un adagio latino muy célebre que ha sido proclamado por muchas personalidades que dice: RES, NON VERBA. (Cosas, no palabras). El dicho contrapone, por un lado, las cosas, es decir, las realidades, con las palabras, y, por el otro lado, se exige que haya cosas y no palabras, como si los hechos y los dichos fueran cosas -digo bien 'cosas'- diametralmente distintas. Tanto las palabras como las cosas son cosas, y tanto las unas como las otras son palabras.

    Cuando alguien, por lo tanto, dice algo como: Déjate de palabras, y vamos a los hechos, por ejemplo, establece una división entre la teoría y la práctica que no se sostiene, porque la teoría también es una forma de práctica, y esta última admite también la teoría. 

     Pero puede tener algo de reclamación popular cuando se les exige a los políticos que cumplan sus promesas electorales, que se dejen de palabrería con la que nos envuelven, seducen y engañan, y que hagan el cambio que han prometido y que no pueden hacer porque ellos no son la solución del problema, sino parte importante de él, y solo pueden hacer lo que ya está hecho.

    En este sentido resultaba sarcástica aquella pintada creo que era argentina que decía: Basta de realidades, queremos promesas, que vendría a ser lo contrario del adagio latino que citábamos al principio: VERBA, NON RES. El pueblo ya no quiere realidades, quiere palabras, porque la palabra, como dijo el sofista Gorgias en su Encomio de Hélena, es un poderoso soberano (λόγος δυνάστης μέγας ἐστίν), que puede llevar a cabo acciones divinas, como hacer, por ejemplo, que cese el terror, matar las penas, infundirnos alegría, y acrecentar la compasión, pero también puede hacer todo lo contrario, porque es una poderosa droga que puede curarnos o envenenarnos. No en vano se decía en la antigüedad que los sofistas podían hacer ver lo blanco negro y lo negro blanco.

    Se desprecia a veces el valor de la palabra política, contraponiéndola a los hechos, pero la palabra política es el fundamento de la acción política misma, es el hecho que fundamenta todo el sistema. La palabra, o el discurso, o el relato, o la narrativa, no es un sustituto de la acción, es acción ella misma. Decir, lo saben bien los políticos profesionales, es sinónimo de hacer. Gobernar, lo saben bien todos los gobiernos, es mentir, y para mentir hay que hablar, y, si es posible, mucho y haciendo uso de una jerga incomprensible para el pueblo. Vana palabrería. Lo de menos es lo que se diga. 

 

    Hay un chiste clásico de Gila, que apareció en Hermano Lobo, aquel semanario de humor “dentro de lo que cabía”, que no era mucho, en el año 1974, en la que un político está hablando -abriendo la boca y gesticulando- desde una tribuna, y un paisano le pregunta a su vecino: “-¿Qué dice?” El otro le responde: “-No sé, es un discurso.” Y el primero, que ha entendido la respuesta, exclama: “¡Ah!” Con muy pocas palabras está dicho todo. El político no está diciendo nada sustancial, nada relevante, nada importante, pero está hablando, está haciendo uso de la palabra -y por lo tanto, quitándosela a los demás- pronunciando un discurso que no se entiende, por eso el paisano reconoce que no sabe qué está diciendo, porque los discursos son palabrería.

    Pero no debemos despreciar esa palabrería, porque es la que sostiene al sistema: el discurso político sostiene a la polis, es decir, al Estado. En la era del espectáculo, los gobiernos hacen permanentes comparecencias a través de los medios de (in)formación de masas a su servicio porque son conscientes de que la política es básica- y exclusivamente apariencia y palabrería.

    En sus discursos hacen uso de la palabra, una palabra que actúa como un placebo, porque saben que el sistema se sostiene con ella. Es un hablar afirmativo que trata de fomentar la fe en el propio sistema.

 

    Basándonos en la premisa de que la palabra es acción, cabe suponer que se pueda hacer un uso de ella para hacer algo como desmentir al que nos engaña, desestabilizando así el sistema todo que sostiene su discurso y el discurso que sostiene el sistema. Si el sistema se sostiene gracias a la palabra, también gracias a ella puede quizás -¿quien sabe? Pero ahí radica nuestra desesperada esperanza- tal vez tambalearse. Nada nos lo asegura, por supuesto, pero tampoco hay certeza de lo contrario.

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