Cuenta el historiador Tácito en sus
Anales (Libro III, capítulo 6) que el emperador Tiberio tras la llorada muerte de
Germánico intentó que el pueblo pasara página
y dejara de lamentar un luto prolongado que resultaba ya
excesivo y que hasta cierto punto corría el peligro de volverse
subversivo, ya que el pueblo no sólo lamentaba la pérdida de un
príncipe en la flor de la edad, sino que de alguna manera culpaba
indirectamente de ella al propio emperador.
Tiberio publicó a tal
fin un edicto, donde decía, entre otras cosas, que copio de la
esmerada traducción de don José Luis Moralejo: El luto había
sido adecuado al reciente dolor, y bien estaba buscar solaz en la
pena; pero era hora ya de hacer volver el ánimo a la firmeza, al
igual que antaño el divino Julio al perder a su única hija, al
igual que el divino Augusto cuando le fueron arrebatados sus nietos,
había ahogado su tristeza. No había por qué recurrir a ejemplos
más antiguos, de cuántas veces el pueblo romano había sobrellevado
con entereza los desastres de sus ejércitos, las muertes de sus
caudillos, la desaparición total de nobles familias.
Intentaba Tiberio aplacar
así los ánimos de la plebe que lloraba la muerte de Germánico, al
que Tácito llega a comparar para ensalzarlo con Alejandro Magno por su juventud,
apostura y por el tipo de muerte por envenenamiento. Tras la muerte
de Germánico, en efecto, Tácito recrea las emotivas escenas que se
producen en Roma a raíz de la noticia de su enfermedad y su trágico
fin. La llegada de sus cenizas a Italia y su procesión hacia Roma
hacen que se desborde el dolor popular, que contrasta con la
frialdad y el retraimiento del emperador Tiberio, que siempre temió que
Germánico pudiese hacerle sombra. Germánico, de hecho, era un
personaje muy querido por el pueblo por su enorme carisma, a
diferencia del despiadado y aborrecido Tiberio. Asimismo, su viuda Agripina se convertía en
una suerte de heroína doliente y popular.
Tiberio recurre en su
edicto al tópico y célebre argumento de principes mortales, rem
publicam aeternam esse, en
palabras del propio Tácito, lo que viene a decir que los Jefes
de Estado, como seres humanos que son, son mortales; el Estado,
eterno. O, dicho de otra manera, los príncipes de este mundo vienen
y van, pasan, pero el Estado permanece. Lo que, con otras palabras,
dicen los funcionarios del Estado de los gobiernos: estos pasan, mientras ellos
permanecen. Pero los funcionarios, aunque duren más que los
gobiernos, acaban pasando también como mortales que son. Lo
que no queda nunca vacía es la casilla del gobierno, que obliga a
reponer al muerto: a rey muerto, rey puesto. En la traducción
de Moralejo: Los príncipes eran mortales, la república eterna.
¡Qué
sarcasmo que el
propio emperador diga que la república era eterna, cuando ya no
quedaba de ella nada más que el nombre, estando como estamos en el
período que los historiadores de Roma denominan el
principado, a las puertas del Imperio, que resultó al cabo una vuelta a
la monarquía primitiva! Lo que parece eterno es el régimen y no porque deba serlo sino porque nos empeñamos en
que así sea. Y el régimen es el dominio
del hombre por el hombre, el Estado en cualquiera de sus formas, ya
sea monárquico o republicano, lo que viene a ser algo al fin indiferente.
Pero todavía le quedaba
una baza al astuto emperador que era Tiberio, que era el recurso a la distracción y el entretenimiento del
panem et circenses. Por eso
recomienda al pueblo al final de su edicto como si se tratara del
consejo de un padre bondadoso y benévolo que se preocupa por la
salud y el bienestar de sus hijos, a los que pretende consolar y animar: Por tanto debían
volver a sus ocupaciones habituales y, ya que se acercaba el tiempo
de los Juegos Megalenses, también a las diversiones.
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