lunes, 12 de junio de 2023

PRINCIPES MORTALES, REM PVBLICAM AETERNAM

    Cuenta el historiador Tácito en sus Anales (Libro III, capítulo 6) que el emperador Tiberio tras la llorada muerte de Germánico  intentó que el pueblo pasara página y dejara de lamentar un luto prolongado que resultaba ya excesivo y que hasta cierto punto corría el peligro de volverse subversivo, ya que el pueblo no sólo lamentaba la pérdida de un príncipe en la flor de la edad, sino que de alguna manera culpaba indirectamente de ella al propio emperador. 


 
  La muerte de Germánico, Nicolas Poussin (1626-1627)

    Tiberio publicó a tal fin un edicto, donde decía, entre otras cosas, que copio de la esmerada traducción de don José Luis Moralejo: El luto había sido adecuado al reciente dolor, y bien estaba buscar solaz en la pena; pero era hora ya de hacer volver el ánimo a la firmeza, al igual que antaño el divino Julio al perder a su única hija, al igual que el divino Augusto cuando le fueron arrebatados sus nietos, había ahogado su tristeza. No había por qué recurrir a ejemplos más antiguos, de cuántas veces el pueblo romano había sobrellevado con entereza los desastres de sus ejércitos, las muertes de sus caudillos, la desaparición total de nobles familias.

    Intentaba Tiberio aplacar así los ánimos de la plebe que lloraba la muerte de Germánico, al que Tácito llega a comparar para ensalzarlo con Alejandro Magno por su juventud, apostura y por el tipo de muerte por envenenamiento. Tras la muerte de Germánico, en efecto, Tácito recrea las emotivas escenas que se producen en Roma a raíz de la noticia de su enfermedad y su trágico fin. La llegada de sus cenizas a Italia y su procesión hacia Roma hacen que se desborde el dolor popular, que contrasta con la frialdad y el retraimiento del emperador Tiberio, que siempre temió que Germánico pudiese hacerle sombra. Germánico, de hecho, era un personaje muy querido por el pueblo por su enorme carisma, a diferencia del despiadado y aborrecido Tiberio. Asimismo, su viuda Agripina se convertía en una suerte de heroína doliente y popular. 
 
Agripina desembarcando en Bríndisi con las cenizas de Germánico, Benjamin West (1766)

    Tiberio recurre en su edicto al tópico y célebre argumento de principes mortales, rem publicam aeternam esse, en palabras del propio Tácito, lo que viene a decir que los Jefes de Estado, como seres humanos que son, son mortales; el Estado, eterno. O, dicho de otra manera, los príncipes de este mundo vienen y van, pasan, pero el Estado permanece. Lo que, con otras palabras, dicen los funcionarios del Estado de los gobiernos: estos pasan, mientras ellos permanecen. Pero los funcionarios, aunque duren más que los gobiernos, acaban pasando también como mortales que son. Lo que no queda nunca vacía es la casilla del gobierno, que obliga a reponer al muerto: a rey muerto, rey puesto. En la traducción de Moralejo: Los príncipes eran mortales, la república eterna.

    ¡Qué sarcasmo que el propio emperador diga que la república era eterna, cuando ya no quedaba de ella nada más que el nombre, estando como estamos en el período que los historiadores de Roma denominan el principado,  a las puertas del Imperio, que resultó al cabo una vuelta a la monarquía primitiva! Lo que parece eterno es el régimen y no porque deba serlo sino porque nos empeñamos en que así sea. Y el régimen es el dominio del hombre por el hombre, el Estado en cualquiera de sus formas, ya sea monárquico o republicano, lo que viene a ser algo al fin indiferente.

    Pero todavía le quedaba una baza al astuto emperador que era Tiberio, que era el recurso a la distracción y el entretenimiento del panem et circenses. Por eso recomienda al pueblo al final de su edicto como si se tratara del consejo de un padre bondadoso y benévolo que se preocupa por la salud y el bienestar de sus hijos, a los que pretende consolar y animar: Por tanto debían volver a sus ocupaciones habituales y, ya que se acercaba el tiempo de los Juegos Megalenses, también a las diversiones.

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