miércoles, 7 de octubre de 2020

Tancas a la japonesa

La tanca (o tanka, si se prefiere escribir así)  es un poema estrófico japonés compuesto de cinco versecillos de 5,  7,  5,  7 y 7 sílabas en ese orden, del que se desprendieron los tres primeros para dar origen al jaicu o jaicú, sin que por ello dejaran de seguir cultivándose ellas, confiriéndole al jaicu una cierta conclusión o cierre definitorio. Tanto los pentasílabos como los heptasílabos son agudos, lo que no quiere decir que sean especialmente ingeniosos, sino que en su última sílaba recae siempre el acento. En la métrica castellana, el pentasílabo y el heptasílabo oxítonos cuentan como hexasílabo y octosílabo respectivamente, pero no dejan de ser por eso versos de  cinco y de siete sílabas. 
 
Un ejemplo:

Si llego a saber / que llamaba la vejez, / no le abro el portal; / si por mí pregunta, di: / "No conozco a ese señor". 
 
Versión libre de una tanca japonesa anónima, que he conocido en traducción inglesa de Geoffrey Bownans y Anthony Thwaite, tomada de su libro The Penguin Book of Japanese Verse (Londres: Penguin Books, 2009), y que así dice en inglés: If I had known / That old age would call, / I'd have shut my gate, / Replied "Not at home!" / And refused to meet him.

 

He aquí algunas de cosecha propia, donde se respeta la pausa intermedia entre las dos unidades rítmicas: el jaicu inicial 5-7-5, y los dos heptasílabos añadidos como coda:

Érase una vez, / una vez que nunca fue, / que era y ya pasó. / Empezaba el cuento así / y jamás llegaba al fin.

Íbamos los tres, / cuando anochecía ya: / tú, la luna y yo; / junto a la orilla del mar, / olas que vienen y van.

Sorbo, triste, el té / en el Centro Comercial / que es el mundo ya; / aguachirle en infusión / sin aroma ni sabor.

No sé qué iba a hacer / yo sin mí; podría ser / tal que así feliz. / Si ella está, no quepo yo, /  ni ella cabe estando yo.

Vuelven a tañer / las chicharras su canción / una y otra vez; / el verano vuelve a ser / lo que nunca ya será.

Bajo el encinar/ no corría el aire, y yo/ descubrí el amor;/ perdí la virginidad/ y es eso lo que gané.  

Confinado estoy / dentro de mi propio ser, / mi agridulce hogar; / no te vaya yo a infectar, / contagioso dizque soy.

¿Soy feliz? No sé. / Creo que lo fui una vez / y que la olvidé; / no me deja, sin querer, / su recuerdo vivo en paz.

martes, 6 de octubre de 2020

Variaciones sobre tema de Plutarco (Moralia, De cómo se debe escuchar, I, 18)

Tema de Plutarco: γὰρ ὡς ἀγγεῖον ὁ νοῦς ἀποπληρώσεως ἀλλ᾽ ὑπεκκαύματος μόνον ὥσπερ ὕλη δεῖται, ὁρμὴν ἐμποιοῦντος εὑρετικὴν καὶ ὄρεξιν ἐπὶ τὴν ἀλήθειαν.

Versión propia: Pues la mente, como un vaso, no necesita relleno, sino, como la leña, sólo la llama que origine impulso investigador y avidez por la verdad.  

 

 

 Partenón, Frederic Edwin Church (1871)


Variaciones:

Dedica Plutarco su tratado sobre cómo se debe escuchar a su joven amigo Nicandro, recién alcanzada la mayoría de edad tras haber tomado la vestimenta varonil.

 

La naturaleza, le dice Plutarco a su joven amigo, nos dio a cada uno de nosotros dos orejas y una sola lengua, para que menos hablemos y más podamos escuchar.

 

La mente, como el coloño de leña seca, sólo necesita la chispa que la espabile, y que queme y prenda fuego a la hojarasca de las ideas recibidas e inculcadas.

 

La mente no necesita que la rellenemos como si fuera un vaso vacío, sino, al contrario, que derramemos, colmada y atiborrada de ideas como está, su contenido.

 

El impulso que nos mueve a investigar y el apetito por la verdad, esa tierra desconocida, crían en nuestro corazón aborrecimiento hacia la mentira dominante.


La inteligencia, como la leña, aguarda una centella que la encienda a fin de que resplandezca el fuego del conocimiento y destruya la falsedad de las ideas.

 

La mente es como una vasija atiborrada y rebosante de ideas que la colman, que impiden, si no nos desprendemos a tiempo de ellas, la inteligencia de las cosas.

 

Para que una vasija se convierta en un recipiente adecuado para contener un líquido, debe estar no sólo vacía, sino limpia también de posos y trazas anteriores.

 

La mente no es un cáliz presto a llenarse y vaciarse, sino el haz de leña seca que espera la chispa que pueda encender la lumbre que nos ilumine y nos caliente.

 

Hay jóvenes que, una vez emancipados, no logran sin embargo la libertad, sino que se subyugan a sí mismos: tiranos más terribles que pedagogos y maestros. 

lunes, 5 de octubre de 2020

De la democracia, según Cappelletti

Ángel J. Cappelletti (1927-1995), fue doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y profesor de enseñanza secundaria y universitaria. Publicó más de cuarenta libros como fruto de su investigación política y filosófica. Su obra se enfoca hacia dos grandes vertientes: el pensamiento libertario anarquista y la filosofía griega, estudiando a los presocráticos, especialmente a Heraclito, y a Platón, así como autores latinos tales como Lucrecio y Séneca. 


Resulta especialmente interesante su artículo “Falacias de la democracia”, del que ofrezco la siguiente reseña: 

Para los griegos, "democracia" significaba "gobierno del pueblo", como revela la etimología, y eso quería decir simplemente "gobierno del pueblo", pero no de sus "representantes", como se entiende hoy en día. 

Sin embargo, hay que tener en cuenta enseguida que la palabra griega “pueblo (demos)” quería decir el conjunto de todos los ciudadanos atenienses libres y varones mayores de edad, del que estaban excluidos, por lo tanto, todas las mujeres, esclavos y extranjeros afincados en Atenas, así como todos los menores de edad, habida cuenta de las tres lacras de este sistema democrático que restringen el significado de la palabra "pueblo (demos)": esclavitud, familia patriarcal, xenofobia. 


Cuando se compara la democracia directa griega con la democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, siempre indirecta y representativa, se dice que los Estados modernos son mucho más grandes que las ciudades-estado de la antigüedad y que el concepto de pueblo es mucho más amplio, dado que incluye a las mujeres y no hay esclavos, lo que hace en la práctica imposible un gobierno directo del pueblo, que no puede regirse sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder. Pero, apunta Cappelletti, en esa formulación está ya implícita una falacia. ¿Por qué los Estados modernos tienen que ser tan grandes? 

Ya algunos como Rousseau vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia. Y uno de los más ilustres ideólogos de la democracia moderna, Jefferson, sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna. 

Por otra parte, la idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta injusto sin la igualdad económica. Nuestra democracia representativa ignora este hecho. Sería preciso acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. 

 

Ya antes de Marx, los así llamados "socialistas utópicos", como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social. Aunque legalmente todos los votos son equivalentes y todos los ciudadanos iguales, en realidad, nadie deja de ver que esto es un sarcasmo. 

De la desigualdad económica deriva también la desigualdad cultural, lo que hace que en nuestras modernas democracias “y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística.” 

Por otra parte, la inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica, por lo que, subraya Cappelletti, “bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.” 

Quizá la formulación más sugestiva de su artículo sea la siguiente, que subrayo: La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. 

Si el pueblo deja de favorecer con su voto “a quienes le dicen que debe querer”, puede cambiar periódicamente de gobernantes. De esta forma se perpetúa el sistema. El que se ha equivocado no es el gobierno, sino el votante que lo eligió. Cambian los gobiernos para que nunca deje de haber Gobierno. 

Por otra parte, la democracia representativa conlleva en su propio concepto otra grave falacia, mentira o posverdad. ¿Cómo se puede decir que el representante que elegimos, diputado o senador, alcalde o concejal, por referirnos a nuestras elecciones municipales, representa nuestra voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y nuestra voluntad, voluble como es, varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de día en día? 

 

No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa sería automáticamente democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia de una clase política, que es lo que sucede hoy. 

Un representante puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo (non omnia possumus omnes). Sin embargo, en los debates parlamentarios opina y debe decidir sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Si él puede asesorarse gracias a los expertos o "sabios" que tiene a su disposición, y aprender así de quienes saben, también podemos hacerlo sus electores sin necesidad de delegar nuestra ignorancia, como habitualmente hacemos, en ningún represente. 

En general, el elector elige a ciegas, vota listas cerradas de hombres y mujeres que no conoce, cuya actitud, honestidad y modo de pensar ignora. Vota con la fe del carbonero en la dirección de su partido, y cruza los dedos. Pero, si esto es así, -se pregunta Cappelletti- “¿no sería preferible reintroducir la ticocracia* y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.”

*ticocracia: neologismo griego compuesto de τύχη (týche "suerte, azar")   y κρáτος ("dominio, poder") que significa gobierno por sorteo.

domingo, 4 de octubre de 2020

De las mascarillas

“Persona” significa “máscara” en latín. La personalidad, tal que la máscara, es algo ajeno a nosotros, el papel que ponemos en escena en el teatro de la vida.


El dicho latino alicui aliquam personam imponere significa hacerle a uno desempeñar un papel, asignarle la máscara de un personaje, es decir, una personalidad. 

 

La mascarilla, aunque la personalicemos, nos despersonaliza, borra nuestra expresividad, anula nuestra sonrisa, nos impone una personalidad y un personaje. 


Le parecía a Cicerón que los ojos del actor ardían literalmente a través de la inexpresiva máscara: ex persona mihi ardere oculi hominis histrionis uiderentur. 

 

A los portadores del escapulario del Carmen, signo externo de devoción mariana, la Virgen les promete que su alma va a salvarse y no a pudrirse en el infierno.

(Wear a mask and safe your life) Ponte mascarilla y salva no ya tu vida, sino la de los demás, porque el apestado eres tú, aseguran las autoridades sanitarias. 

 

La segunda ola, desaparecida ya la epidemia en la vieja Europa, consiste en la secuela de efectos secundarios y colaterales, peores que la propia enfermedad. 

 

-¿Cómo es posible que el virus se ensañe con tanta virulencia en España, el país que aplicó el cerrojazo más severo del mundo? -Por esa misma e idéntica razón.

 

Que nos obliguen a portar mascarilla y a sumar a su precio el Impuesto de Valor Añadido del 21% revela la intimísima relación que hay entre Estado y Capital.

 

Si no se sanciona al que infringe la ley, que no simple recomendación, de portar mascarilla, la mayoría democrática y obediente se siente y se ve como estafada.

 

El vudú sólo hace mella en los que creen en él, como el agua de la fuente de la Virgen de Lourdes, que sólo cura a los que tienen fe, no a los descreídos. 

 

Tesis doctoral por escribir: Ritos (ablución de manos, distancia social...) y amuletos (mascarilla) que, so pretexto científico, crean una nueva religión. 

 

"Wear a mask or go to jail" 

La mascarilla no nos libra del virus, sino de multa, detención o reproche de los afirmacionistas, que son creyentes a pies juntillas en el relato del gobierno.

 

La mascarilla es un amuleto como el devoto escapulario de la Virgen del Carmen, talismán al que se atribuyen poderes mágicos, vano exorcismo contra el virus. 

 

La epidemia ya había concluido en el país pero no las medidas excepcionales y desproporcionadas que había impuesto el gobierno a la gente a fin de someterla.


El éxito pandémico: todos estamos apestados porque los que no lo están en acto, lo están en potencia. Todos somos, aunque no lo seamos de hecho, contagiosos.

 

El éxito de la pandemia consiste en considerarnos a todos contagios por activa y por pasiva, bien en acto o bien en potencia, según la falacia aristotélica. 

 

El arte médica se ha vuelto profiláctica en vez de curativa. No trata enfermedades, se dedica a prevenirlas; a tal fin necesita, para que existan, inventarlas. 

 

La gran peste de Marsella de 1720 supuso el primer confinamiento general de una ciudad: murió la mitad de su población y la plaga se propagó por la Provenza.

sábado, 3 de octubre de 2020

Gracias al Gobierno

Salus populi suprema lex esto: que la ley suprema sea la salvación (en el sentido de salud y de seguridad) del pueblo. Esta máxima del derecho público romano, inspirada probablemente en una de las leyes de las XII tablas, viene a justificar cualquier medida que se tome, aunque sea de dudosa legalidad, con tal de salvar al pueblo. 

Se han empeñado en salvarnos, maldita la falta que nos hacía. Todos los gobiernos quieren salvar a sus pueblos, como el pastor a su rebaño. ¿Por qué y para qué será? Conviene preguntárselo. 


A tal fin las autoridades sanitarias nos han dado instrucciones terapéuticas: el arresto domiciliario, uso de mascarilla y guantes, y la práctica del hábito de Poncio Pilatos de lavarse compulsivamente las manos con agua y jabón o con una pócima hidroalcohólica, para finalmente poder ingresar en la tierra prometida de la Nueva Normalidad. 

El aspecto más estupefaciente de la crisis del virus ha sido la manipulación de la opinión pública. Parece mentira, pero no lo es, cómo, ante la amenaza del monstruo desconocido, ubicuo e invisible que bautizaron como Covid-19 como si fuera el nombre de un robot de película de ficción científica, la gente ha aceptado resignadamente cambiar su modo de vida, costumbres, proyectos profesionales y hasta comportamientos afectivos a cambio de la mera supervivencia. 

Hemos aceptado vergonzosamente, como decía Juvenal en una sátira, el mayor de los males posibles: propter uitam uiuendi perdere causas: perder la razón y el sentido de la vida, aquello por lo que vale la pena vivir, para asegurarnos la supervivencia

En pleno siglo XXI estamos asistiendo a la puesta al día del sistema que se estaba quedando obsoleto. Tiempos convulsos estos, malos tiempos para la lírica, como todos, en los que somos testigos de la transición de lo analógico a lo digital o numérico. 

Ahora casi todo se hace utilizando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, hasta nuestra propia firma, que era lo más sagrado y que debía ser presencial y de puño y letra, como se decía antaño, y que ha pasado a digital y virtual. 

Se pretende la eliminación física del dinero efectivo y metálico, lo que no significa, que nadie se llame a engaño, la desaparición del vil metal, que eso es una posverdad o bulo subido a la Red, sino sólo su transustanciación o conversión numérica en un artículo de fe, sustituyéndose billetes de banco y monedas, calderilla al fin y a la postre, por las tarjetas de débito y crédito, pero ni siquiera en su forma material plástica, ya que bastará con su número para poder operar. 

Muchas tiendas y pequeños negocios se cierran, lo que no supone tampoco la desaparición del comercio, que nadie se llame a engaño tampoco con esto, sino en todo caso la desaparición del pequeño comercio en favor del grande, que evoluciona hacia la transacción comercial en línea, que es más cómoda porque no necesitamos salir de casa, donde nos sentimos seguros como en la burbuja del claustro materno, ni manejamos el vil metal, que es fuente de contagio vírico, sino la tarjeta (y ni siquiera físicamente, que también podría contagiarnos, sino sólo el número asignado) y, además, nos sirven la compra y la comida si es preciso a domicilio, así como la atención médica vía telefónica. ¿Qué más podemos desear?

Adiós, pues, al supermercado haciendo cola en fila india, guardando la distancia de seguridad, con mascarilla y guantes y esperando a que el Cancerbero de turno nos deje entrar al templo del consumo cuando haya salido otro cliente. 

Ya nos habían advertido las autoridades sanitarias de que no hacía falta hacer la compra todos los días, que podía hacerse previsoramente una vez a la semana. Y que empeñarse en comprar el pan nuestro de cada día a diario era un acto egoísta y poco solidario, que nos ponía en peligro a todos. Podía, por ejemplo, comprarse el pan semanalmente, guardarse en el congelador y descongelarse cada día. O podía consumirse un pan de molde que se conserva tierno durante mucho tiempo. 

Otro de los cambios que ha llegado para quedarse (y para que todo siga al fin y a la postre igual, cuando no peor) es el teletrabajo o el enemigo metido en casa, que supone una vuelta de tuerca a nuestra explotación laboral, desde el momento en que coinciden explotador y explotado: los horarios, la rutina y el relativo control los ejerce el propio trabajador sobre sí mismo, sobre el que sigue planeando la figura abstracta del jefe, lo que implica mucha presión, y la entrada del ámbito público en el privado. 

"Que triunfe la salud y que se muera el mundo" 

En cuanto a las instituciones tradicionales de enseñanza, irán perdiendo peso las lecciones presenciales y magistrales en favor de las virtuales a distancia, reduciéndose su labor a la formación profesional y a la consiguiente expedición de titulaciones académicas. 

Las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza favorecerán el autodidactismo, y desaparecerán definitivamente las figuras tradicionales del maestro y sus discípulos. 

El distanciamiento social es un concepto nuevo, quizá el más importante dentro de esta “nueva normalidad” que se nos impone, que favorecerá las videoconferencias, el cibersexo, la participación en todo tipo de foros digitales y los contactos virtuales. 

El distanciamiento social supone la desaparición de la sociedad como tal y su sustitución por las llamadas redes sociales, donde no hay amigos sino simples contactos eventuales, todos hikikomori con agorafobia, cuyos pensamientos se reducen a breves mensajes, emoticonos o likes, a idioteces como este comentario conformista sobre el confinamiento decretado por el gobierno que circula por la Red apelando a la responsabilidad civil: "Me flipa muchísimo (así, literalmente) la cantidad de gente que entiende el confinamiento como una restricción del gobierno (que es lo que es porque no es otra cosa, comentario mío entre paréntesis) y no como una responsabilidad civil".


La relación entre el médico y el paciente también será cada vez más virtual, rehuyendo en la medida de lo posible el contacto contagioso. Se impondrán el control biométrico y los diagnósticos médicos a distancia. Se exigirán certificados de buena salud, como antaño se exigían de buena conducta.

La máxima seguridad garantizada nos ha salvado de morir de virus coronado-19 o Sars-Cov-2, pero no somos inmortales, no nos engañemos con esto. Moriremos de muerte “natural” o de cualquier otra cosa, pero moriremos sanos y libres de la pandemia, cueste lo que cueste. Y todo gracias al gobierno.

viernes, 2 de octubre de 2020

Batería de mensajes políticos contra el confinamiento

Ejército y policía por doquier. Confinamiento. Retórica militar del Presidente del Gobierno: guerra, victoria, batalla, armas, primera línea, enemigo. 

No hay eufemismo peor que a morir llamarlo perder la vida, resaltando la pérdida, cuando a veces lo que se pierde, paradójicamente, es lo que se gana.

Exceso de información y opiniones tertulianas idiotizantes de todo hijo de vecino, multiplicadas y replicadas hasta la saciedad en las redes sociales, vomitivo.

Otorgan al virus, entidad microscópica que desafía fronteras nacionales e individudales, el mayor atributo de soberanía y poder absoluto: la monárquica corona.



Confinada la familia en el arca de Noé, las relaciones virtuales asépticas sustituyen a las poco higiénicas reales; la calle se ha vuelto peligrosa. 

Propaganda institucional: ¡Ánimo, vecinos, lo estáis haciendo muy bien como campeones! Vamos a ganar esta guerra juntos. El virus no pasará. ¡Resistiremos! 

El confinamiento, que quiere evitar el contacto/contagio personal con la imposición del distanciamiento social, nos encapsula en una burbuja de cristal. 

Todos somos enfermos para el ogro filantrópico del Estado Terapéutico, aunque no presentemos síntomas, portadores asintomáticos del virus que somos o seremos. 

La medicina oficial fomenta la enfermedad y su amenaza en el futuro que justifica la profilaxis para su propia subsistencia médica, farmacéutica y corporativa. 



Enfermos crónicos, clientes del sistema sanitario y su farmacopea, incapaces de sobrellevar ni un vulgar episodio de gripe ni un momentáneo estado de tristeza. 

El virus coronado, que se ha viralizado, es, como Dios, ubicuo. Somos sus anfitriones, conscientes o no. No desea matarnos, sino solamente nuestra hospitalidad. 

Cacarean que la clausura es para evitar contagios, pero, cuando nos sancionan por salir a la calle solos o con alguien con quien convivimos, falla el argumento. 

Repiten hasta la saciedad, tratándonos paternalmente como a tontos colegiales, que debemos quedarnos en casa por nuestro propio bien y por el de los demás. 



Parodiando a Octavio Paz: el Estado del siglo XXI es el ogro filantrópico, más poderoso y terrible que los antiguos imperios y sus viejos déspotas y tiranos.  

¿Quién teme la privación de libertad en la cárcel después de haber pasado cuarenta días y sus noches como Noé durante el diluvio universal en el arca confinado? 

Pierde el Norte el navegante que deja de ver la estrella Polar, que señala ese punto cardinal. La desorientación conlleva también la lamentable pérdida del Sur.

Sólo la mala noticia es noticia, por eso los medios de comunicación las necesitan para llenar el vacío de sus tiempos y espacios, las codician, las celebran.

Síndrome de Estocolmo: Veneramos al ogro filantrópico que nos confina imponiéndonos la agorafobia como forma de higiene social y manteniéndonos bajo secuestro.

jueves, 1 de octubre de 2020

Taller de métrica (I)

Vamos a jugar un poco con los hexasílabos castellanos y su doble  posibilidad de esquema rítmico.  Que no nos engañe el que se escriban emparejados de dos en dos formando un verso aparentemente mayor de doce sílabas, un dodecasílabo, porque hay una cesura que divide el número 12 en 6 más 6, y que se sugiere con un doble espacio blanco entre los falsos hemistiquios.

Las dos primeras estrofas son hexasílabos trocaicos (+ - + - + -),  una tripodia trocaica o, como decían los antiguos, un itifálico (como en el villancico popular Dale, dale, dale,  dale a la zambomba; / dale, dale, dale  hasta que se rompa)  mientras que las dos últimas son reizianos, es decir, telesileos catalécticos o privados de la última sílaba (- + - - + -), como aquellos de don Antonio Machado: Adiós para siempre    la fuente sonora, / del parque dormido    eterna cantora. / Adiós para siempre;     tu monotonía, / fuente, es más amarga    que la pena mía, o aquellos otros del poeta romántico don José Zorrilla: Yo voy por los mares    sin rumbo ni puerto. / No tengo ni sino    ni horóscopo cierto. / De nadie soy siervo,    de nadie señor.  
 
Lo habitual es que en el hexasílabo castellano se confundan ambos esquemas y se usen indistintamente, no como aquí hacemos, que los hemos separado para que se sientan distintos al oído. En primer lugar veamos, si no podemos oírlos y escucharlos, los hexasílabos trocaicos:
  
Ha venido mayo,     bienvenido sea, 
vuelve ya el buen tiempo     con la primavera: 
pájaros que trinan,     mieses que verdean, 
campos florecientes     antes de la siega. 

 Ya las golondrinas     trazan, blanquinegras, 
rutas en el cielo,     caprichosas sendas, 
y, nocturnos, cantan     otra vez sus penas 
grillos infantiles     a la luna llena. 


Y a continuación los reizianos o telesileos catalécticos:
 
Barrunta y crotora     la sabia cigüeña 
que anida en las torres     de viejas iglesias:
"Son tantos mis años     y tantas mis penas
y mis desengaños     que pierdo la cuenta: 

Por miedo a enfermarse,     de miedo se enferma. 
Por miedo a la muerte,     será lo que sea, 
que nadie lo sabe,     futura condena, 
me muero de miedo,     se muere cualquiera". 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Inteligencia asintomática

La palabra “asintomático” está de moda. Se oye y se lee más que nunca por doquier. La Real Academia la define como propia de la jerga médica: “Que no presenta síntomas de enfermedad.” En efecto, si descomponemos la palabra en sus elementos significativos para analizarla, está formada con el prefijo negativo a(n)-, que incorpora la negación al término, por lo que es sinónimo de no-sintomático, sin síntomas

Vamos, pues, al síntoma, que es el meollo del vocablo y que se define como “manifestación reveladora de una enfermedad” y en sentido más general como “señal o indicio de algo que está sucediendo o va a suceder”.  

 Anatomía de un hombre herido, Daniel Hagerman (siglo XV)

Si recurrimos ahora al expediente etimológico, vemos que síntoma procede del griego σύμπτωμα, vía latina symptōma, pero conservando la acentuación griega, no sé si por afán puramente conservador, por pedantería esdrujulista o por ambas cosas, ya que debería ser llana, habida cuenta de la ley de la penúltima latina, que es larga.

Los periodistas y políticos hiperculteranos prefieren utilizar el palabro “sintomatología” en lugar de “síntomas”, en frases como “La enfermedad presenta una sintomatología...” en vez de lo normal que sería “...unos síntomas...” porque parece que son más leídos cuantas más palabras polisilábicas metan, y sín-to-mas sólo tiene tres sílabas mientras que sin-to-ma-to-lo-gí-a tiene siete. 

Es propio, en efecto, de la pedantería de la verborrea políticamente correcta utilizar palabras más largas que un día sin pan. Por eso se oye decir y se lee “problemática” en vez de “problemas”, “analítica” en vez de “análisis”, “temática” en vez de “tema”, y hasta “climatología” en vez de “clima”. 


Volviendo al σύμπτωμα / symptōma: El grupo consonántico interno -μπτ- -mpt- se ha simplificado en -nt- para mayor comodidad en la pronunciación. El término síntoma se encuentra entre nosotros desde 1607. Es un compuesto del prefijo σύν-, equivalente del latino cum- y, por lo tanto, de nuestro con- y del verbo πίπτω, cuya raíz no reduplicada es πτω, que significa “caer”, más el sufijo -μα -ματος, del mismo origen indoeuropeo que el latino -men / -mentum,  que indica resultado de la acción verbal, por lo que propiamente equivale a "coincidencia" o "concurrencia".

El verbo griego συμπίπτω quiere decir “yo caigo juntamente, coincido, concurro”. Σύμπτωμα, sustantivo derivado de ese verbo,  está documentado en griego a partir de finales del s. V a. C. en historiadores, en los que significa, con connotación negativa, "infortunio", o "desgracia"; después en filósofos como Epicuro "atributo", "propiedad", "fenómeno concomitante", y un poco más tarde en textos propiamente médicos "fenómeno revelador de una enfermedad".

Galeno, por ejemplo, en su tratado De symptomatum differentiis K. 7. 50 diferencia el síntoma de la enfermedad (νόσημα nósēma en griego) comparándolo con las sombras: los síntomas son como las sombras que acompañan a la enfermedad principal, pero no son ella misma.    

Si hacemos caso a Heraclito (“común es a todos el pensar”), todos tenemos una razón, inteligencia o sentido comunes λόγος, pero esta facultad suele estar mermada por las opiniones personales. Podríamos decir que en la mayoría de los casos es asintomática, es decir, no presenta síntomas o indicios de ello, porque hay algo, que es la “inteligencia privada” que la empaña y nos vuelve irracionales (“pero, siendo la razón común, viven los más como teniendo un pensamiento privado suyo”). 


¿Por qué algunas personas, muchas, la inmensa mayoría, no presenta síntomas, es decir, indicios, señales, de esa inteligencia y razón, algo que nos es común a todos los seres racionales? Muy sencillo: porque tienen ideas propias, que son la enfermedad de la razón: la ignorancia o creencia de que se sabe. Heraclito acuña este concepto de idea propia como ἰδίη φρόνησις o pensamiento privado, que configura su idiotismo, y ese idiotismo, etimológicamente hablando, es bastante sintomático: presenta unos síntomas (no vamos a decir una sintomatología, que sería harto pedante) muy claros: son las ideas propias que se hace uno de las cosas.

La palabra “idiota” no significa otra cosa que aquel que forma sus propias ideas, unas ideas que expresa en su propio idioma o idiolecto, y que como ideas fijas que son impiden la puesta en marcha del razonamiento común, como rémoras que se aferran a la nave y no la dejan navegar. Téngase en cuenta que si la inteligencia es en muchas personas asintomática,  eso se debe a que la idiotez o idiocia sí que son sintomáticas.

martes, 29 de septiembre de 2020

Vizcaya se escribe con be

Resulta que ahora Vizcaya debe escribirse con be de burro y no con uve de vaca. Su Majestad el Rey, hoy emérito y huido de España, sancionó con su firma en 2011 una ley que ordenaba y mandaba que los españoles (y supongo que las españolas también, no sé cómo pudo pasárseles este significativo lapsus de corrección política a quienes redactaron el documento) denominaran a las provincias vascongadas oficialmente, no con su denominación tradicional castellana, sino en vascuence, lo que es lógico cuando se escribe en esa lengua, pero no tanto cuando se escribe en la de Cervantes.
 
¿Qué dijo la Real Academia Española de la Lengua? Nada. Calló, entre tanto, guardando un mutismo sepulcral hasta la fecha, habida cuenta, supongo, de que era una medida política y no gramatical, y considerando, por lo tanto, que no tenía mucho que decir. Se trataba de imponer a las administraciones del Estado y a los periodistas y medios afines de manipulación de la opinión pública la norma de escribir los nombres propios de las localidades de las comunidades autónomas con lengua propia su nombre y ortografía en su propia lengua: A Coruña en vez de La Coruña, Lleida en vez de Lérida y ahora Bilbo en vez de Bilbao.

Ya no vale, pues, escribir Guipúzcoa, sino que hay que escribir Gipuzkoa, lo que leído por un castellano parlante sería Jipuzcoa. Y hay que escribir Vizcaya en vascuence, o sea Bizkaia, con ka de kilo, i latina y no griega, y con be de burro oficialmente, lo que no deja de ser una falta de ortografía de grueso calibre para el castellano-escribiente. 

En el caso de Álava, la denominación oficial será Araba/Álava, también en el primer caso con be de burro y sin tilde esdrújula, obligatoria como se sabe en la lengua de Cervantes, donde se acentúan todas las proparoxítonas.

«Mando a todos los españoles, autoridades y particulares, que guarden y hagan guardar esta ley». Yo, desde luego, no pienso hacerlo. Es como si me mandaran escribir oficialmente –o sea, de oficio y de facto- Deutschland en vez de Alemania. Ya sé que en alemán se escribe Deutschland, pero en mi lengua, que es el castellano, más conocido como español a secas fuera de nuestras fronteras, se dice y se escribe Alemania. 

Me permito recordarles a Sus Majestades los Reyes, al emérito y huido, hoy en paradero desconocido, y al que sucedió al emérito y fugado, su hijo y heredero, que en la lengua no puede pretender mandar él, porque en la lengua no manda ni Dios: la lengua es un don gratuito, quizá lo único que se nos da gratis et amore a todos cuando nacemos. Claro está que cuando decimos que en la lengua no manda nadie nos referimos a la lengua hablada, porque la escritura es otro cantar: ahí sí que hay autoridades políticas y académicas que nos dicen cómo hay que escribir, siguiendo unos criterios completamente obsoletos que nos obligan a escribir en castellano "extraño" (y los hay que convenientemente adoctrinados se esfuerzan en pronunciar incluso "ekstraño") en lugar de "estraño" que es lo que nos sale a poco que nos descuidemos.
 
Y ahí, en el tesoro común de la lengua hablada, donde no hay faltas de ortografía, el único soberano no es usted, Majestad, sino el pueblo auténticamente soberano. Ni siquiera la Academia, que siempre se disculpa diciendo que no pretende ser normativa sino descriptiva, aunque acabe convirtiéndose en prescriptiva por la pretensión que tienen los de arriba de imponerse sobre los demás, lo mismo que la lengua escrita sobre la hablada. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Recuento de La máscara de la Muerte Roja de Edgar Allan Poe

El príncipe Próspero y otros mil nobles cortesanos se confinaron en una abadía fortificada para aislarse y escapar de la terrible epidemia de peste que azotaba y asolaba el país con gran ensañamiento. Los más viejos no recordaban una epidemia tan asoladora y espantosa como aquella.
 
El príncipe y los caballeros y damas de su corte, indiferentes a los sufrimientos del populacho, tenían la intención de esperar el fin de la plaga en el lujo y la sensación de seguridad que les brindaba la sólida y altísima muralla que circundaba la abadía, su refugio, después de haberse aprovisionado convenientemente para una larga permanencia y acerrojado su puerta de hierro, dejando fuera a la Muerte Roja, que es como llamaban los lugareños a la peste. Desafiaban así el príncipe y sus cortesanos el contagio del mundo exterior con aquellas precauciones.
 
Una noche, al cabo de cinco o seis meses de confinamiento, cuando la peste causaba los más terribles estragos, Próspero organizó un baile de máscaras para entretener y divertir a sus amigos invitados. El baile de disfraces se celebraría a lo largo y ancho de siete habitaciones de la gótica abadía. Cada una de las estancias estaba decorada e iluminada con un gusto exquisito por unos braseros colocados justo delante de las ventanas que daban un color específico a la cámara: azul, púrpura, verde, naranja, blanco y violeta, las seis primeras respectivamente. La séptima y última sala estaba decorada en tonos negros, iluminada por una luz escarlata que evocaba el de la sangre.
 
Muy pocos huéspedes se aventuraban hasta el séptimo aposento, donde se yergue un gran reloj de ébano que resuena al cabo de sesenta minutos, que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye. Cuando da la hora, la orquesta interrumpe la música y las parejas dejan de bailar y de hablar y se hace un silencio sepulcral. El eco retumba solemne en ese momento en toda la abadía. Cuando acaba el repique, se reanuda la mascarada como si no hubiera pasado nada. 
 
La máscara de la Muerte Roja, Harry Clarke (1919)
 
A medianoche sonaron, pausadas y ceremoniosas, en el carillón del aposento de terciopelo las doce campanadas. El príncipe advirtió entonces la extraña silueta de un misterioso invitado en un traje oscuro que no recordaba haber visto nunca antes que estaba como salpicado de sangre, cuyo roidículo y sórdido disfraz semejaba una mortaja ensangrentada. Próspero, creyendo que el misterioso huésped que no recordaba haber visto nunca antes y no creía haberlo invitado, era un ladrón que había entrado furtivamente de noche en la abadía, le exige que se desenmascare inmediatamente a fin de revelarle su identidad. 
 
-¿Quién se atreve -preguntó el príncipe-, quién se atreve a insultarnos así con su presencia? ¡Desenmascaradlo -gritó a los invitados-, para qué sepamos quién se esconde detrás de ese ridículo disfraz!
 
Los bailarines, demasiado aterrados para acercarse a la siniestra figura, la dejan pasar a través de las seis cámaras.
 
El príncipe persigue al intruso con una daga mientras este atraviesa los salones sin que nadie se atreva a cortarle el paso, hasta llegar al último de terciopelo. Cuando la figura se vuelve hacia él, el puñal resplandeciente cae sobre la negra alfombra, el príncipe deja escapar no un grito agudo, sino un alarido de horror, y cae acto seguido muerto fulminado. 
 
El príncipe Próspero ante la Muerte Roja, Arthur Rackham (1935)
 
Los cortesanos, aterrorizados, convergen en el cuarto negro y desenmascaran al sangriento personaje. Descubren, no sin espanto, que no hay nada debajo de la máscara cadavérica y del sudario. Entonces comprendieron que la misteriosa figura que no había sido invitada a la fiesta era la misma Muerte Roja. Creyeron que la habían dejado fuera de la abadía, y resultó que estaba dentro, encerrada con ellos entre aquellos muros impenetrables, ya que ella era la auténtica anfitriona, dueña y señora de aquellos dominios, y no el príncipe Próspero, quien los había a todos convidado. Y ahora todos iniciaban lentamente otro baile al son de las notas inconfundibles de la fúnebre melodía que empezaba a sonar misteriosamente de la vieja y macabra danza de la muerte.