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lunes, 5 de octubre de 2020

De la democracia, según Cappelletti

Ángel J. Cappelletti (1927-1995), fue doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y profesor de enseñanza secundaria y universitaria. Publicó más de cuarenta libros como fruto de su investigación política y filosófica. Su obra se enfoca hacia dos grandes vertientes: el pensamiento libertario anarquista y la filosofía griega, estudiando a los presocráticos, especialmente a Heraclito, y a Platón, así como autores latinos tales como Lucrecio y Séneca. 


Resulta especialmente interesante su artículo “Falacias de la democracia”, del que ofrezco la siguiente reseña: 

Para los griegos, "democracia" significaba "gobierno del pueblo", como revela la etimología, y eso quería decir simplemente "gobierno del pueblo", pero no de sus "representantes", como se entiende hoy en día. 

Sin embargo, hay que tener en cuenta enseguida que la palabra griega “pueblo (demos)” quería decir el conjunto de todos los ciudadanos atenienses libres y varones mayores de edad, del que estaban excluidos, por lo tanto, todas las mujeres, esclavos y extranjeros afincados en Atenas, así como todos los menores de edad, habida cuenta de las tres lacras de este sistema democrático que restringen el significado de la palabra "pueblo (demos)": esclavitud, familia patriarcal, xenofobia. 


Cuando se compara la democracia directa griega con la democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, siempre indirecta y representativa, se dice que los Estados modernos son mucho más grandes que las ciudades-estado de la antigüedad y que el concepto de pueblo es mucho más amplio, dado que incluye a las mujeres y no hay esclavos, lo que hace en la práctica imposible un gobierno directo del pueblo, que no puede regirse sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder. Pero, apunta Cappelletti, en esa formulación está ya implícita una falacia. ¿Por qué los Estados modernos tienen que ser tan grandes? 

Ya algunos como Rousseau vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia. Y uno de los más ilustres ideólogos de la democracia moderna, Jefferson, sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna. 

Por otra parte, la idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta injusto sin la igualdad económica. Nuestra democracia representativa ignora este hecho. Sería preciso acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. 

 

Ya antes de Marx, los así llamados "socialistas utópicos", como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social. Aunque legalmente todos los votos son equivalentes y todos los ciudadanos iguales, en realidad, nadie deja de ver que esto es un sarcasmo. 

De la desigualdad económica deriva también la desigualdad cultural, lo que hace que en nuestras modernas democracias “y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística.” 

Por otra parte, la inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica, por lo que, subraya Cappelletti, “bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.” 

Quizá la formulación más sugestiva de su artículo sea la siguiente, que subrayo: La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. 

Si el pueblo deja de favorecer con su voto “a quienes le dicen que debe querer”, puede cambiar periódicamente de gobernantes. De esta forma se perpetúa el sistema. El que se ha equivocado no es el gobierno, sino el votante que lo eligió. Cambian los gobiernos para que nunca deje de haber Gobierno. 

Por otra parte, la democracia representativa conlleva en su propio concepto otra grave falacia, mentira o posverdad. ¿Cómo se puede decir que el representante que elegimos, diputado o senador, alcalde o concejal, por referirnos a nuestras elecciones municipales, representa nuestra voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y nuestra voluntad, voluble como es, varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de día en día? 

 

No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa sería automáticamente democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia de una clase política, que es lo que sucede hoy. 

Un representante puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo (non omnia possumus omnes). Sin embargo, en los debates parlamentarios opina y debe decidir sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Si él puede asesorarse gracias a los expertos o "sabios" que tiene a su disposición, y aprender así de quienes saben, también podemos hacerlo sus electores sin necesidad de delegar nuestra ignorancia, como habitualmente hacemos, en ningún represente. 

En general, el elector elige a ciegas, vota listas cerradas de hombres y mujeres que no conoce, cuya actitud, honestidad y modo de pensar ignora. Vota con la fe del carbonero en la dirección de su partido, y cruza los dedos. Pero, si esto es así, -se pregunta Cappelletti- “¿no sería preferible reintroducir la ticocracia* y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.”

*ticocracia: neologismo griego compuesto de τύχη (týche "suerte, azar")   y κρáτος ("dominio, poder") que significa gobierno por sorteo.