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sábado, 3 de febrero de 2024

El zorro en el gallinero

   Al director del departamento de personal y recursos humanos le impresionó y sorprendió muy favorablemente el impecable currículum que presentaba aquel candidato, hasta tal punto de que lo contrató inmediatamente para ocupar el puesto vacante de responsable o encargado (palabras preferibles a "jefe"*) de seguridad de la granja de explotación avícola, felicitándole por su fulminante promoción y ascenso laboral.

    Le había extrañado que un Zorro aspirara al cargo de Gallo del corral y guardián del gallinero, como se denominaba antaño, pero, como le explicó el candidato, él no se autopercibía como lo que parecía a simple y primera vista, un zorro común o rojo (vulpes vulpes de la familia de los vulpinos), sino que se veía a sí mismo desde su más tierna niñez como un gallo (gallus gallus domesticus) aprisionado en un cuerpo extraño, que todavía no había realizado la transición específica. Y consciente del latinajo esse est percipi, es decir, que el ser o la esencia (esse) consiste en ser percibido, nadie podía negarle a él el derecho propio a percibirse a sí mismo como un gallo doméstico, como se sentía, sin importarle lo que creyeran los demás.  Había el candidato, aclaró, presentado en el Registro Civil su deseo de inscribirse como lo que era: Gallo. El funcionario no podía dudar de su palabra sin incurrir en un delito de odio, así que sin ninguna exigencia de informe pericial registró al Zorro como Gallo en riguroso cumplimiento de la ley trans-específica. 

 

     Tenemos, pues, al Zorro convertido en el guardián de la empresa aviaria, metido literalmente en el gallinero. Tenemos, pues, al enemigo en casa, pensaron pollos y gallinas aterrados nada más verlo. ¡Qué paradoja! El viejo Señor Zorro de las fábulas de Esopo y de Fedro, y de sus epígonos Iriarte, Samaniego y La Fontaine, entre tantos otros, el raboso o raposo (o la raposa, si se prefiere), ese viejo y astuto emprendedor de fechorías, ese fementido matador de pollos y gallinas, ha sido ascendido de categoría en el escalafón empresarial, convertido en el Gallo guardián del gallinero.

   Las gallinas cacarearon aterrorizadas nada más verlo víctimas de un ataque de pánico y echaron a correr despavoridas, intentando volar a ras de suelo, preocupadas por sí mismas y sus polluelos. Él para tranquilizarlas las reunió y les dijo que no tuvieran ningún temor, y que no se fíaran de las apariencias, siempre engañadoras.

    "Aunque tenga aspecto de zorro, dijo, no lo soy, dado que en mi fuero interno me siento gallo de las patas a la cresta desde que nací, y os confieso como prueba de mi buena fe que me he vuelto no solo vegetariano y no consumo por lo tanto ni carne ni pescado, sino también vegano, es decir, que prescindo, además, en mi dieta de todo producto de origen animal: de lácteos, de miel y de los huevos".

    Las gallinas, algo más tranquilas aunque todavía incrédulas por sus palabras, aplaudieron aleteando sin embargo.

  "Y, además, prosiguió, os ruego encarecidamente que no veáis en mí un superior jerárquico, sino un camarada más cuya misión es protegeros de los peligros exteriores, porque dentro del gallinero no hay ningún peligro que temer. Os ruego finalmente que confíéis en mí, que seáis tolerantes y que abandonéis vuestros prejuicios a fin de que entre nosotros haya igualdad real y efectiva sin ninguna discriminación por ninguna razón, pues, insisto, aunque veáis en mí un zorro que tiene aspecto de zorro, puedo enseñaros el certificado oficial -se lo muestra- que acredita mi condición legal de ave gallinácea como consta en el Registro Civil, y este contrato laboral que me nombra jefe del servicio de seguridad del gallinero".

    Las gallinas, acabado el discurso, aplaudieron y respiraron con alivio. Esa noche se recogieron temprano, como de costumbre, y durmieron descuidadas. 

    A la mañana siguiente, se hallaron muchas plumas ensangrentadas por el suelo y menos pollos y gallinas, pero se había cumplido la ley escrupulosamente.

    Ante esto las gallinas supervivientes sólo podían hacerse una pregunta, la misma que se hacía en una sátira Juvenal hace dos mil años y nos hacía a nosotros, porque hoy es siempre todavía: Sed quis custodiet ipsos custodes? ¿Pero quién vigilará a los propios  vigilantes?
 
 
 oOo
 
[Nota etimológica: *Si el término líder, adaptación castellana de leader, sustituyó a jefe, que remonta al latín caput 'cabeza', so pretexto de que el líder es ante todo un compañero, uno más, y no sólo el jerarca que guía al rebaño, ahora reaparece oculto bajo el acrónimo de moda CEO (Chief Executive Officer), que es otro anglicismo simplón de Oficial Ejecutivo en Jefe. Las siglas, que son palabras mutiladas, nos invaden para que olvidemos el significado cabal de las palabras enteras y corrientes. Esta vez el viejo jefe se oculta bajo la letra C, que es la inicial de chief, y del chef francés, y del capo italiano, de donde volvemos al caput latino, del que salieron todos los cabos y los capitanes, y el poderoso Capital y la ideología que lo sustenta, el capitalismo.  La jefatura fue sustituida por el liderazgo, pero el liderazgo campa por sus fueros y vuelve a sus orígenes, aunque disimulado para que no se note, que es la jefatura (del Estado, de la empresa, del rebaño, de la manada y del corral)].  

domingo, 3 de octubre de 2021

De los nombres propios

    Uno de los primeros historiadores romanos que escribió en latín y en prosa allá por la mitad del siglo II antes de nuestra era fue Marco Valerio Catón, cuyos precursores, llamados analistas, lo habían hecho sin embargo en la lengua de Homero. Catón redactó en su vejez una obra historiográfica titulada Orígenes, de la que sólo conservamos a día de hoy algunos fragmentos.

    Sabemos por ellos y por algunos testimonios como el de Cornelio Nepote, su biógrafo, que Catón no mencionaba, voluntariamente, los nombres propios de los generales romanos que libraron batallas en defensa de la república, porque para él el individuo personal no contaba en absoluto como tal individuo sino que lo que importaba era la comunidad de la que formaba parte o, en todo caso, el cargo que desempeñaba en ella.  Se diría que a Catón le interesaba el bosque, no los árboles que lo componen, y que no quería que los individuos y los detalles particulares de sus peculiaridades impidieran ver el conjunto del que formaban parte.


    Según Nepote, que escribió una breve biografía de este personaje incluyéndolo en la nómina ilustre de su obra De uiris illustribus, sobre los varones famosos anteriores a él, cuando Catón narró las guerras púnicas de Roma contra los cartagineses, no citó los nombres propios de los generales con sus tria nomina característicos o nombre y apellidos que los singularizaban, sino que registró sus acciones sin mencionarlos. ¿Cómo se refería a los personajes? Sin duda, impersonalmente,  con nombres comunes tales como el general romano, el tribuno militar de la legión, los cónsules... que designaban sus cargos, pero nunca su nombre propio y apellidos, que no importaban.

    Según testimonio de Plinio el Viejo, que apoya el anterior, en el capítulo V del libro VII de su Naturalis Historia, Catón, aunque omitió el nombre propio de los generales romanos -imperatores dice él, cuando esta palabra todavía no designaba durante la república romana a los emperadores sino a los comandantes del ejército, citó sin embargo el nombre propio de un elefante del escuadrón cartaginés, que luchó valerosísimamente, llamado Suro o Syro, esto es Sirio o Asirio, aludiendo quizá a su origen oriental, que tenía mutilado un colmillo.
 


    ¿Concebiríamos hoy, me pregunto yo, una historia, una literatura o una filosofía sin prosopónimos o nombres propios de personas, sin héroes individuales y singulares? Ciertamente, no. Vivimos en una época plenamente histórica, personalizada e individualizada, y estamos dominados por un paroxismo no sé si romántico o ingenuo, pero épico desde luego, que nos lleva a interesarnos por la singularidad de los héroes, por los protagonistas de la Historia con nombres propios, olvidando que el pueblo y lo que pueda haber de popular en alguien, eso no tiene nombre propio, sino común. 

    No hablemos ya del creciente interés por las biografías, ese subgénero historiográfico, que convierte las vidas en literatura en el peor sentido de la palabra, esto es, en el de cuentos y mentiras. 

    De aquel Nepote, escribidor de vidas ajenas, que hemos citado arriba, arranca precisamente la costumbre por lo menos entre los romanos, muy habitual ya en nuestros días de escribir y leer biografías  de personajes como escritores, militares, artistas, políticos, filósofos..., que han aportado algo al común; y también la más moderna costumbre de escribir autobiografías entre los personajillos del star system y publicar uno sus memorias en plena juventud, como el pintor que hace su autorretrato o el adolescente que sube su selfi a la Red. 

    Este interés por las vidas ajenas se agudizó en Suetonio, el biógrafo imperial que decidió ocuparse de la vida y milagros de los grandes hombres, es decir, de los césares, haciéndonos olvidar que ellos, los príncipes de este mundo, los que más mandan son al fin y  al cabo por activa los más mandados por pasiva. Estas narraciones, centradas en los nombres propios de los personajes históricos, desvían el interés de sus obras hacia las circunstancias de su existencia, con lo que nos desentedemos de su aportación, de lo que crearon, y nos distraemos entreteniéndonos con el anecdotario de su vida privada, privada en el sentido de sustraída al interés público y carente de él, y con el cotilleo, lo que impide que se preste atención a lo que hayan podido hacer o decir de razonable y de utilidad para el común. 


    En la viñeta ilustrativa de Montt,  Dios todopoderoso confunde el nombre propio de uno de sus siervos, ante lo cual éste protesta haciéndole saber cuál es su verdadero nombre. Pero el Señor viene a decirle que para él todas las criaturas humanas son iguales, todos los hombres sus hijos y, por lo tanto,  hermanos entre sí. Un  buen padre no puede hacer distingos entre sus hijos, por lo que no hay nombre propio verdadero que valga, da igual Reinaldo que Facundo, cosa que, por otro lado, anula el Juicio Final que el Señor estaba celebrando y la acusación que pesaba sobre el individuo de que su vida no había sido correcta. Si se anula dicho Juicio Final, tampoco puede haber condena o absolución, infierno o cielo, premio ni castigo. Si aun así Dios omnipotente mantiene la acusación sobre su humana criatura, esta se extendería a toda la humanidad, y no a uno de sus átomos o individuos personales.  

    Deberíamos denunciar de una vez por todas el engaño de la persona individual. Reconozcamos que todos los nombres propios de personas son pseudónimos al fin y al cabo, es decir, nombres falsos, porque cada uno de nosotros es cualquiera y todo hombre es de alguna forma la encarnación de todos los hombres, anulándose la oposición gramatical de número singular/plural en cada uno de nosotros, oposición que nos individualiza y nos hace creer que somos uno, como demuestra nuestro nombre propio y documento nacional de identidad, cuando no es cierto: somos muchos. Legión, como dijo el otro.

sábado, 27 de marzo de 2021

¿Hay justicia? ¿Es justa la Justicia que hay?

Se suele personificar tradicionalmente a la justicia ya desde los antiguos romanos como una mujer, tal vez porque la palabra latina IUSTITIA -derivada de iustum “justo” y de ius(1) “derecho”- pertenece a la primera declinación y conlleva (casi mecánicamente) género gramatical femenino, por lo que a la hora de aplicarle un adjetivo como, por ejemplo, “caecus caeca caecum” que significa “que no ve, ciego, ciega”, debemos elegir el género gramatical femenino: IVSTITIA CAECA EST: la justicia es ciega.

Esta dama, sin embargo, no es ciega, propiamente hablando, aunque suele representársela desde antiguo con una venda en los ojos, aludiendo a que no hace distingos entre las personas, ya que para ella todos somos iguales, lo que nos recordaba el hoy jubilado Rey de España, el Emérito, le dicen, en una de sus postreras alocuciones navideñas televisadas. Decía el Borbón literalmente: “La justicia es igual para todos”, una afirmación que provocó enseguida la irrisión y carcajada general. 




Esta mujer está además provista de una balanza con la que sopesa las acciones humanas y de una espada justiciera con la que castiga las que juzga delictivas. De esta forma, la dama de la justicia personifica la idea de “justicia”: juicio, castigo, igualdad ante la ley. Es también el arcano octavo del Tarot, y está, además, relacionada con el signo zodiacal de Libra, que en latín significa “balanza”, que simboliza el equilibrio; y también está relacionada con Virgo, bajo la advocación de Astrea, hija de Zeus y de Temis, que era su nombre cuando la justicia reinaba en la Tierra.

Astrea difundió entre los hombres los sentimientos de equidad y virtud. Esto ocurrió en la Edad de Oro, pero al degenerar el género humano, nunca mejor dicho, con el progreso de la Historia,  la maldad se apoderó del mundo (las enfermedades, el trabajo, la esclavitud, la guerra, el dinero y un larguísimo y de sobra conocidísimo etcétera), y Astrea abandonó el planeta, subió al cielo en su destierro y se convirtió en la constelación de Virgo. Desde entonces no hay Justicia en el mundo, o, por decirlo de otra manera, desapareció Astrea y se crearon en su lugar los tribunales de justicia, las leyes justicieras, los jueces -desoyéndose las palabras del verbo divino “no juzguéis y no seréis juzgados”(2)- , las prisiones para que los que estamos eventualmente fuera de ellas creamos por contraposición a los que están encarcelados que nosotros somos libres y ellos no, asegurándose así de que en esta Edad de Hierro en la que estamos inmersos y malamente sobrevivimos no volvería a reinar la justicia de verdad nunca más en el mundo. Por lo que a la primera pregunta que hacíamos (¿Hay justicia?), la respuesta es que no. Y en cuanto a la segunda (¿Es justa la Justicia que hay, esto es, la existente?) la respuesta no puede ser otra que tampoco.


(1) No está de más recordar aquí la paradoja ciceroniana del summum ius, summa iniuria, suprema justicia, suprema injusticia, que indica que llevar la justicia al extremo resulta extremadamente injusto. Cabe mencionar también a propósito de esto las palabras del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, don Carlos Lesmes, sobre la actual ley española de Enjuiciamiento Criminal, que según él “está pensada para el robagallinas, no para el gran defraudador”.


(2) Nolite iudicare, ut non iudicemini -en el griego original, μὴ κρίνετε, ἵνα μὴ κριθῆτε- son unas de las palabras más repetidas del evangelio y que menos caso se hacen. Las refieren los evangelistas Mateo (7,1) y Lucas (6,37) en el llamado Sermón de la Montaña. Con esta frase, el nazareno se rebelaba contra el derecho farisaico, ya que el único juicio correspondería sólo a Dios, es decir, a sabe Dios quién, por eso el verbo divino se opone a la lapidación de la adúltera, reprochando a los que iban a lincharla: qui sine peccatum est uestrum, primus in illam lapidem mittat: quien esté libre de pecado de vosotros, que arroje el primero la piedra contra ella. Se ha tratado de desactivar la carga subversiva del nolite iudicare interpretando la frase erróneamente como que quiere decir “no juzguéis mal o a la ligera”, cuando lo que quiere decir es, simplemente, "no juzguéis", es decir, que no juzguemos, que renunciemos a juzgar las acciones de los demás, porque no saben lo que hacen, no sabemos lo que hacemos, lo que afecta tanto al fuero interno de cada uno como a los tribunales de justicia. 


Traigo a colación de todo esto la fotografía de esta desmitificadora escultura del danés Jens Galschiot, que es una nueva alegoría esperpéntica  del peso o la carga, para ser más justos, de la Justicia: una justicia inicua, de una obesidad mórbida, desesperadamente lenta como el caballo del malo en las películas del oeste, casi inhumana, soportada por un pueblo sumiso y cansado de ella. El escultor tituló su obra "La supervivencia de los más gordos". Se puede contemplar en el puerto de Copenhague. Simboliza al mundo rico industrializado asentado sobre los hombros de un escuálido africano que a duras penas puede sostenerlo.

lunes, 25 de enero de 2021

La fe y las dudas ó Dios y los diablos.

Si la fe tiene un poder tan grande que, según dicen las sagradas escrituras  (Mateo 11, 23), sagradas para los creyentes, claro está, puede hacer que una montaña se quite de repente del medio de donde está y se meta en el mar sólo con que tengamos fe en ello y no lo dudemos ni un solo momento en nuestro corazón, la duda no es menos poderosa y también puede obrar milagros. No soy yo el que lo dice, cuidado, sino el periódico independiente de la mañana más leído en español, el periódico global. Así reza un titular de la sección de economía, que es la más realista, que apareció en la primera plana de un día cualquiera ya pasado:  “Las dudas sobre el crecimiento global hunden los mercados internacionales”. 

Recordemos lo que cuenta Luciano de Samósata que le decía uno de sus personajes, Licino, a Hermótimo, su interlocutor y amigo, en el diálogo homónimo:  "Sé sensato y acuérdate de dudar." Le decía que no era una opinión personal suya, algo de su cosecha propia, sino una sentencia de algún sabio, que aconsejaba no dar crédito así como así a las cosas, sino ponerlas todas en tela de juicio, dudar de ellas, no creer en lo que está mandado. Y está claro, volviendo al titular de periódico citado, que las dudas, unas simples dudas sobre algo tan abstracto, evanescente y difuso pero real como "el crecimiento global", unas dudas que albergamos todos en nuestro fuero interno,  pueden hundir los mercados internacionales. 


 -No diré mío, sino de alguno de los sabios, aquello del "sé sensato y aprende a dudar".
(Luciano de Samósata, Hermótimo, 47)
 

Pues seamos sensatos nosotros también y acordémonos de no fiarnos mucho de nada ni de nadie, ni siquiera de nosotros mismos. Y no porque yo lo diga, sino porque lo dijo uno de los sabios de la antigüedad, un tal Epicarmo según parece que es la autoridad que citaba sin citarla Licino a su amigo Hermótimo -algunos le han atribuido la máxima al escéptico* Sexto Empírico-, un sabio que no era sabio porque sí, sino porque todos reconocemos algo de sabiduría y de razón común, o sea de sentido común, en lo que dijo, en lo que nos sigue diciendo todavía, porque hoy es siempre todavía, que es lo contrario de lo que nos dicen todos los días por todos los medios de comunicación a todas las horas los políticos y/o economistas que nos gobiernan, lo contrario de lo que está mandado, lo contrario de lo que Dios, que es el dinero,  manda: que no le demos crédito, que perdamos la fe que tengamos en la realidad, a fin de que se hundan quitándose de en medio y metiéndose en el mar ella misma y todas las bolsas y los mercados internacionales, para que se vea así la mentira podrida sobre la que se fundamentaba y cimentaba todo.

Traigamos en auxilio de los antiguos a nuestro poeta don Antonio Machado, que en su Juan de Mairena razona así la importancia del escepticismo: "Aprende a dudar, hijo, y acabarás dudando de tu propia duda. De esta manera premia Dios al escéptico y confunde al creyente".

*Escepticismo: Para el divino Sexto Empírico los sistemas filosóficos son tres: los dogmáticos, que son aquellos que creen haber descubierto la verdad y que se creen poseedores de ella, los académicos, que son aquellos que creen que no puede ser aprehendida, y los escépticos -del griego sképthomai "investigar, mirar con detenimiento, preguntar qué es algo" y, por lo tanto, "no dar nada por establecido ni sentado"- que son los que a falta de fe en uno u otro sentido, dudan, siguen investigando y albergando numerosas dudas, como esas que han hicieron que, aunque sólo fuera por un día, se hundieran los mercados internacionales. 

El escéptico es el que no cree, porque los que creen, los creyentes, ya no necesitan investigar nada, ni preguntarse por las cosas, ni mirarlas con detenimiento: se creen en posesión ortodoxa de la verdad. 

A la pregunta que Dios en la viñeta de Montt le hace al Diablo sobre qué es lo que está haciendo en el cerebro de un ser humano, éste responde "sembrando dudas" a la vez que implanta signos de interrogación en la materia gris que harán que esa masa encefálica se cuestione, al aflorar la incertidumbre, todas sus supuestas certezas o creencias, todas sus fes, esencialmente ciegas como son todas a la luz de la razón, poniéndolas en tela de juicio. 
 
Para los Señores del Mundo, nunca dubitativos, la palabra "escéptico" es poco menos que un insulto, porque ellos creen en la Ciencia, que es la nueva forma que ha adoptado la vieja religión en nuestros días y en la que depositan toda su cándida fe, y creen en el Progreso de la Humanidad, y en todos los artículos de fe que se les proponga. Ellos son los que siempre dicen: "No cabe duda"  e "indudablemente". 
 
Nuestro verbo dudar procede del verbo latino "dubitare" y está relacionado etimológicamente en su origen con el número dos ("duo"), por lo que significa "estar dividido entre por lo menos dos posibilidades". El número dos representa la duda, el descubrimiento de que el uno no es ninguno (y que no hay una sola y única cosa, sino múltiples y varias) y que, por lo tanto, la unidad no existe de por sí, sino que es fruto de la dualidad, lo que nos lleva, mucho más lejos, al posible descubrimiento ontológico y esquizofrénico de que yo (y el Yo) no soy uno, sino, por lo menos, dos. 
 
Sirva como colofón esta reflexión magistral de Rafael Sánchez Ferlosio: Predicar una nueva fe entre practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no sólo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego, ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento, porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa indignación.

lunes, 5 de octubre de 2020

De la democracia, según Cappelletti

Ángel J. Cappelletti (1927-1995), fue doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y profesor de enseñanza secundaria y universitaria. Publicó más de cuarenta libros como fruto de su investigación política y filosófica. Su obra se enfoca hacia dos grandes vertientes: el pensamiento libertario anarquista y la filosofía griega, estudiando a los presocráticos, especialmente a Heraclito, y a Platón, así como autores latinos tales como Lucrecio y Séneca. 


Resulta especialmente interesante su artículo “Falacias de la democracia”, del que ofrezco la siguiente reseña: 

Para los griegos, "democracia" significaba "gobierno del pueblo", como revela la etimología, y eso quería decir simplemente "gobierno del pueblo", pero no de sus "representantes", como se entiende hoy en día. 

Sin embargo, hay que tener en cuenta enseguida que la palabra griega “pueblo (demos)” quería decir el conjunto de todos los ciudadanos atenienses libres y varones mayores de edad, del que estaban excluidos, por lo tanto, todas las mujeres, esclavos y extranjeros afincados en Atenas, así como todos los menores de edad, habida cuenta de las tres lacras de este sistema democrático que restringen el significado de la palabra "pueblo (demos)": esclavitud, familia patriarcal, xenofobia. 


Cuando se compara la democracia directa griega con la democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, siempre indirecta y representativa, se dice que los Estados modernos son mucho más grandes que las ciudades-estado de la antigüedad y que el concepto de pueblo es mucho más amplio, dado que incluye a las mujeres y no hay esclavos, lo que hace en la práctica imposible un gobierno directo del pueblo, que no puede regirse sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder. Pero, apunta Cappelletti, en esa formulación está ya implícita una falacia. ¿Por qué los Estados modernos tienen que ser tan grandes? 

Ya algunos como Rousseau vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia. Y uno de los más ilustres ideólogos de la democracia moderna, Jefferson, sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna. 

Por otra parte, la idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta injusto sin la igualdad económica. Nuestra democracia representativa ignora este hecho. Sería preciso acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. 

 

Ya antes de Marx, los así llamados "socialistas utópicos", como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social. Aunque legalmente todos los votos son equivalentes y todos los ciudadanos iguales, en realidad, nadie deja de ver que esto es un sarcasmo. 

De la desigualdad económica deriva también la desigualdad cultural, lo que hace que en nuestras modernas democracias “y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística.” 

Por otra parte, la inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica, por lo que, subraya Cappelletti, “bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.” 

Quizá la formulación más sugestiva de su artículo sea la siguiente, que subrayo: La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. 

Si el pueblo deja de favorecer con su voto “a quienes le dicen que debe querer”, puede cambiar periódicamente de gobernantes. De esta forma se perpetúa el sistema. El que se ha equivocado no es el gobierno, sino el votante que lo eligió. Cambian los gobiernos para que nunca deje de haber Gobierno. 

Por otra parte, la democracia representativa conlleva en su propio concepto otra grave falacia, mentira o posverdad. ¿Cómo se puede decir que el representante que elegimos, diputado o senador, alcalde o concejal, por referirnos a nuestras elecciones municipales, representa nuestra voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y nuestra voluntad, voluble como es, varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de día en día? 

 

No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa sería automáticamente democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia de una clase política, que es lo que sucede hoy. 

Un representante puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo (non omnia possumus omnes). Sin embargo, en los debates parlamentarios opina y debe decidir sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Si él puede asesorarse gracias a los expertos o "sabios" que tiene a su disposición, y aprender así de quienes saben, también podemos hacerlo sus electores sin necesidad de delegar nuestra ignorancia, como habitualmente hacemos, en ningún represente. 

En general, el elector elige a ciegas, vota listas cerradas de hombres y mujeres que no conoce, cuya actitud, honestidad y modo de pensar ignora. Vota con la fe del carbonero en la dirección de su partido, y cruza los dedos. Pero, si esto es así, -se pregunta Cappelletti- “¿no sería preferible reintroducir la ticocracia* y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.”

*ticocracia: neologismo griego compuesto de τύχη (týche "suerte, azar")   y κρáτος ("dominio, poder") que significa gobierno por sorteo.

lunes, 13 de julio de 2020

Cui bono prosit? (I)

Lo primero que se pregunta un detective en las novelas policíacas, cuando se perpetra un crimen o un robo, es a quién beneficia el delito, abriendo así una línea de investigación principal que no tiene por qué ser la única y exclusiva, pero sí la que hay que despejar en primera instancia, ya que el beneficiario suele ser el primer sospechoso. 


Medea en la tragedia homónima de Séneca le reprocha a Jasón que él es el autor del crimen que ella ha cometido, argumentándolo con las siguientes palabras: cui prodest scelus / is fecit: Aquel al que aprovecha el crimen es quien lo hizo (vv. 500-501)


Preguntémonos aquí qué provecho sacan los estados y los capitales con esta lucha que han emprendido a capa y espada contra la emergencia sanitaria producida por la irrupción del SARS-CoV-2 o virus coronario. 

A primera y simple vista, parece que los gobiernos de los estados no ganan nada, simplemente cumplen con su función social que es la de salvaguardar la vida de la gente, la salud y seguridad del pueblo configurado como conjunto de votantes y contribuyentes. 

En cuanto a los dineros y capitales, parece que en términos económicos no hay tampoco ganancia alguna, sino cuantiosas pérdidas. La recesión económica que se ha producido a consecuencia de la crisis sanitaria es muy distinta, según los economistas, a la Gran Recesión de 2008, que afectó principalmente a los bancos, que fueron rescatados por los gobiernos evitando así el colapso financiero. 

En esta recesión actual los afectados no son tanto las entidades bancarias, que están bastante saneadas después de aquello, como los millones de pequeños y medianos negocios que han tenido que cerrar sus puertas, y que para poder subsistir necesitarán la ayuda de bancos y gobiernos. 

Un gran negocio, sin embargo, que ha resultado claramente beneficiado, quizá el único, a raíz del confinamiento es el informático: el encierro ha fomentado compras y ventas online, trabajo online, enseñanza online, cultura online, amor y sexo online, amistad online... vida, en definitiva, online, es decir, vida virtual y descarnada, que no carnal y verdadera. 

Y sobre todo el gran negocio de la información online, una cantidad ingente de información que es imposible procesar y en la que no puede distinguirse lo verdadero de lo falso, cuyo resultado ha sido la propagación globalizada del virus del miedo. 

El dibujante Montt hace un juego de palabras que sólo es posible en español y que no puede ser traducido a otros idiomas sin que se pierda la gracia, pero que es muy sugerente por la asociación de ideas que implica: en vez de “medios” de comunicación escribe “miedos de comunicación” en esta viñeta sugerente:

En este país tenemos "miedos de comunicación"


jueves, 14 de mayo de 2020

El colmo del eufemismo

Si no era ya harto ridículo llamar a los ciegos invidentes, como hacen algunos con no poca pedantería, empleando el lenguaje para ocultar la realidad, y no llamando a las cosas por su nombre (al pan pan, y al vino vino), vicio que ya denunció Quevedo entre nosotros (“Por hipocresía llaman al negro, moreno; trato a la usura; a la putería, casa; al barbero, sastre de barbas y al mozo de mulas, gentilhombre del camino”*), he aquí el eufemismo políticamente corregido, mejor que “correcto”, o sea, la corrección política aplicada al eufemismo: discapacitados visuales

Y dando un paso más aún, en pro del lenguaje incluyente, para que no se sientan excluidas las mujeres, que no tendrían por qué sentirse así ni ofenderse, habida cuenta de que nos hallamos ante un uso no marcado del género gramatical masculino que incluye al femenino, pero algunas se sienten privadas de mención e invisibilizadas, según afirman: personas discapacitadas visuales, o su variante estilísticamente alternativa: personas con discapacidad visual

 Viñeta de Alberto Montt

Así, podemos leer aberraciones escritas como esta joya: “Por suerte, la naturaleza que es sabia, hace que las personas discapacitadas visuales desarrollen mucho más el resto de sus sentidos, el del oído, el del olfato y, por supuesto, el del tacto.” O esta otra: “En España, son 70.000 las personas discapacitadas visuales afiliadas a la ONCE”, en la que, por cierto, es de agradecer que se mantenga el acrónimo ONCE, cuya “c”, como se sabe, es la letra inicial de “ciegos”: Organización Nacional de Ciegos de España

Supongo que, aplicando el mismo criterio, a los sordos se les acabará llamando discapacitados auditivos, y para que quede claro que no excluimos a las sordas cuando hablamos de “discapacitados” usando el masculino como término marcado, mejor: personas discapacitadas auditivas o con discapacidad auditiva, expresiones que, feas como ellas solas como demonios, atentan a todas luces contra el principio de economía del lenguaje y contra el buen gusto y la sencillez a la hora de hablar y de escribir.

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NOTA.- Hurgando en la obra de Quevedo no encuentro esta frase, tan repetida en interné, escrita como tal. Se trata de una abreviación de este párrafo de los Sueños, que prefiero citar completo: Pues todo es hipocresía. Pues en los nombres de las cosas ¿no la hay la mayor del mundo? El zapatero de viejo se llama entretenedor del calzado. El botero, sastre del vino, porque le hace de vestir. El mozo de mulas, gentilhombre de camino. El bodegón, estado; el bodegonero, contador. El verdugo se llama miembro de la justicia; y el corchete, criado. El fullero, diestro; el ventero, güésped; la taberna, ermita; la putería, casa; las putas, damas*; las alcagüetas, dueñas; los cornudos, honrados. Amistad llaman al amancebamiento; trato a la usura; burla a la estafa; gracia, la mentira; donaire, la malicia; descuido, la bellaquería; valiente al desvergonzado; cortesano al vagamundo; al negro, moreno;  señor maestro al alabardero; y señor doctor al platicante. Así que ni son lo que parecen ni lo que se llaman: hipócritas en el nombre y en el hecho.    (Francisco de Quevedo, El Mundo por Dedentro, Sueños). Como puede comprobarse, todos los eufemismos de la primera cita  están en este párrafo salvo el de "barbero, sastre de barbas", que sin embargo es también creación del propio Quevedo, quien en La vida del buscón don Pablos, Pablos presenta a su padre como barbero que se avergüenza de que le llamen así y prefiere denominarse "tundidor de mejillas y sastre de barbas".

Nota*.- Le haría sin duda gracia a don Francisco de Quevedo que hoy a las putas se las denomine trabajadoras sexuales.