Uno de los primeros historiadores romanos que escribió
en latín y en prosa allá por la mitad del siglo II antes de nuestra era fue
Marco Valerio Catón, cuyos
precursores, llamados analistas, lo habían hecho sin embargo en la
lengua de Homero. Catón redactó en su vejez una obra historiográfica
titulada Orígenes,
de la que sólo conservamos a día de hoy algunos fragmentos.
Sabemos
por ellos y por algunos testimonios como el de
Cornelio Nepote, su biógrafo, que Catón no mencionaba, voluntariamente,
los
nombres propios de los generales romanos que libraron batallas en
defensa de la
república, porque para él el individuo personal no contaba en absoluto como tal
individuo
sino que lo que importaba era la comunidad de la que formaba parte o, en
todo caso, el cargo que desempeñaba en ella. Se diría que a Catón le
interesaba el bosque, no los árboles que lo componen, y que no quería
que los individuos y los detalles particulares de sus peculiaridades impidieran
ver el conjunto del que formaban parte.
Según Nepote, que escribió una breve biografía de este
personaje incluyéndolo en la nómina ilustre de su obra De uiris illustribus,
sobre los varones famosos anteriores a él, cuando Catón narró las guerras
púnicas de Roma contra los cartagineses, no citó los nombres propios de los
generales con sus tria
nomina característicos o nombre y apellidos que los
singularizaban, sino que registró sus acciones sin mencionarlos. ¿Cómo se refería a los personajes? Sin duda, impersonalmente, con nombres
comunes tales como el general romano, el tribuno militar de la legión, los cónsules... que
designaban sus cargos, pero nunca su nombre propio y apellidos, que no importaban.
Según testimonio de Plinio el Viejo, que
apoya el anterior, en el capítulo V del libro VII de su Naturalis Historia, Catón, aunque omitió el nombre
propio de los generales romanos -imperatores dice él, cuando esta palabra
todavía no designaba durante la república romana a los emperadores sino a los comandantes del ejército, citó sin embargo el nombre propio
de un elefante del escuadrón cartaginés, que luchó valerosísimamente, llamado
Suro o Syro, esto es Sirio o Asirio, aludiendo quizá a su origen oriental, que tenía mutilado un colmillo.
¿Concebiríamos
hoy, me pregunto yo,
una historia, una literatura o una filosofía sin prosopónimos o nombres propios de personas, sin
héroes
individuales y singulares? Ciertamente, no. Vivimos en una época
plenamente
histórica, personalizada e individualizada, y estamos dominados por un
paroxismo no sé si
romántico o ingenuo, pero épico desde luego, que nos lleva a
interesarnos por
la singularidad de los héroes, por los protagonistas de la
Historia con nombres propios, olvidando que el pueblo y lo que pueda haber de popular en alguien, eso no tiene nombre
propio, sino común.
No hablemos ya del creciente interés por las biografías, ese subgénero historiográfico, que convierte las vidas en literatura en el peor sentido de la palabra, esto es, en el de cuentos y mentiras.
No hablemos ya del creciente interés por las biografías, ese subgénero historiográfico, que convierte las vidas en literatura en el peor sentido de la palabra, esto es, en el de cuentos y mentiras.
De aquel Nepote, escribidor de vidas
ajenas, que hemos citado arriba, arranca precisamente la costumbre por lo menos entre los romanos, muy habitual ya en
nuestros días de escribir y leer biografías de personajes
como escritores, militares, artistas, políticos, filósofos..., que han aportado
algo al común; y también la más moderna costumbre de escribir autobiografías entre los personajillos del star system y publicar uno sus memorias en plena juventud, como el pintor que hace su autorretrato o el adolescente que sube su selfi a la Red.
Este interés por las vidas ajenas se agudizó en Suetonio, el biógrafo imperial que decidió ocuparse de la vida y milagros de los grandes hombres, es decir, de los césares, haciéndonos olvidar que ellos, los príncipes de este mundo, los que más mandan son al fin y al cabo por activa los más mandados por pasiva. Estas narraciones, centradas en los nombres propios de los personajes históricos, desvían el interés de sus obras hacia las circunstancias de su existencia, con lo que nos desentedemos de su aportación, de lo que crearon, y nos distraemos entreteniéndonos con el anecdotario de su vida privada, privada en el sentido de sustraída al interés público y carente de él, y con el cotilleo, lo que impide que se preste atención a lo que hayan podido hacer o decir de razonable y de utilidad para el común.
Este interés por las vidas ajenas se agudizó en Suetonio, el biógrafo imperial que decidió ocuparse de la vida y milagros de los grandes hombres, es decir, de los césares, haciéndonos olvidar que ellos, los príncipes de este mundo, los que más mandan son al fin y al cabo por activa los más mandados por pasiva. Estas narraciones, centradas en los nombres propios de los personajes históricos, desvían el interés de sus obras hacia las circunstancias de su existencia, con lo que nos desentedemos de su aportación, de lo que crearon, y nos distraemos entreteniéndonos con el anecdotario de su vida privada, privada en el sentido de sustraída al interés público y carente de él, y con el cotilleo, lo que impide que se preste atención a lo que hayan podido hacer o decir de razonable y de utilidad para el común.
En la viñeta ilustrativa de Montt, Dios
todopoderoso confunde el nombre propio de uno de sus siervos, ante lo
cual éste protesta haciéndole saber cuál es su verdadero nombre. Pero el Señor
viene a decirle que para él todas las criaturas humanas son iguales, todos los
hombres sus hijos y, por lo tanto, hermanos entre sí. Un buen
padre no puede hacer distingos entre sus hijos, por lo que no hay
nombre propio
verdadero que valga, da igual Reinaldo que Facundo, cosa
que, por otro lado, anula el Juicio Final que el Señor estaba celebrando
y la
acusación que pesaba sobre el individuo de que su vida no había sido
correcta. Si se anula dicho Juicio Final, tampoco puede haber condena o
absolución, infierno o cielo, premio ni castigo. Si aun así Dios
omnipotente mantiene la acusación sobre su humana criatura, esta se
extendería a toda la humanidad, y no a uno de sus átomos o individuos
personales.
Deberíamos denunciar de una vez por todas el engaño de
la persona individual. Reconozcamos que todos los nombres
propios de personas son pseudónimos al fin y al cabo, es decir, nombres falsos, porque cada uno de nosotros
es cualquiera y todo hombre es de alguna forma la encarnación de todos los
hombres, anulándose la oposición gramatical de número singular/plural en cada
uno de nosotros, oposición que nos individualiza y nos hace creer que somos uno, como demuestra nuestro nombre
propio y documento nacional de identidad, cuando no es cierto: somos muchos. Legión, como dijo el
otro.