Mostrando entradas con la etiqueta Nepote. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Nepote. Mostrar todas las entradas

domingo, 3 de octubre de 2021

De los nombres propios

    Uno de los primeros historiadores romanos que escribió en latín y en prosa allá por la mitad del siglo II antes de nuestra era fue Marco Valerio Catón, cuyos precursores, llamados analistas, lo habían hecho sin embargo en la lengua de Homero. Catón redactó en su vejez una obra historiográfica titulada Orígenes, de la que sólo conservamos a día de hoy algunos fragmentos.

    Sabemos por ellos y por algunos testimonios como el de Cornelio Nepote, su biógrafo, que Catón no mencionaba, voluntariamente, los nombres propios de los generales romanos que libraron batallas en defensa de la república, porque para él el individuo personal no contaba en absoluto como tal individuo sino que lo que importaba era la comunidad de la que formaba parte o, en todo caso, el cargo que desempeñaba en ella.  Se diría que a Catón le interesaba el bosque, no los árboles que lo componen, y que no quería que los individuos y los detalles particulares de sus peculiaridades impidieran ver el conjunto del que formaban parte.


    Según Nepote, que escribió una breve biografía de este personaje incluyéndolo en la nómina ilustre de su obra De uiris illustribus, sobre los varones famosos anteriores a él, cuando Catón narró las guerras púnicas de Roma contra los cartagineses, no citó los nombres propios de los generales con sus tria nomina característicos o nombre y apellidos que los singularizaban, sino que registró sus acciones sin mencionarlos. ¿Cómo se refería a los personajes? Sin duda, impersonalmente,  con nombres comunes tales como el general romano, el tribuno militar de la legión, los cónsules... que designaban sus cargos, pero nunca su nombre propio y apellidos, que no importaban.

    Según testimonio de Plinio el Viejo, que apoya el anterior, en el capítulo V del libro VII de su Naturalis Historia, Catón, aunque omitió el nombre propio de los generales romanos -imperatores dice él, cuando esta palabra todavía no designaba durante la república romana a los emperadores sino a los comandantes del ejército, citó sin embargo el nombre propio de un elefante del escuadrón cartaginés, que luchó valerosísimamente, llamado Suro o Syro, esto es Sirio o Asirio, aludiendo quizá a su origen oriental, que tenía mutilado un colmillo.
 


    ¿Concebiríamos hoy, me pregunto yo, una historia, una literatura o una filosofía sin prosopónimos o nombres propios de personas, sin héroes individuales y singulares? Ciertamente, no. Vivimos en una época plenamente histórica, personalizada e individualizada, y estamos dominados por un paroxismo no sé si romántico o ingenuo, pero épico desde luego, que nos lleva a interesarnos por la singularidad de los héroes, por los protagonistas de la Historia con nombres propios, olvidando que el pueblo y lo que pueda haber de popular en alguien, eso no tiene nombre propio, sino común. 

    No hablemos ya del creciente interés por las biografías, ese subgénero historiográfico, que convierte las vidas en literatura en el peor sentido de la palabra, esto es, en el de cuentos y mentiras. 

    De aquel Nepote, escribidor de vidas ajenas, que hemos citado arriba, arranca precisamente la costumbre por lo menos entre los romanos, muy habitual ya en nuestros días de escribir y leer biografías  de personajes como escritores, militares, artistas, políticos, filósofos..., que han aportado algo al común; y también la más moderna costumbre de escribir autobiografías entre los personajillos del star system y publicar uno sus memorias en plena juventud, como el pintor que hace su autorretrato o el adolescente que sube su selfi a la Red. 

    Este interés por las vidas ajenas se agudizó en Suetonio, el biógrafo imperial que decidió ocuparse de la vida y milagros de los grandes hombres, es decir, de los césares, haciéndonos olvidar que ellos, los príncipes de este mundo, los que más mandan son al fin y  al cabo por activa los más mandados por pasiva. Estas narraciones, centradas en los nombres propios de los personajes históricos, desvían el interés de sus obras hacia las circunstancias de su existencia, con lo que nos desentedemos de su aportación, de lo que crearon, y nos distraemos entreteniéndonos con el anecdotario de su vida privada, privada en el sentido de sustraída al interés público y carente de él, y con el cotilleo, lo que impide que se preste atención a lo que hayan podido hacer o decir de razonable y de utilidad para el común. 


    En la viñeta ilustrativa de Montt,  Dios todopoderoso confunde el nombre propio de uno de sus siervos, ante lo cual éste protesta haciéndole saber cuál es su verdadero nombre. Pero el Señor viene a decirle que para él todas las criaturas humanas son iguales, todos los hombres sus hijos y, por lo tanto,  hermanos entre sí. Un  buen padre no puede hacer distingos entre sus hijos, por lo que no hay nombre propio verdadero que valga, da igual Reinaldo que Facundo, cosa que, por otro lado, anula el Juicio Final que el Señor estaba celebrando y la acusación que pesaba sobre el individuo de que su vida no había sido correcta. Si se anula dicho Juicio Final, tampoco puede haber condena o absolución, infierno o cielo, premio ni castigo. Si aun así Dios omnipotente mantiene la acusación sobre su humana criatura, esta se extendería a toda la humanidad, y no a uno de sus átomos o individuos personales.  

    Deberíamos denunciar de una vez por todas el engaño de la persona individual. Reconozcamos que todos los nombres propios de personas son pseudónimos al fin y al cabo, es decir, nombres falsos, porque cada uno de nosotros es cualquiera y todo hombre es de alguna forma la encarnación de todos los hombres, anulándose la oposición gramatical de número singular/plural en cada uno de nosotros, oposición que nos individualiza y nos hace creer que somos uno, como demuestra nuestro nombre propio y documento nacional de identidad, cuando no es cierto: somos muchos. Legión, como dijo el otro.