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miércoles, 26 de junio de 2024

SFD "Síndrome de Fatiga Democrática"

    ¿Padece usted acaso lo que David van Raybrouck, historiador cultural y arqueólogo belga, autor del libro "Contra las elecciones" de muy recomendable lectura, ha dado en llamar el “síndrome de fatiga democrática”, o todavía aguanta estoicamente con resiliencia, como Dios o la corrección política mandan, la farsa demagógica basada en la santificación del sistema representativo electoral que reduce la democracia a las elecciones de unos representantes que no nos representan? ¿Su actitud ante la convocatoria de unas elecciones municipales, autonómicas, nacionales o europeas, se mantiene en el sano escepticismo popular o padece ya una reacción alérgica de considerable intolerancia? 
 
 
    ¿No está de acuerdo con la reflexión de Rousseau de que el pueblo inglés (y para el caso el suyo al que pertenezca también) piensa que es libre y se engaña, porque sólo es libre para la elección de los miembros del parlamento, ya que tan pronto como los ha elegido vuelve a ser esclavo? ¿No ha pensado alguna vez que mientras haya elecciones y los gobiernos cambien, el debate electoral es un espectáculo rigurosamente controlado y dirigido por unos grupos rivales que se dedican a persuadirle abordando solamente una pequeña gama de cuestiones sociales previamente seleccionadas por esos grupos, y que usted representa solo un papel pasivo, inactivo e incluso apático respondiendo sólo a las preguntas que se le formulan? 
 
    ¿No ha sospechado nunca que más allá de este espectáculo del juego electoral, la política se desarrolla entre bambalinas mediante la interacción entre los Gobiernos elegidos y unas élites que, de forma abrumadora, representan los intereses de las empresas?   
 
 
    ¿No cree que lo que se podría llamar el "Síndrome de Fatiga Democrática", según David Van Raybrouck, no está provocado tanto por los votantes, los políticos o los partidos, sino en gran medida por el propio proceso electoral que se reduce al voto y a la caza del voto por los profesionales?
 
    ¿No ha pensado que las llamadas elecciones democráticas no son un medio de participación de la gente, sino un fin en sí mismo, un dogma de fe con un valor inherente e inalienable? ¿No ha dicho alguna vez que la democracia no puede reducirse a lo que de hecho se reduce: a la consulta periódica cada cuatro o cinco años a un electorado que debe decantarse entre las opciones previas que se le dan, y se acabó, y que si sus elegidos no representan su voluntad, olvídese del asunto y no vuelva a votarles en las siguientes elecciones? 
 
    Todas estas preguntas se las hace Van Raybrouck y frente al problema de que nuestros representantes no nos representan, propone un remedio muy antiguo: la reactivación del sistema de lotería, como se hacía en la antigua Atenas. Algo que entre nosotros ya había propuesto Ángel Cappelleti, como dimos cuenta en su momento, que abogó por que en lugar de realizar costosas campañas electorales se sortearan los cargos públicos como los premios de la lotería, reactivando la ticocracia ateniense, neologismo compuesto de τύχη (týche "suerte, azar") y κρáτος ("dominio, poder"), facultándoseles para estudiar un tema particular como representantes aleatorios de toda la comunidad.   Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres somos iguales e igualmente aptos (o ineptos, según se mire) para gobernar.    
    
   
     Lo peor y lo mejor (según se quiera ver)  del libro de Van Raynbrouck, publicado originalmente en neerlandés en 2013 con el título Tegen verkiezingen: 'Contra las elecciones',  y entre nosotros por Taurus en 2017, traducido por Marta Mabres Vicens, es la portada iconoclasta y paradójica de la edición española, que pretende "salvar la democracia" destruyendo el sistema electoral.
 
   El movimiento Occupy Wall Street, inspirado en el 15M madrileño, hizo suyo el eslogan “Somos el 99 por ciento”. Los occupiers mostraban su descontento con la democracia representativa: "En el Congreso afirman que su objetivo común es servir al pueblo estadounidense, pero en realidad se trata lucha de poder entre partidos políticos. Nuestros representantes elegidos [...] solo representan la perspectiva de las personas que pertenecen a su adorado partido y la de la élite acomodada que les llena los maletines durante las campañas, naturalmente en orden inverso de prioridad. Esto nos lleva a la denuncia más importante del 99 por ciento: «Nuestros representantes no nos representan»".  

    Aquí, mientras esté disponible el vídeo en la plataforma que lo aloja, se puede escuchar en inglés la conferencia del autor "¿Por qué las elecciones son malas para la democracia?"  presentando la traducción inglesa de su obra en el Hannah Arendt Center Bard College. 

lunes, 5 de octubre de 2020

De la democracia, según Cappelletti

Ángel J. Cappelletti (1927-1995), fue doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y profesor de enseñanza secundaria y universitaria. Publicó más de cuarenta libros como fruto de su investigación política y filosófica. Su obra se enfoca hacia dos grandes vertientes: el pensamiento libertario anarquista y la filosofía griega, estudiando a los presocráticos, especialmente a Heraclito, y a Platón, así como autores latinos tales como Lucrecio y Séneca. 


Resulta especialmente interesante su artículo “Falacias de la democracia”, del que ofrezco la siguiente reseña: 

Para los griegos, "democracia" significaba "gobierno del pueblo", como revela la etimología, y eso quería decir simplemente "gobierno del pueblo", pero no de sus "representantes", como se entiende hoy en día. 

Sin embargo, hay que tener en cuenta enseguida que la palabra griega “pueblo (demos)” quería decir el conjunto de todos los ciudadanos atenienses libres y varones mayores de edad, del que estaban excluidos, por lo tanto, todas las mujeres, esclavos y extranjeros afincados en Atenas, así como todos los menores de edad, habida cuenta de las tres lacras de este sistema democrático que restringen el significado de la palabra "pueblo (demos)": esclavitud, familia patriarcal, xenofobia. 


Cuando se compara la democracia directa griega con la democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, siempre indirecta y representativa, se dice que los Estados modernos son mucho más grandes que las ciudades-estado de la antigüedad y que el concepto de pueblo es mucho más amplio, dado que incluye a las mujeres y no hay esclavos, lo que hace en la práctica imposible un gobierno directo del pueblo, que no puede regirse sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder. Pero, apunta Cappelletti, en esa formulación está ya implícita una falacia. ¿Por qué los Estados modernos tienen que ser tan grandes? 

Ya algunos como Rousseau vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia. Y uno de los más ilustres ideólogos de la democracia moderna, Jefferson, sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna. 

Por otra parte, la idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta injusto sin la igualdad económica. Nuestra democracia representativa ignora este hecho. Sería preciso acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. 

 

Ya antes de Marx, los así llamados "socialistas utópicos", como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social. Aunque legalmente todos los votos son equivalentes y todos los ciudadanos iguales, en realidad, nadie deja de ver que esto es un sarcasmo. 

De la desigualdad económica deriva también la desigualdad cultural, lo que hace que en nuestras modernas democracias “y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística.” 

Por otra parte, la inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica, por lo que, subraya Cappelletti, “bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.” 

Quizá la formulación más sugestiva de su artículo sea la siguiente, que subrayo: La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. 

Si el pueblo deja de favorecer con su voto “a quienes le dicen que debe querer”, puede cambiar periódicamente de gobernantes. De esta forma se perpetúa el sistema. El que se ha equivocado no es el gobierno, sino el votante que lo eligió. Cambian los gobiernos para que nunca deje de haber Gobierno. 

Por otra parte, la democracia representativa conlleva en su propio concepto otra grave falacia, mentira o posverdad. ¿Cómo se puede decir que el representante que elegimos, diputado o senador, alcalde o concejal, por referirnos a nuestras elecciones municipales, representa nuestra voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y nuestra voluntad, voluble como es, varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de día en día? 

 

No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa sería automáticamente democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia de una clase política, que es lo que sucede hoy. 

Un representante puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo (non omnia possumus omnes). Sin embargo, en los debates parlamentarios opina y debe decidir sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Si él puede asesorarse gracias a los expertos o "sabios" que tiene a su disposición, y aprender así de quienes saben, también podemos hacerlo sus electores sin necesidad de delegar nuestra ignorancia, como habitualmente hacemos, en ningún represente. 

En general, el elector elige a ciegas, vota listas cerradas de hombres y mujeres que no conoce, cuya actitud, honestidad y modo de pensar ignora. Vota con la fe del carbonero en la dirección de su partido, y cruza los dedos. Pero, si esto es así, -se pregunta Cappelletti- “¿no sería preferible reintroducir la ticocracia* y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.”

*ticocracia: neologismo griego compuesto de τύχη (týche "suerte, azar")   y κρáτος ("dominio, poder") que significa gobierno por sorteo.