Ejército y policía por doquier. Confinamiento. Retórica militar del Presidente del Gobierno: guerra, victoria, batalla, armas, primera línea, enemigo.
No hay eufemismo peor que a morir llamarlo perder la vida, resaltando la pérdida, cuando a veces lo que se pierde, paradójicamente, es lo que se gana.
Exceso de información y opiniones tertulianas idiotizantes de todo hijo de vecino, multiplicadas y replicadas hasta la saciedad en las redes sociales, vomitivo.
Otorgan al virus, entidad microscópica que desafía fronteras nacionales e individudales, el mayor atributo de soberanía y poder absoluto: la monárquica corona.
Confinada la familia en el arca de Noé, las relaciones virtuales asépticas sustituyen a las poco higiénicas reales; la calle se ha vuelto peligrosa.
Propaganda institucional: ¡Ánimo, vecinos, lo estáis haciendo muy bien como campeones! Vamos a ganar esta guerra juntos. El virus no pasará. ¡Resistiremos!
El confinamiento, que quiere evitar el contacto/contagio personal con la imposición del distanciamiento social, nos encapsula en una burbuja de cristal.
Todos somos enfermos para el ogro filantrópico del Estado Terapéutico, aunque no presentemos síntomas, portadores asintomáticos del virus que somos o seremos.
La medicina oficial fomenta la enfermedad y su amenaza en el futuro que justifica la profilaxis para su propia subsistencia médica, farmacéutica y corporativa.
Enfermos crónicos, clientes del sistema sanitario y su farmacopea, incapaces de sobrellevar ni un vulgar episodio de gripe ni un momentáneo estado de tristeza.
El virus coronado, que se ha viralizado, es, como Dios, ubicuo. Somos sus anfitriones, conscientes o no. No desea matarnos, sino solamente nuestra hospitalidad.
Cacarean que la clausura es para evitar contagios, pero, cuando nos sancionan por salir a la calle solos o con alguien con quien convivimos, falla el argumento.
Repiten hasta la saciedad, tratándonos paternalmente como a tontos colegiales, que debemos quedarnos en casa por nuestro propio bien y por el de los demás.
Parodiando a Octavio Paz: el Estado del siglo XXI es el ogro filantrópico, más poderoso y terrible que los antiguos imperios y sus viejos déspotas y tiranos.
¿Quién teme la privación de libertad en la cárcel después de haber pasado cuarenta días y sus noches como Noé durante el diluvio universal en el arca confinado?
Pierde el Norte el navegante que deja de ver la estrella Polar, que señala ese punto cardinal. La desorientación conlleva también la lamentable pérdida del Sur.
Sólo la mala noticia es noticia, por eso los medios de comunicación las necesitan para llenar el vacío de sus tiempos y espacios, las codician, las celebran.
Síndrome de Estocolmo: Veneramos al ogro filantrópico que nos confina imponiéndonos la agorafobia como forma de higiene social y manteniéndonos bajo secuestro.
No hay eufemismo peor que a morir llamarlo perder la vida, resaltando la pérdida, cuando a veces lo que se pierde, paradójicamente, es lo que se gana.
Exceso de información y opiniones tertulianas idiotizantes de todo hijo de vecino, multiplicadas y replicadas hasta la saciedad en las redes sociales, vomitivo.
Otorgan al virus, entidad microscópica que desafía fronteras nacionales e individudales, el mayor atributo de soberanía y poder absoluto: la monárquica corona.
Propaganda institucional: ¡Ánimo, vecinos, lo estáis haciendo muy bien como campeones! Vamos a ganar esta guerra juntos. El virus no pasará. ¡Resistiremos!
El confinamiento, que quiere evitar el contacto/contagio personal con la imposición del distanciamiento social, nos encapsula en una burbuja de cristal.
Todos somos enfermos para el ogro filantrópico del Estado Terapéutico, aunque no presentemos síntomas, portadores asintomáticos del virus que somos o seremos.
La medicina oficial fomenta la enfermedad y su amenaza en el futuro que justifica la profilaxis para su propia subsistencia médica, farmacéutica y corporativa.
Enfermos crónicos, clientes del sistema sanitario y su farmacopea, incapaces de sobrellevar ni un vulgar episodio de gripe ni un momentáneo estado de tristeza.
El virus coronado, que se ha viralizado, es, como Dios, ubicuo. Somos sus anfitriones, conscientes o no. No desea matarnos, sino solamente nuestra hospitalidad.
Cacarean que la clausura es para evitar contagios, pero, cuando nos sancionan por salir a la calle solos o con alguien con quien convivimos, falla el argumento.
Repiten hasta la saciedad, tratándonos paternalmente como a tontos colegiales, que debemos quedarnos en casa por nuestro propio bien y por el de los demás.
Parodiando a Octavio Paz: el Estado del siglo XXI es el ogro filantrópico, más poderoso y terrible que los antiguos imperios y sus viejos déspotas y tiranos.
¿Quién teme la privación de libertad en la cárcel después de haber pasado cuarenta días y sus noches como Noé durante el diluvio universal en el arca confinado?
Pierde el Norte el navegante que deja de ver la estrella Polar, que señala ese punto cardinal. La desorientación conlleva también la lamentable pérdida del Sur.
Sólo la mala noticia es noticia, por eso los medios de comunicación las necesitan para llenar el vacío de sus tiempos y espacios, las codician, las celebran.
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