Salus populi suprema lex esto: que la ley suprema sea la salvación (en el sentido de salud y de seguridad) del pueblo. Esta máxima del derecho público romano, inspirada probablemente en una de las leyes de las XII tablas, viene a justificar cualquier medida que se tome, aunque sea de dudosa legalidad, con tal de salvar al pueblo.
Se han empeñado en salvarnos, maldita la falta que nos hacía. Todos los gobiernos quieren salvar a sus pueblos, como el pastor a su rebaño. ¿Por qué y para qué será? Conviene preguntárselo.
A tal fin las autoridades sanitarias nos han dado instrucciones terapéuticas: el arresto domiciliario, uso de mascarilla y guantes, y la práctica del hábito de Poncio Pilatos de lavarse compulsivamente las manos con agua y jabón o con una pócima hidroalcohólica, para finalmente poder ingresar en la tierra prometida de la Nueva Normalidad.
El aspecto más estupefaciente de la crisis del virus ha sido la manipulación de la opinión pública. Parece mentira, pero no lo es, cómo, ante la amenaza del monstruo desconocido, ubicuo e invisible que bautizaron como Covid-19 como si fuera el nombre de un robot de película de ficción científica, la gente ha aceptado resignadamente cambiar su modo de vida, costumbres, proyectos profesionales y hasta comportamientos afectivos a cambio de la mera supervivencia.
Hemos aceptado vergonzosamente, como decía Juvenal en una sátira, el mayor de los males posibles: propter uitam uiuendi perdere causas: perder la razón y el sentido de la vida, aquello por lo que vale la pena vivir, para asegurarnos la supervivencia.
En pleno siglo XXI estamos asistiendo a la puesta al día del sistema que se estaba quedando obsoleto. Tiempos convulsos estos, malos tiempos para la lírica, como todos, en los que somos testigos de la transición de lo analógico a lo digital o numérico.
Ahora casi todo se hace utilizando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, hasta nuestra propia firma, que era lo más sagrado y que debía ser presencial y de puño y letra, como se decía antaño, y que ha pasado a digital y virtual.
Se pretende la eliminación física del dinero efectivo y metálico, lo que no significa, que nadie se llame a engaño, la desaparición del vil metal, que eso es una posverdad o bulo subido a la Red, sino sólo su transustanciación o conversión numérica en un artículo de fe, sustituyéndose billetes de banco y monedas, calderilla al fin y a la postre, por las tarjetas de débito y crédito, pero ni siquiera en su forma material plástica, ya que bastará con su número para poder operar.
Muchas tiendas y pequeños negocios se cierran, lo que no supone tampoco la desaparición del comercio, que nadie se llame a engaño tampoco con esto, sino en todo caso la desaparición del pequeño comercio en favor del grande, que evoluciona hacia la transacción comercial en línea, que es más cómoda porque no necesitamos salir de casa, donde nos sentimos seguros como en la burbuja del claustro materno, ni manejamos el vil metal, que es fuente de contagio vírico, sino la tarjeta (y ni siquiera físicamente, que también podría contagiarnos, sino sólo el número asignado) y, además, nos sirven la compra y la comida si es preciso a domicilio, así como la atención médica vía telefónica. ¿Qué más podemos desear?
Adiós, pues, al supermercado haciendo cola en fila india, guardando la distancia de seguridad, con mascarilla y guantes y esperando a que el Cancerbero de turno nos deje entrar al templo del consumo cuando haya salido otro cliente.
Ya nos habían advertido las autoridades sanitarias de que no hacía falta hacer la compra todos los días, que podía hacerse previsoramente una vez a la semana. Y que empeñarse en comprar el pan nuestro de cada día a diario era un acto egoísta y poco solidario, que nos ponía en peligro a todos. Podía, por ejemplo, comprarse el pan semanalmente, guardarse en el congelador y descongelarse cada día. O podía consumirse un pan de molde que se conserva tierno durante mucho tiempo.
Otro de los cambios que ha llegado para quedarse (y para que todo siga al fin y a la postre igual, cuando no peor) es el teletrabajo o el enemigo metido en casa, que supone una vuelta de tuerca a nuestra explotación laboral, desde el momento en que coinciden explotador y explotado: los horarios, la rutina y el relativo control los ejerce el propio trabajador sobre sí mismo, sobre el que sigue planeando la figura abstracta del jefe, lo que implica mucha presión, y la entrada del ámbito público en el privado.
"Que triunfe la salud y que se muera el mundo"
En cuanto a las instituciones tradicionales de enseñanza, irán perdiendo peso las lecciones presenciales y magistrales en favor de las virtuales a distancia, reduciéndose su labor a la formación profesional y a la consiguiente expedición de titulaciones académicas.
Las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza favorecerán el autodidactismo, y desaparecerán definitivamente las figuras tradicionales del maestro y sus discípulos.
El distanciamiento social es un concepto nuevo, quizá el más importante dentro de esta “nueva normalidad” que se nos impone, que favorecerá las videoconferencias, el cibersexo, la participación en todo tipo de foros digitales y los contactos virtuales.
El distanciamiento social supone la desaparición de la sociedad como tal y su sustitución por las llamadas redes sociales, donde no hay amigos sino simples contactos eventuales, todos hikikomori con agorafobia, cuyos pensamientos se reducen a breves mensajes, emoticonos o likes, a idioteces como este comentario conformista sobre el confinamiento decretado por el gobierno que circula por la Red apelando a la responsabilidad civil: "Me flipa muchísimo (así, literalmente) la cantidad de gente que entiende el confinamiento como una restricción del gobierno (que es lo que es porque no es otra cosa, comentario mío entre paréntesis) y no como una responsabilidad civil".
La relación entre el médico y el paciente también será cada vez más virtual, rehuyendo en la medida de lo posible el contacto contagioso. Se impondrán el control biométrico y los diagnósticos médicos a distancia. Se exigirán certificados de buena salud, como antaño se exigían de buena conducta.
La máxima seguridad garantizada nos ha salvado de morir de virus coronado-19 o Sars-Cov-2, pero no somos inmortales, no nos engañemos con esto. Moriremos de muerte “natural” o de cualquier otra cosa, pero moriremos sanos y libres de la pandemia, cueste lo que cueste. Y todo gracias al gobierno.
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