El príncipe Próspero y otros mil nobles cortesanos se confinaron en una abadía fortificada para aislarse y escapar de la terrible epidemia de peste que azotaba y asolaba el país con gran ensañamiento. Los más viejos no recordaban una epidemia tan asoladora y espantosa como aquella.
El príncipe y los caballeros y damas de su corte, indiferentes a los sufrimientos del populacho, tenían la intención de esperar el fin de la plaga en el lujo y la sensación de seguridad que les brindaba la sólida y altísima muralla que circundaba la abadía, su refugio, después de haberse aprovisionado convenientemente para una larga permanencia y acerrojado su puerta de hierro, dejando fuera a la Muerte Roja, que es como llamaban los lugareños a la peste. Desafiaban así el príncipe y sus cortesanos el contagio del mundo exterior con aquellas precauciones.
Una noche, al cabo de cinco o seis meses de confinamiento, cuando la peste causaba los más terribles estragos, Próspero organizó un baile de máscaras para entretener y divertir a sus amigos invitados. El baile de disfraces se celebraría a lo largo y ancho de siete habitaciones de la gótica abadía. Cada una de las estancias estaba decorada e iluminada con un gusto exquisito por unos braseros colocados justo delante de las ventanas que daban un color específico a la cámara: azul, púrpura, verde, naranja, blanco y violeta, las seis primeras respectivamente. La séptima y última sala estaba decorada en tonos negros, iluminada por una luz escarlata que evocaba el de la sangre.
Muy pocos huéspedes se aventuraban hasta el séptimo aposento, donde se yergue un gran reloj de ébano que resuena al cabo de sesenta minutos, que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye. Cuando da la hora, la orquesta interrumpe la música y las parejas dejan de bailar y de hablar y se hace un silencio sepulcral. El eco retumba solemne en ese momento en toda la abadía. Cuando acaba el repique, se reanuda la mascarada como si no hubiera pasado nada.
A medianoche sonaron, pausadas y ceremoniosas, en el carillón del aposento de terciopelo las doce campanadas. El príncipe advirtió entonces la extraña silueta de un misterioso invitado en un traje oscuro que no recordaba haber visto nunca antes que estaba como salpicado de sangre, cuyo roidículo y sórdido disfraz semejaba una mortaja ensangrentada. Próspero, creyendo que el misterioso huésped que no recordaba haber visto nunca antes y no creía haberlo invitado, era un ladrón que había entrado furtivamente de noche en la abadía, le exige que se desenmascare inmediatamente a fin de revelarle su identidad.
-¿Quién se atreve -preguntó el príncipe-, quién se atreve a insultarnos así con su presencia? ¡Desenmascaradlo -gritó a los invitados-, para qué sepamos quién se esconde detrás de ese ridículo disfraz!
Los bailarines, demasiado aterrados para acercarse a la siniestra figura, la dejan pasar a través de las seis cámaras.
El príncipe persigue al intruso con una daga mientras este atraviesa los salones sin que nadie se atreva a cortarle el paso, hasta llegar al último de terciopelo. Cuando la figura se vuelve hacia él, el puñal resplandeciente cae sobre la negra alfombra, el príncipe deja escapar no un grito agudo, sino un alarido de horror, y cae acto seguido muerto fulminado.
Los cortesanos, aterrorizados, convergen en el cuarto negro y desenmascaran al sangriento personaje. Descubren, no sin espanto, que no hay nada debajo de la máscara cadavérica y del sudario. Entonces comprendieron que la misteriosa figura que no había sido invitada a la fiesta era la misma Muerte Roja. Creyeron que la habían dejado fuera de la abadía, y resultó que estaba dentro, encerrada con ellos entre aquellos muros impenetrables, ya que ella era la auténtica anfitriona, dueña y señora de aquellos dominios, y no el príncipe Próspero, quien los había a todos convidado. Y ahora todos iniciaban lentamente otro baile al son de las notas inconfundibles de la fúnebre melodía que empezaba a sonar misteriosamente de la vieja y macabra danza de la muerte.