(Plan
de mejora de la escritura del español para la erradicación de las faltas de ortografía).
La
escritura es un fenómeno cultural
gracias al que los hablantes de una lengua toman conciencia de la
lengua que hablan. En este sentido, la escritura del castellano, la
del italiano y el alemán, así como la del latín para su tiempo,
son bastante fieles a la lengua hablada, reflejan bastante bien en general, ya
que no la pronunciación, sí la estructura fonológica, es decir,
los rasgos pertinentes y distintivos de los sonidos, a diferencia del
francés o del inglés.
En esta última lengua franca y babélica, que es la lengua del Imperio, la pronunciación de la vocal larga /u:/,
por poner un solo ejemplo, puede reflejarse en la escritura de siete
formas diferentes: boot, move, shoe, group, flew, blue, rude.
Esto supone que la mayoría de las palabras
de la lengua de Shakespeare deben deletrearse si no se saben escribir, lo que se ve en las películas anglosajonas donde cada dos por tres deben deletrear los nombres propios cuya escritura
se desconoce, mientras que en la lengua de Cervantes la mayoría de las palabras se leen prácticamente como se escriben,
porque a cada letra por regla general suele corresponderle un fonema,
y viceversa.
El poeta Juan Ramón Jiménez emprendió
por su cuenta su pequeña reforma ortográfica en lo que a la ge y a
la jota concierne, escribiendo con jota, por ejemplo, “antolojía”
y reservando la ge exclusivamente para la oclusiva velar sonora, como
en gato.
Agustín García Calvo optó en sus últimos textos por eliminar la x en el margen postnuclear de la sílaba, y escribir en su lugar, una "s", por ejemplo, "testo" en vez de "texto", igualmente optó por la eliminación de la "n" cuando iba seguida de silbante más consonante, en una tendencia que ya recoge la RAE, que en algunas ocasiones admite la doble forma como en "transporte" y "trasporte".
No obstante, todavía chocamos en
castellano con algunos obstáculos, que deberíamos desechar si
queremos ser más respetuosos con la procura de escribir bien la
lengua que hablamos. Las letras “b” y “v”, por ejemplo,
representan el mismo fonema oclusivo labial sonoro hoy día, a pesar
de algunos cultiparlantes que se empeñan en africar las uves al modo
francés. Parece lo más razonable usar una grafía común para este
fonema: o siempre la “v” o siempre la “b”, pero no unas veces
uno y otras otro como sucede ahora por unas razones conservadoras que
la inmensa mayoría de los hablantes y escribientes desconoce.
Otro ejemplo: la hache no es un fonema castellano y
no se incluye dentro del sistema fonológico (aunque alguna vez se
aspirara, como revela la expresión cante jondo, es decir,
hondo). Deberíamos olvidarnos de ellas al comienzo de las
palabras, como hicieron los italianos -sólo queda alguna reliquia en la lengua de Dante. O, de lo contrario, los
conservadores de grafías obsoletas deberían reclamar que España se
escribiera con hache, sí, porque viene del latín “Hispania”,
como se sabe, con hache (aquí tienen el argumento etimológico que
necesitan), y deberían escribir, de acuerdo con eso, Hespaña
por lo tanto.
Igualmente, el problema de los acentos
se resolvería con un poco de buena voluntad si acentuáramos todas
las palabras tónicas y nos olvidáramos de normas ortográficas que
huelen a alcanfor y a naftalina, que impone la santa madre inquisición
de la corrección ortográfica. Las autoridades académicas nos han
dispensado de escribir la tilde del acento en algunos monosílabos
tónicos, pero sería mucho más fácil ponérsela a todos que no
acordarse de que hay que ponerla en mí cuando no es posesivo, sino personal, y en sí, cuando es afirmación y no la conjunción condicional, pero
no en ti por ejemplo.
Se podría objetar que lo que aquí se
predica traería consecuencias desastrosas y funestas para el cabal
entendimiento de la lengua, o sea para la gramática. No es así en
absoluto. Al contrario, nadie confundiría, por poner un ejemplo, la
preposición “a” (a casa) con el verbo auxiliar “ha”
(ha ido), porque la diferencia más importante no radica en la hache,
que es sólo superficial y literaria, y no es más que una rémora de
nuestra tradición escrita, sino en el acento: la preposición es
átona y el verbo tónico. Bastaría solamente con prestarle oído a
la propia lengua que hablamos para saber que “a” no lleva acento
en “a casa”, pero sí lo lleva, aunque secundario, en “hà ído”…
¡Lástima que algunos estén ya irremediablemente sordos para el
resto de sus días por culpa del propio sistema educativo, que pretende ensordecernos a
todos o, al menos, a la inmensa mayoría democrática, anteponiendo
el carro de las reglas ortográficas del acento a los bueyes del
sentido del oído y la prosodia!
¿Qué sucedería si de repente, de la
noche a la mañana, como suele decirse, nos pusiéramos todos a
escribir como hablamos? ¿Pasaría algo grave? No, nada más que no
habría lugar a cometer faltas de ortografía. ¿Nada más que eso?
Nada más y nada menos. ¡Sería estupendo! Nadie se escandalizaría
por el hecho de que se escribiera “abézes”, por ejemplo, todo junto y con “b”
y con “z” (sí que sería una idiotez, un signo de cobardía,
sumisión a la autoridad y miedo a cometer una falta –pero no una
falta propiamente dicha, sino en todo caso una sobra- escribir “habézes”, lo
que pasa hoy: algunos se pasan por miedo de no llegar y ponen o
intercalan haches donde no las hay, como en teléfono
in(h)alámbrico, creyendo que escriben más cultamente, y ponen tildes donde no hay que ponerlas como en vinierón y todo lo
que acaba en –on, porque han interiorizado la norma de que se
acentúan las palabras oxítonas que acaban en ene o ese, y no
escuchan a su oído que debería hacerles sentir cuál es la sílaba
tónica, que no es la última sino la penúltima en este caso, complicando las cosas así sobremanera.
Y es que la normativa académica
vigente cumple a mi ver dos funciones importantes: la de inducir a
errores ocultando y falsificando la realidad de la propia lengua que
se habla, y la política (todo es política en esta vida, ya lo ves,
hija mía, hasta lo que no lo parecía), de imponerle a la gente
(analfabeta como viene al mundo) normas, reglas y autoridades
académicas y pedantes desde su más temprana infancia para someterla
también al yugo ortopédico y ortodoxo de la ortografía.
(1)
La palabra todavía procede de dos palabras
latinas tota uia, expresión que significa “en todo el recorrido
del camino”, como en la frase “tōtā uiā
errāre”: equivocarse totalmente, de cabo a
rabo. De ahí viene, escrito en una sola palabra, nuestro todavía,
que en castellano viejo se usaba como
sinónimo de siempre (cf. ing. allways), como en el verso aquel del Arcipreste de Hita
del Libro de Buen Amor: adulterio e
forniçio todavía deseas. La Real
Academia Española de la Lengua, esencialmente conservadora,
prescribe que se escriba todavía con uve para recordar precisamente
su origen etimológico latino. Pero el argumento cae por su propio
peso: en latín no había uves: la palabra VIA se pronunciaba “uia”,
no “bia” (al menos en el latín clásico, porque, según sabemos,
los hispanos confundieron enseguida en latín vulgar VĪVERE
(uiíuere: vivir) con BIBERE (bíbere: beber), haciendo ambas
palabras equivalentes al oído. Y es que hoy sólo hay una pequeña
diferencia de timbre vocálico entre vivamos
y bebamos,
lo que no deja de tener su miga de gracia por su parte.