¡Qué feroz insistencia la de los padres y los maestros en torcer lo derecho y corroborar lo torcido de sus naturales instintos (de los niños)! (Miguel de Unamuno, Acerca de la reforma de la ortografía castellana, 1896).
Miguel de Unamuno (1864-1936)
Don Miguel de Unamuno nos
ha legado un retrato entrañable de un maestro de escuela llamado
Gárcia y no García, decidido partidario de la ortografía
fonética. Su propuesta era la siguiente: “Para cada sonido un solo signo y para cada signo un
solo sonido. Suprimía la c y la qu,
escribiendo ka, ke, ki, ko, ku
y za, ze, zi, zo, zu.
Así,
kerer,
kinto
y zera,
zinturón.
Su
grito de guerra -que él escribía
gerra- era:
“¡Muera la qu!”.
De
él escribe Unamuno: “...él era Gárcia y no García, y defendía
la prosodia de su apellido con una tozudez heroica. Era menester que
no le devorasen los Garcías, los vulgares Garcías. Un García
cualquiera podía conformarse con la ortografía oficial y transigir
con la qu
y con la hache; pero él, Gárcia, él era un rebelde que iba a
revolucionar por la ortografía fonética el pensamiento todo de las
generaciones futuras.”
Las
pretensiones del maestro rural chocaron enseguida con la tozuda realidad
de los
vulgares Garcías, los conformistas, los que a todo decían amén. No
en vano García es el apellido más común en la geografía de nuestra
sufrida piel de
toro que sigue siendo España, donde la tauromaquia es la fiesta nacional
y está declarada de interés para los turistas. Así continúa don Miguel:
“Pero el
pueblo se alarmó, y creyó que aquel hombre heroico y abnegado
estaba trastornando los entendimientos de los niños puestos a su
cuidado, que a estos niños les convenía aprender la ortografía
oficial y no otra, que si escribían azer
en
vez de hacer, zikatero
en
vez de cicatero y keso
por
queso, no harían carrera, y empezó una campaña contra el pobre
maestro. Él que escriba sus cartas como quiera -decían los
vecinos-; pero a nuestros hijos que les enseñe a escribir como Dios
manda. Dios era la Real Academia Española de la Lengua. Y querían
que les enseñase a escribir hasta septiembre
y
obscuro y
subscriptor,
como yo no escribo nunca.”
Es
curioso que las tres palabras que cita Unamuno como correctas
ortográficamente puedan escribirse hoy también con corrección
setiembre, oscuro y suscriptor, y en estos dos últimos casos es la
forma más habitual, quedando ya como obsoletas las formas con bs que él citana como académicas.
Nuestro maestro de escuela acabará claudicando ante los
requerimientos de su mujer, que le recrimina que van a echarlo de
la escuela y no van a admitirlo en ninguna parte, y sus hijos van a
morirse de hambre. Lo que dice la abnegada esposa y madre de familia representa, según Unamuno, la voz de la
sabiduría del pueblo, pero se trata de una voz popular "de la claudicación, de la
mansedumbre”.
El cuento, que lleva por título “Gárcia, mártir de la
ortografía fonética”, concluye así: “Al fin llegó el desenlace de la
tragedia, la catástrofe. El pobre Gárcia sucumbió. Enseñaría a
escribir como la Academia manda, enseñaría a escribir
obscuro con la b,
y enseñaría la qu
y la hache y la ce.
Pero antes se haría
García. O sea, la muerte civil, el suicidio intelectual. Y desde que
se convirtió en García y enseñaba ortografía académica, el pobre
hombre fue como un cadáver ambulante. Y sobrevivió poco. La pena le
mató.”
Por
otra parte, en su escrito de 1896 Acerca
de la reforma de la ortografía castellana,
aborda don Miguel de Unamuno el mismo tema desde una perspectiva, no ya literaria
como en el susodicho cuento, sino ensayística, aunque es a veces difícil deslindar la narración del ensayo en Unamuno .
Muchos
maestros se quedarían sin trabajo, porque ya no tendría ningún
sentido hacer aprender a niños y niñas las normas ortográficas,
“aquellas reglitas, llenas de encanto tradicional e impregnadas de
dulces recuerdos infantiles”. No sería necesario someter a los
pobres chiquillos a ese martirio para que no fueran “ordinarios”
porque, como dice Unamuno, no por eso iban a llegar a ser
“extraordinarios”.
Si
adoptásemos la escritura fonológica, una vez aprendidas bien las
letras, todos seríamos capaces de escribir bien sin necesidad de memorizar unas reglas incomprensibles que sólo se conservan por
prurito arqueológico, cosas tan abstrusas como, por poner un solo ejemplo y tomando para el caso la ge y la
jota, lo que pasa con estas letras, que no ofrecen ninguna dificultad
cuando van seguidas de las vocales a,
o
y u,
pero sí cuando preceden a e
o a i,
por lo que hay que aprender porque sí, sin más explicaciones, que rugir y rugido se escriben con ge, pero
crujir y crujido con jota...
No hace falta conservar la ortografía
tradicional para demostrar el origen latino del castellano, como dice
don Miguel, y pretenden los puristas conservadores: No
necesita el castellano, para conservar su pureza y el sello de su
abolengo, el que le planten esos caireles, y flecos, y borlas llenas
de jeroglíficos; que no por vestir a la antigua usanza a un quidam
cualquiera, resultaría con aire de nobleza. Sin toga vieja y
remendada es el castellano latín hasta los tuétanos.
A
la pregunta que se formula don Miguel: ¿Cuál
es, en efecto, el principal y hondo obstáculo (¿por qué no
ostáculo?) a la reforma de la ortografía?
Él mismo nos da una respuesta no sin ironía: Si
se adoptase una ortografía fonética sencilla, que, aprendida por
todos pronto, hiciera imposibles, o poco menos, las faltas
ortográficas, ¿no desaparecería uno de los modos de que nos
distingamos las personas de “buena
educación” de
aquellas otras que no han podido recibirla tan esmerada?
Si la instrucción no nos sirviera a los ricos para diferenciarnos de
los pobres, ¿para qué nos iba a servir? Y
más adelante concluye: Adoptar
una ortografía sencilla y fácil, que haga imposibles las faltas
ortográficas, es algo así como adoptar un uniforme. Y si no nos
distinguimos por el traje, ¿qué será de nosotros? Si al que lleva
levita, se la quitan, y con ella la ortografía y el bachillerismo, y
le cortan las uñas chinescas (1), ¿qué queda del caballero? Le han
quitado el caballo al caballero: queda un simple hombre.
Uñas chinescas
(1) Entre los chinos era
síntoma de elegancia y refinamiento mantener las uñas largas y
cuidadas, al menos la del dedo meñique, porque eso denotaba que uno no necesitaba trabajar con las
manos como un vulgar asalariado y que pertenecía, por lo tanto, a la clase privilegiada y a la
“buena sociedad”, como dice Unamuno. Dejarse largas todas las uñas hubiera sido bastante incómodo. Las uñas chinescas como el
gastar corbata entre los occidentales son un medio que sirve para
distinguirse exteriormente del pueblo inculto y grosero, como la
aplicación de las normas de ortografía, que revelan que uno ha sido
alfabetizado y sufrido la escolarización obligatoria, lo que, por
otra parte no impide que sea, digo yo, un analfabeto funcional, o
sea, alguien que sólo lee y escribe lo que está mandado, que es lo
que Dios manda.
Lo que está mandado: manda dios o manda guevos.
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