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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Leyendo a Lucano con Unamuno

    Ya en el primer verso de su epopeya histórica que lleva por título Farsalia nos anuncia Lucano que va a cantar guerras más que civiles —“bella… plus quam ciuilia”. Con esta afortunada expresión se refiere el cordobés a la guerra civil entre César y Pompeyo que acabó con la república romana, que efectivamente fue una guerra fratricida entre compatriotas, pero en la que se vieron involucrados muchos otros ejércitos extranjeros, sin ir más lejos varios monarcas orientales en la batalla de las llanuras de Farsalia. Pero, al mismo tiempo, es una expresión afortunada porque sugiere que todas las guerras son de algún modo civiles aunque las hagan militares o ciudadanos en armas de naciones enfrentadas.

    No hay que olvidar que los muros de la futura Roma se regaron con la sangre de dos hermanos. Sus fundadores Rómulo y Remo, que habían sido amamantados por una loba, se enfrentaron y Rómulo dio muerte a Remo, constituyendo la monarquía y estableciéndose como primer rey de Roma. Roma misma, pues, nace de una guerra civil o, si se quiere, precivil porque todavía no existía la ciudad, entre dos hermanos. Otro fratricidio hay en la Biblia judeocristiana en el origen de la humanidad: el asesinato de Abel a manos de Caín.

César cruza el Rubicón, Adolphe Yvon (1875)

     Lucano, el cordobés, canta al vencido, a Pompeyo, y execra, pero admira, al vencedor, a César, al instaurador del cesarismo, que no es ni más ni menos que el fajismo, como dice a propósito Unamuno, que intentó sin mucho éxito introducir el término en castellano para adaptar el italiano “fascismo”. Unamuno empleó, quizá lo acuñó él mismo, el término fajismo, derivado de 'fajo' con el sentido de haz, gavilla o manojo. Y es que “fascismo” deriva del italiano “fascio” que es una continuación del latín 'fascis', que conservamos en el diminutivo fascículo -'haz de fibras musculares, en anatomía'-, convertido en un tema en -o: *fascium, que sería el origen de nuestro 'fajo', por ejemplo en la expresión 'fajo de billetes' pero también era el nombre de las haces de varas que llevaban los lictores de las que salía el filo de una segur o hacha, que entre nosotros se ha convertido en símbolo de la Guardia Civil.

    “La causa vencedora —nos dirá Lucano en un verso inmortal— plugo a los dioses, pero la vencida a Catón.” En otro pasaje Lucano nos presenta a Catón, al que ha parangonado con los dioses, como un santo estoico: nec sancto caruisset uita Catone: “Y la vida no se habría quedado sin el santo Catón”. La frase tiene su miga paradójica: con la muerte de Catón, que se suicidó haciendo suyo aquello que alguien dirá después que él de “vale más morir de pie que vivir de rodillas”, es la vida la que ha perdido a Catón y no Catón el que ha perdido la vida. Catón, el sabio, no sufre ninguna pérdida perdiendo la vida, porque esa pérdida no le afecta. Son los contemporáneos de Catón quienes pierden al mejor ejemplar del género humano.

 

    Ve Unamuno a Catón, por su parte, como una suerte de Don Quijote romano y pagano, que supo desafiar al Hado. Catón es el auténtico héroe de la Farsalia, Catón de Útica, 'que se suicidó por no rendirse al cesarismo, al estatismo'. Hay un verso (VII, 350) que dice: Causa iubet melior superos sperare secundos: El servir a la causa mejor nos exige esperar que los dioses del cielo nos sean favorables. Vana esperanza. La batalla de Farsalia echará por tierra la llamada 'mística de la victoria' que aseguraba que eran los mejores los que vencían y gozaban del favor de los dioses. En Farsalia sucederá lo contrario, ganarán los que defendían la peor causa, el cesarismo, el fajismo, y por ser los vencedores, no los mejores, gozarán del favor de los dioses inmortales, o lo que es lo mismo, de la Historia Universal.

    ¿Y César? -Se pregunta Unamuno-. ¿O sea el Estado, el Estado todopoderoso y absorbente? César necesita enemigos para ejercer su actividad guerrera, le daña el que le falten enemigos —“sic hostes mihi desse nocet” (III, 364)—, y así, cuando no los encuentra los inventa, u hostiga a los resignados a que se le rebelen. Duro trance cuando se nos rinde a primeras aquel contra quien vamos. Hay que provocarle a que nos provoque. Y acudir luego a una ley de supuesta defensa. 

Lictor y fasces con segur

    Unos versos de Unamuno de un poema titulado 'Fascismo' dicen: No un manojo, una manada / es el fajo del fajismo; / detrás del saludo nada, / detrás de la nada abismo. Se quejaba por cierto Unamuno de que había fajistas que empezaban 'a tomar como emblema, no el fajo, no el haz de varas de los lictores, sino la cruz del Cristo', en lo que luego sería en la España de Franco el nacional-catolicismo. El nacional-catolicismo  es un oximoro más grande que una casa, porque el catolicismo es por definición universal, que es lo que quiere decir καθολικός katholikós en griego, y malamente puede ser nacional y patriótico cuando aspira a lo universal, de ahí que para el cristianismo sólo haya una patria verdadera, Jerusalén, que no es la real, sino la celestial.

viernes, 5 de noviembre de 2021

¿De qué lado está Dios?

    Roger de Rabutin (1618-1693), conde de Bussy,  en una carta al conde de Limoges fechada el 18 de octubre de 1677,  escribió:  Dieu est d'ordinaire pour les gros escadrons contre les petits: (Dios suele estar a favor de los grandes escuadrones contra los pequeños). La idea que subyace detrás de esta cita es que la mayoría (les gros escadrons) siempre vence a la minoría (les petits) porque es numéricamente superior, y eso Dios lo aprueba, sin entrar en qué partido, bando o batallón es cualitativa- o moralmente mejor.


    Ya antes que él, Tito Livio había dejado escrito que la mayoría casi siempre vencía a la, por así decirlo, mejoría, sin achacárselo especialmente a la voluntad de la divina Providencia como hacía el conde de Bussy: “sed, ut plerumque fit, maior pars meliorem uicit” (Livio, XXI, 4, 1): Pero, como casi siempre pasa, la mayor parte venció a la mejor. Livio lo dijo a propósito de las guerras púnicas, cuando los aristócratas cartagineses, capitaneados por Hannón (o Anón), que para nuestro historiador representaba la mejor parte porque era la nobleza cartaginesa y defendía la paz con los romanos, se opusieron a que Aníbal, aclamado general con el griterío unánime del fervor popular, sucediera a Asdrúbal, conscientes de que esa chispa (paruus hic ignis) podría provocar un gran incendio (incendium ingens). Anón (o Hannón), que quería la paz con los romanos, no veía bien el nombramiento de Aníbal, que contaba con el apoyo del partido de los Barca y de la mayoría. Así traduce José Antonio Villar Vidal el pasaje: “Pocos, pero prácticamente los mejores se mostraban de acuerdo con Hannón, pero como ocurre las más de las veces, la cantidad se impuso a la calidad”.  (Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, Biblioteca Básica Gredos, Madrid 2001).    
 
Marco Porcio Catón leyendo el Fedón antes de darse muerte, J.-Baptiste Roman (1840)

      Pero llegamos enseguida a Lucano que en su poema épico Farsalia canta a Pompeyo, al que denomina las más de las veces por su sobrenombre Magno, derrotado en la guerra civil por su rival Julio César, y a uno de sus partidarios, a Catón, que cuando recibió la noticia de la victoria de César se quitó la vida. Lucano le dedica entonces un hexámetro que es un magnífico epitafio: Victrix causa deis placuit, sed uicta Catoni (Plugo a los dioses razón vencedora, a Catón la vencida) del que se suele decir que el poeta parangona a Catón con los propios dioses, pero del que don Miguel de Unamuno, que también se complacía en la defensa de las causas perdidas, comenta, viendo en él la quintaesencia del quijotismo: “Aquí tenemos a Catón por encima de los dioses. Catón de Útica, eterno modelo de hombre. De hombre, no de sobre-hombre, ¡no! sino de hombre”. En el verso de Lucano se ve claramente cómo los dioses se complacen con la causa vencedora, otorgándole de hecho la victoria, pero frente a la consideración de que lo que ha triunfado es mejor que lo que ha sido derrotado por el hecho de haber triunfado se rebela el sabio estoico, cuya dignidad se contrapone a la de los dioses: su razón, aunque haya sido derrotada por la fuerza de los hechos, y aunque le complazca al cielo, es moralmente superior a la otra, a la ganadora. La causa vencedora fue la de César, la vencida, es decir la de Pompeyo, fue la de Catón, que continuó luchando en defensa de la república contra el proyecto dictatorial de César, y que tras la victoria de este en la batalla de Tapso se quitó la vida. El verso de Lucano exalta la elección de quien se mantiene firme en la defensa de sus valores incluso cuando el curso de la historia se opone a ellos. 
 
La batalla de Guadalete, Salvador Martínez Cubells (1845-1914)
 
    La célebre redondilla castellana anónima y popular que citábamos el otro día basada probablemente en la batalla de Guadalete entre moros y cristianos en el año 711, en la que el rey godo Rodrigo fue derrotado y perdió probablemente la vida, lo que supuso el fin del reino visigodo en la península ibérica, recoge la misma idea: Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos, / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos, o con la variante en los dos últimos versos (arrancando en el primero con "llegaron" en lugar de "vinieron"): que Dios bendice a los moros, / si son más que los cristianos".

    A diferencia de Roger de Rabutin, que afirmaba que Dios estaba "d'ordinnaire" a favor de los grandes escuadrones, pero no necesariamente siempre, dejando abierta la posibilidad contraria, y de Tito Livio que decía que la mayoría de las veces, pero no todas, la mayor parte vencía a la mejor, la redondilla castellana basada en un hecho histórico, al igual que el verso de Lucano, concluye que la divina Providencia está siempre con la mayoría, que no es la mejor parte sin embargo.
 
    La protesta de todas las causas vencidas suele ser, por eso mismo, una blasfemia contra la realidad de los hechos, como en la lengua popular española "Me cago en Dios", que ordinariamente se pronuncia "cagüendiós".

jueves, 12 de agosto de 2021

Don Miguel de Unamuno y la ortografía

¡Qué feroz insistencia la de los padres y los maestros en torcer lo derecho y corroborar lo torcido de sus naturales instintos (de los niños)! (Miguel de Unamuno, Acerca de la reforma de la ortografía castellana, 1896).


 Miguel de Unamuno (1864-1936)

Don Miguel de Unamuno nos ha legado un retrato entrañable de un maestro de escuela llamado Gárcia y no García,  decidido partidario de la ortografía fonética. Su  propuesta era la siguiente:  “Para cada sonido un solo signo y para cada signo un solo sonido. Suprimía la c y la qu, escribiendo ka, ke, ki, ko, ku y za, ze, zi, zo, zu. Así, kerer, kinto y zera, zinturón. Su grito de guerra -que él escribía gerra- era: “¡Muera la qu!”.

De él escribe Unamuno: “...él era Gárcia y no García, y defendía la prosodia de su apellido con una tozudez heroica. Era menester que no le devorasen los Garcías, los vulgares Garcías. Un García cualquiera podía conformarse con la ortografía oficial y transigir con la qu y con la hache; pero él, Gárcia, él era un rebelde que iba a revolucionar por la ortografía fonética el pensamiento todo de las generaciones futuras.”

Las pretensiones del maestro rural chocaron enseguida con la tozuda realidad de los vulgares Garcías, los conformistas, los que a todo decían amén. No en vano García es el apellido más común en la geografía de nuestra sufrida piel de toro que sigue siendo España, donde la tauromaquia es la fiesta nacional y está declarada de interés para los turistas. Así continúa don Miguel: “Pero el pueblo se alarmó, y creyó que aquel hombre heroico y abnegado estaba trastornando los entendimientos de los niños puestos a su cuidado, que a estos niños les convenía aprender la ortografía oficial y no otra, que si escribían azer en vez de hacer, zikatero en vez de cicatero y keso por queso, no harían carrera, y empezó una campaña contra el pobre maestro. Él que escriba sus cartas como quiera -decían los vecinos-; pero a nuestros hijos que les enseñe a escribir como Dios manda. Dios era la Real Academia Española de la Lengua. Y querían que les enseñase a escribir hasta septiembre y obscuro y subscriptor, como yo no escribo nunca.”

Es curioso que las tres palabras que cita Unamuno como correctas ortográficamente puedan escribirse hoy también con corrección setiembre, oscuro y suscriptor, y en estos dos últimos casos es la forma más habitual, quedando ya como obsoletas las formas con bs que él citana como académicas.


Nuestro maestro de escuela acabará claudicando ante los requerimientos de su mujer, que le recrimina que van a echarlo de la escuela y no van a admitirlo en ninguna parte, y sus hijos van a morirse de hambre. Lo que dice la abnegada esposa y madre de familia representa, según Unamuno, la voz de la sabiduría del pueblo, pero se trata de una voz popular "de la claudicación, de la mansedumbre”.

El cuento, que lleva por título “Gárcia, mártir de la ortografía fonética”, concluye así: “Al fin llegó el desenlace de la tragedia, la catástrofe. El pobre Gárcia sucumbió. Enseñaría a escribir como la Academia manda, enseñaría a escribir obscuro con la b, y enseñaría la qu y la hache y la ce. Pero antes se haría García. O sea, la muerte civil, el suicidio intelectual. Y desde que se convirtió en García y enseñaba ortografía académica, el pobre hombre fue como un cadáver ambulante. Y sobrevivió poco. La pena le mató.”

Por otra parte, en su escrito de 1896 Acerca de la reforma de la ortografía castellana, aborda don Miguel de Unamuno el mismo tema desde una perspectiva, no ya literaria como en el susodicho cuento, sino ensayística, aunque es a veces difícil deslindar la narración del ensayo en Unamuno .

Muchos maestros se quedarían sin trabajo, porque ya no tendría ningún sentido hacer aprender a niños y niñas las normas ortográficas, “aquellas reglitas, llenas de encanto tradicional e impregnadas de dulces recuerdos infantiles”. No sería necesario someter a los pobres chiquillos a ese martirio para que no fueran “ordinarios” porque, como dice Unamuno, no por eso iban a llegar a ser “extraordinarios”. 

 
Si adoptásemos la escritura fonológica, una vez aprendidas bien las letras, todos seríamos capaces de escribir bien sin necesidad de memorizar unas reglas incomprensibles que sólo se conservan por prurito arqueológico, cosas tan abstrusas como, por poner un solo ejemplo y tomando para el caso la ge y la jota, lo que pasa con estas letras, que no ofrecen ninguna dificultad cuando van seguidas de las vocales a, o y u, pero sí cuando preceden a e o a i, por lo que hay que aprender porque sí, sin más explicaciones,  que rugir y rugido se escriben con ge, pero crujir y crujido con jota... 


No hace falta conservar la ortografía tradicional para demostrar el origen latino del castellano, como dice don Miguel, y pretenden los puristas conservadores: No necesita el castellano, para conservar su pureza y el sello de su abolengo, el que le planten esos caireles, y flecos, y borlas llenas de jeroglíficos; que no por vestir a la antigua usanza a un quidam cualquiera, resultaría con aire de nobleza. Sin toga vieja y remendada es el castellano latín hasta los tuétanos.

A la pregunta que se formula don Miguel: ¿Cuál es, en efecto, el principal y hondo obstáculo (¿por qué no ostáculo?) a la reforma de la ortografía? Él mismo nos da una respuesta no sin ironía: Si se adoptase una ortografía fonética sencilla, que, aprendida por todos pronto, hiciera imposibles, o poco menos, las faltas ortográficas, ¿no desaparecería uno de los modos de que nos distingamos las personas de “buena educación” de aquellas otras que no han podido recibirla tan esmerada? Si la instrucción no nos sirviera a los ricos para diferenciarnos de los pobres, ¿para qué nos iba a servir? Y más adelante concluye: Adoptar una ortografía sencilla y fácil, que haga imposibles las faltas ortográficas, es algo así como adoptar un uniforme. Y si no nos distinguimos por el traje, ¿qué será de nosotros? Si al que lleva levita, se la quitan, y con ella la ortografía y el bachillerismo, y le cortan las uñas chinescas (1), ¿qué queda del caballero? Le han quitado el caballo al caballero: queda un simple hombre.

 Uñas chinescas

(1)  Entre los chinos era síntoma de elegancia y refinamiento mantener las uñas largas y cuidadas, al menos la del dedo meñique, porque eso denotaba que uno no necesitaba trabajar con las manos como un vulgar asalariado y que pertenecía, por lo tanto, a la clase privilegiada y a la “buena sociedad”, como dice Unamuno.  Dejarse largas todas las uñas hubiera sido bastante incómodo. Las uñas chinescas como el gastar corbata entre los occidentales son un medio que sirve para distinguirse exteriormente del pueblo inculto y grosero, como la aplicación de las normas de ortografía, que revelan que uno ha sido alfabetizado y sufrido la escolarización obligatoria, lo que, por otra parte no impide que sea, digo yo, un analfabeto funcional, o sea, alguien que sólo lee y escribe lo que está mandado, que es lo que Dios manda.