Leo con
interés el artículo del historiador y escritor israelí Yuval Noah Harari Los cerebros “hackeados” votan, publicado en El País el 6 de enero de 2019, que
me decepciona al final bastante porque, después de hacer unos descubrimientos
que ponen en tela de juicio la democracia liberal, hace una defensa a ultranza
de dicho régimen que “ha demostrado que es una forma de gobierno más benigna
que cualquier otra alternativa”. Me recuerda mucho a la célebre impostura de
Winston Churchill: “la democracia es el peor sistema de gobierno posible, con
excepción de todos los demás”. Lo que sí ha demostrado la democracia es que,
buena o mala, es la forma de gobierno más eficaz hoy por hoy en todo el mundo,
porque es la que se ha impuesto y consolidado, la que se acepta con más
resignación y la que nos toca padecer.
No
obstante, el artículo hace algunos descubrimientos que hay que tener en
cuenta, como el que se desprende de su título, donde aparece el concepto de
cerebro “hackeado”, con terminología informática sajona, -jaqueado, escribiría
yo, a riesgo de interpretar el término en la jerga ajedrecística como jaque al rey, o
pirateado, mejor con vocablo griego más nuestro. Viene a decirnos Yuval Noah
Harari que las nuevas tecnologías pueden “corroer la libertad humana desde
dentro” (cursiva mía), más que los viejos regímenes autoritarios que lo hacían desde fuera.
El libre
albedrío, que caracterizaría al homo
sapiens, no es una realidad científica, escribe, sino un mito “que el
liberalismo heredó de la teología cristiana”, según la cual Dios premia y
castiga las buenas y malas acciones de los seres humanos, fruto como serían de
su libre arbitrio. Niega Yuval Noah Harari el libre albedrío de los seres
humanos afirmando que efectivamente tomamos decisiones “libremente” pero que
estas no son verdaderamente libres, porque nuestra mente no es libre. No somos,
por lo tanto, seres libres como pretenden la tradición cristiana y la
Ilustración, sino que somos “animales pirateables”. Nuestras decisiones
dependen de muchísimos factores que las condicionan y nos condicionan a
nosotros, ya que no controlamos nuestros pensamientos e ideas sino que son
ellos los que nos controlan a nosotros.
No hace
falta recurrir a ninguna suerte de teoría de la conspiración como hace el autor
cuando menciona para asustarnos a los hackers informáticos, que se limitan,
según él, por ahora “a analizar los productos que compramos, los lugares que
visitamos, las palabras que buscamos en Internet”, pero dentro de unos pocos
años “podrían correlacionar el ritmo cardiaco con los datos de la tarjeta de
crédito y la presión sanguínea con el historial de búsquedas”.
Si nos empeñamos
en conocernos a nosotros mismos, siguiendo el viejo adagio del templo de
Delfos, nos daremos cuenta de la imposibilidad de la tarea: No es posible que
el conocedor sea objeto de su propio conocimiento. Conócete a ti mismo debería significar:
reconoce tu ignorancia. No sabes quién eres. Sin embargo, nuestros piratas,
esos peligrosos hackers que cita el autor, sí lo saben, pueden saber lo que
nosotros no sabemos, porque tienen nuestros datos, como si dijéramos nuestra alma, porque pueden hacer que se nos antoje cualquier cosa, es
decir, cualquier idea, y vendérnosla. Cuando descubren lo que nos interesa, lo
que amamos y lo que odiamos, nuestros gustos personales, opiniones y prejuicios, pueden ya
manipularnos, nos conocen mejor que nosotros mismos y que la madre que nos
parió, por lo que pueden apretar nuestras tuercas. No es que descubran nuestros
intereses ocultos, sino que fomentan que desarrollemos unos gustos
personales, opiniones particulares, nuestras propias ideas, una personalidad
propia, en definitiva, que ellos acaban diseñando y controlando mejor que
nosotros. Nos han inculcado unas ideas que no son propias, sino comunes, pero
de las que nosotros nos apropiamos como si fueran carne de nuestra carne y
sangre de nuestra sangre, y las defendemos a capa y espada, idiotas que somos, como nuestra más íntima posesión. Cuando uno se
da cuenta de que “estos pensamientos no son míos, no son más que ciertas
vibraciones bioquímicas”, comprende también que no tiene ni idea de quién ni de
qué es. Uno se conoce a sí mismo, cuando reconoce que no sabe quién es.
El autor,
después de hacer estas clarividentes revelaciones y formularnos la inquietante pregunta
retórica de “¿Cómo vivir cuando comprendemos que somos animales pirateables,
que nuestro corazón puede ser un agente del Gobierno, que nuestra amígdala
puede estar trabajando para Putin y la próxima idea que se nos ocurra
perfectamente puede no ser consecuencia del libre albedrío sino de un algoritmo
que nos conoce mejor que nosotros mismos?”, se muestra sin embargo no poco ingenuo considerando
que se puede hacer un uso positivo de la tecnología y crear un poderoso
antivirus contra el pirateo de nuestros datos.
Yuval
Noah Harari se pregunta: “¿Qué hacer?” Y se responde diciendo que hay que
defender la democracia liberal porque, como decíamos al principio, es un mal menor,
pero al mismo tiempo hay que “desarrollar un nuevo proyecto político más acorde
con las realidades científicas y las capacidades tecnológicas del siglo XXI”.
No sé cómo se entiende eso. ¿En qué quedamos entonces? Yo diría que lo que hay
que hacer es mucho más sencillo que todo eso: Ya lo sugiere el propio autor,
basta con dejar de creer en el libre albedrío, y, reconocer, con Agustín García
Calvo entre nosotros, que cuando creemos que hacemos lo que queremos estamos
haciendo en realidad lo que nos mandan: «Si cada uno no creyera que hace lo que
quiere, sería imposible que hiciera lo que le mandan.».
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