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domingo, 25 de febrero de 2024

VERBA VOLANT, SCRIPTA MANENT

    Según el  adagio latino, las palabras, si se las deja en libertad vuelan: uerba uolant, scripta manent: las palabras vuelan y no sólo porque se las lleve y borre el viento, como decimos nosotros, sino porque tienen alas como los pájaros. Un viejo epíteto homérico resuena muchas veces como el estribillo de una melodía en la Odisea y la Ilíada: ἔπεα πτερόεντα: palabras aladas. Pero las que no han sido pronunciadas y liberadas permanecen prisioneras en la jaula silenciosa de la escritura, que se configura así como sarcófago o cautiverio al menos de la viva voz.




    Como escribe Borges,  el significado de esta máxima era muy distinto en la antigüedad del que le damos ahora, donde parece que preferimos la segunda parte, que las cosas queden por escrito, y decimos “lo escrito escrito está”: El adagio latino VERBA VOLANT, SCRIPTA MANENT, en que ahora se ve una exhortación a fijar con la pluma los pensamientos, se dijo para prevenir el peligro de los testimonios escritos... Aquella frase que se cita siempre: Verba volant scripta manent, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.

    Un mito griego, recogido por el divino Platón, atribuye la invención de la escritura al dios egipcio Theuth, que se la reveló al entonces faraón del alto y bajo Egipto Thamús, más conocido como Ammón, diciéndole: “Este conocimiento hará más sabios y más memoriosos a los egipcios pues sirve como fármaco para aumentar la memoria y la sabiduría que conlleva”. Pero el sabio faraón le replicó al dios: “Oh dios, tú que eres el padre de las letras, les confieres un poder que no tienen, porque no es recuerdo sino olvido lo que producirán en los que aprendan a leer y escribir, -entre los alfabetizados, diríamos hoy-, y descuidarán la memoria al fiarse de lo escrito”.

    Esto mismo les sucede a muchos estudiantes cuando toman apuntes. En el mejor de los casos habrán resumido una conferencia o lección magistral, pero si se les pregunta qué es lo que se ha dicho no tendrán ni idea, porque su memoria no lo ha retenido. Precisarán leer y releer esos apuntes hasta memorizarlos, algunos en voz alta para oírse a sí mismos, para enterarse de su contenido, porque no han estado atentos a comprender y asimilar lo que se decía, sino a copiarlo por escrito. Quizá por eso algunos filósofos, como el propio Sócrates, que no era precisamente ningún analfabeto, no escribió ni una sola palabra, y Jesús de Nazaré, que tampoco era analfabeto, según se cuenta, sólo escribió una misteriosa palabra con el dedo en la arena que enseguida borraría el agua o el viento.


    Julio César, en sus Comentarios sobre la guerra de las Galias, cuando nos habla en el libro VI de las enseñanzas que transmitían los druidas a los jóvenes galos, recoge la misma idea: los druidas hacían aprender de memoria a los jóvenes que estaban a su cargo, hasta veinte años algunos, un gran número de versos, pero no les permitían hacer uso de la escritura, a pesar de que conocían el alfabeto griego, del que hacían uso en negocios públicos y privados, pero no así en la educación. Esto es así, dice César, por dos razones (id mihi duabus de causis instituisse uidentur), la primera porque no querían divulgar sus enseñanzas públicamente (quod neque in uolgum disciplinam efferri uelint) y la segunda porque no querían que los estudiantes, confiándose en las letras, descuidaran la memoria (neque eos qui discunt litteris confisos minus memoriae studere), porque precisamente lo que suele suceder es que con la ayuda de las letras (accidit ut praesidio litterarum) se pierde la necesaria atención en el aprendizaje y la memoria (diligentiam in perdiscendo ac memoriam remittant).

    Recordar, etimológicamente, es volver a traer algo al corazón, que era para los antiguos el palacio de la memoria, cuya sede no se hallaba en el cerebro, sino, precisamente,  en el *cor(d) o corazón. Esto explica el sentido de las expresiones inglesa y francesa “by heart” y “par coeur”, con el mismo significado que nuestro “de memoria”, que en castellano viejo se decía “de coro”; y también explica el significado del verbo inglés record “registrar”, que es grabar.

    El desprestigio de la memorización por parte de muchos pedagogos y docentes modernos es, de alguna manera, responsable del auge del olvido en que han caído las viejas artes mnemotécnicas, pero hay cosas como la tabla de multiplicar, la lista de verbos irregulares ingleses o, en nuestro ámbito cada vez más restringido, las declinaciones griegas y latinas que conviene saberse de memoria si se quiere hacer un uso razonable y disfrute de ellas. Quizá era absurdo aprenderse la lista de los reyes godos o todos los afluentes de los ríos, como antaño en la escuela, pero hemos pasado de la obligación de memorizarlo todo a no memorizar nada, con lo cual  damos pábulo a la desmemoria y el mal de Alzheimer.

    Contaba Agustín García Calvo, volviendo a nuestro viejo adagio latino, que su maestro Antonio Tovar había corregido su sentido moderno inventando un pentámetro donde añadía un matiz que contradecía el proverbio: MORTVA SCRIPTA MANENT, VIVIDA VERBA VOLANT: lo escrito perdura, efectivamente, pero muerto, en el silencio de la página, mientras que las palabras vuelan de viva voz llenas de vida. En otra ocasión lo recordó con la variante: MORTVA SCRIPTA IACENT, VIVIDA VERBA VOLANT: muerto lo escrito  yace, vívidas vuelan las palabras.

miércoles, 3 de enero de 2024

¿¡Todabía, con be de burro!? (I)

 (Plan de mejora de la escritura del español para la erradicación de las faltas de ortografía).

    La escritura es un fenómeno cultural gracias al que los hablantes de una lengua toman conciencia de la lengua que hablan. En este sentido, la escritura del castellano, la del italiano y el alemán, así como la del latín para su tiempo, son bastante fieles a la lengua hablada, reflejan bastante bien en general, ya que no la pronunciación, sí la estructura fonológica, es decir, los rasgos pertinentes y distintivos de los sonidos, a diferencia del francés o del inglés. 
 
    En esta última lengua franca y babélica, que es la lengua del Imperio, la pronunciación de  la vocal larga /u:/, por poner un solo ejemplo, puede reflejarse en la escritura de siete formas diferentes: boot, move, shoe, group, flew, blue, rude. Esto supone que la mayoría de las palabras de la lengua de Shakespeare deben deletrearse si no se saben escribir, lo que se ve en las películas anglosajonas donde cada dos por tres deben deletrear los nombres propios cuya escritura se desconoce, mientras que en la lengua de Cervantes la mayoría de las palabras se leen prácticamente como se escriben, porque a cada letra por regla general suele corresponderle un fonema, y viceversa.
 
 
     El poeta Juan Ramón Jiménez emprendió por su cuenta su pequeña reforma ortográfica en lo que a la ge y a la jota concierne, escribiendo con jota, por ejemplo, “antolojía” y reservando la ge exclusivamente para la oclusiva velar sonora, como en gato
 
    Agustín García Calvo optó en sus últimos textos por eliminar la x en el margen postnuclear de la sílaba, y escribir en su lugar, una "s", por ejemplo, "testo" en vez de "texto", igualmente optó por la eliminación de la "n" cuando iba seguida de silbante más consonante, en una tendencia que ya recoge la RAE, que en algunas ocasiones admite la doble forma como en "transporte" y "trasporte".

    No obstante, todavía chocamos en castellano con algunos obstáculos, que deberíamos desechar si queremos ser más respetuosos con la procura de escribir bien la lengua que hablamos. Las letras “b” y “v”, por ejemplo, representan el mismo fonema oclusivo labial sonoro hoy día, a pesar de algunos cultiparlantes que se empeñan en africar las uves al modo francés. Parece lo más razonable usar una grafía común para este fonema: o siempre la “v” o siempre la “b”, pero no unas veces uno y otras otro como sucede ahora por unas razones conservadoras que la inmensa mayoría de los hablantes y escribientes desconoce.


    Otro ejemplo: la hache no es un fonema castellano y no se incluye dentro del sistema fonológico (aunque alguna vez se aspirara, como revela la expresión cante jondo, es decir, hondo). Deberíamos olvidarnos de ellas al comienzo de las palabras, como hicieron los italianos -sólo queda alguna reliquia en la lengua de Dante. O, de lo contrario, los conservadores de grafías obsoletas deberían reclamar que España se escribiera con hache, sí, porque viene del latín “Hispania”, como se sabe, con hache (aquí tienen el argumento etimológico que necesitan), y deberían escribir, de acuerdo con eso, Hespaña por lo tanto. 

    Igualmente, el problema de los acentos se resolvería con un poco de buena voluntad si acentuáramos todas las palabras tónicas y nos olvidáramos de normas ortográficas que huelen a alcanfor y a naftalina, que impone la santa madre inquisición de la corrección ortográfica. Las autoridades académicas nos han dispensado de escribir la tilde del acento en algunos monosílabos tónicos, pero sería mucho más fácil ponérsela a todos que no acordarse de que hay que ponerla en cuando no es posesivo, sino personal, y en , cuando es afirmación y no la conjunción condicional, pero no en ti por ejemplo.
 
 

    Se podría objetar que lo que aquí se predica traería consecuencias desastrosas y funestas para el cabal entendimiento de la lengua, o sea para la gramática. No es así en absoluto. Al contrario, nadie confundiría, por poner un ejemplo, la preposición “a” (a casa) con el verbo auxiliar “ha” (ha ido), porque la diferencia más importante no radica en la hache, que es sólo superficial y literaria, y no es más que una rémora de nuestra tradición escrita, sino en el acento: la preposición es átona y el verbo tónico. Bastaría solamente con prestarle oído a la propia lengua que hablamos para saber que “a” no lleva acento en “a casa”, pero sí lo lleva, aunque secundario, en “hà ído”… ¡Lástima que algunos estén ya irremediablemente sordos para el resto de sus días por culpa del propio sistema educativo, que pretende ensordecernos a todos o, al menos, a la inmensa mayoría democrática, anteponiendo el carro de las reglas ortográficas del acento a los bueyes del sentido del oído y la prosodia!

    ¿Qué sucedería si de repente, de la noche a la mañana, como suele decirse, nos pusiéramos todos a escribir como hablamos? ¿Pasaría algo grave? No, nada más que no habría lugar a cometer faltas de ortografía. ¿Nada más que eso? Nada más y nada menos. ¡Sería estupendo! Nadie se escandalizaría por el hecho de que se escribiera “abézes”, por ejemplo, todo junto y con “b” y con “z” (sí que sería una idiotez, un signo de cobardía, sumisión a la autoridad y miedo a cometer una falta –pero no una falta propiamente dicha, sino en todo caso una sobra- escribir “habézes”, lo que pasa hoy: algunos se pasan por miedo de no llegar y ponen o intercalan haches donde no las hay, como en teléfono in(h)alámbrico, creyendo que escriben más cultamente, y ponen tildes donde no hay que ponerlas como en vinierón y todo lo que acaba en –on, porque han interiorizado la norma de que se acentúan las palabras oxítonas que acaban en ene o ese, y no escuchan a su oído que debería hacerles sentir cuál es la sílaba tónica, que no es la última sino la penúltima en este caso, complicando las cosas así sobremanera.
 
    Y es que la normativa académica vigente cumple a mi ver dos funciones importantes: la de inducir a errores ocultando y falsificando la realidad de la propia lengua que se habla, y la política (todo es política en esta vida, ya lo ves, hija mía, hasta lo que no lo parecía), de imponerle a la gente (analfabeta como viene al mundo) normas, reglas y autoridades académicas y pedantes desde su más temprana infancia para someterla también al yugo ortopédico y ortodoxo de la ortografía.
 
 

(1) La palabra todavía procede de dos palabras latinas tota uia, expresión que significa “en todo el recorrido del camino”, como en la frase “tōtā uiā errāre”: equivocarse totalmente, de cabo a rabo. De ahí viene, escrito en una sola palabra, nuestro todavía, que en castellano viejo se usaba como sinónimo de siempre (cf. ing. allways), como en el verso aquel del Arcipreste de Hita del Libro de Buen Amor: adulterio e forniçio todavía deseas. La Real Academia Española de la Lengua, esencialmente conservadora, prescribe que se escriba todavía con uve para recordar precisamente su origen etimológico latino. Pero el argumento cae por su propio peso: en latín no había uves: la palabra VIA se pronunciaba “uia”, no “bia” (al menos en el latín clásico, porque, según sabemos, los hispanos confundieron enseguida en latín vulgar VĪVERE (uiíuere: vivir) con BIBERE (bíbere: beber), haciendo ambas palabras equivalentes al oído. Y es que hoy sólo hay una pequeña diferencia de timbre vocálico entre vivamos y bebamos, lo que no deja de tener su miga de gracia por su parte.