jueves, 2 de julio de 2020

Cae el telón, y caen las máscaras

Cuando cae el telón, que pone fin a la representación de la tragicomedia de la realidad, esa farsa que todos llevamos a cabo, como dijo Rimbaud de la vida (“la vie est la farse à mener par tous”, en Una temporada en el infierno), una vida que más que vida es existencia y es supervivencia, los actores se quitan las máscaras, y lo que queda por debajo son los rostros. 

Recordemos a este respecto dos sugerentes lecciones etimológicas: la palabra “persona” significaba “máscara” en latín, y la palabra “hipócrita”  (ὑποκριτής, hypocrités) quería decir “actor” en griego. 


Pues bien, un intelectual orgánico del Régimen, cuyo nombre propio no merece la pena recordar ni viene al caso, se empeña en que, una vez finalizada la función, sigamos con las caretas escénicas puestas porque es lo que está mandado, y publica un artículo moralizante sobre el “placer de obedecer”, cuyo título, a modo de recriminación paternalista, lo dice todo:  “No llevas mascarilla porque no te da la gana”. Y el subtítulo: “Un repaso al repertorio de excusas para no cubrirnos boca y nariz ni aunque nos obliguen”. (Cursiva mía). 

Ese “ni aunque nos obliguen” es tan significativo que deja bien claro en nombre de qué razón o, mejor dicho, en nombre de qué sinrazón se habla aquí: la razón de la fuerza, que no la fuerza de la razón. 

Ese "ni aunque nos obliguen" es tan revelador, y sintetiza tan bien el espíritu y el contenido del artículo, que, además de llamarte ignorante e insolidario, te está diciendo: si lo han dicho las autoridades sanitarias, que son las que saben, ¿qué más tienes tú que pensar ni que decir?  

Nos hallamos ante una llamada a la responsabilidad entendida como obediencia ciega a lo que está mandado, más allá de lo que dicta la propia ley que no nos obliga a tanto.


Publicaba, en efecto, el Boletín Oficial del Estado lo siguiente: El uso de mascarilla será obligatorio en la vía pública, en espacios al aire libre y en cualquier espacio cerrado de uso público o que se encuentre abierto al público, siempre que no sea posible mantener una distancia de seguridad interpersonal de al menos dos metros. La obligación se hacía extensiva “a las personas de seis años en adelante”, privándonos así de algo tan precioso como es la sonrisa de los niños, pero uno de los supuestos contemplados en que no sería exigible la mascarilla en los espacios públicos era el "desarrollo de actividades en las que, por la propia naturaleza de estas, resulte incompatible el uso de la mascarilla". ¿A qué supuestas actividades se refiere? El propio texto, en otro lugar, las especificaba: la ingesta de alimentos y bebidas. Lógicamente no se puede comer ni beber con mascarilla. Tampoco fumar o besar. Pero de los besos  no dice nada la Gaceta de Madrid.

Nos hallamos ante el consenso unánimemente forzoso, el desprecio de la crítica y del razonamiento, la salud vista como obligación abstracta de cada quisque, la incitación nada velada a la intimidación de todo el que se atreva a desobedecer, desoyendo las razones que pueda haber para ello... 

Espeluznante. Una de nuestras autoridades sanitarias explicaba el otro día por la radio algo muy ilustrativo: las dos razones que había para usar la mascarilla eran protegernos, en primer lugar, y en segunda y no menos importante instancia, concienciarnos sobre la importancia de su uso.  


Siempre me ha llamado la atención la polisemia de la palabra “autoridad” que veo reflejada en esta expresión ambigua como ninguna otra de “autoridades sanitarias”. La confusión radica en lo siguiente: en primer lugar autoridad quiere decir, como recoge el diccionario académico, “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho”, pero también “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. 

Cabe preguntarse, cuando hablamos de autoridades sanitarias o educativas, que para el caso viene a ser lo mismo, a qué nos referíamos si a los que tienen el poder de mando en esta materia (latín potestas) o a los que tienen competencia reconocida (latín auctoritas). Parece que en ambos casos nos referimos más a los que tienen la sartén por el mango que a los que tienen la razón.

miércoles, 1 de julio de 2020

Miedo y virus (y 3)

Hay muchas versiones de la fábula del Miedo y la Peste virulenta. Sería interesante encontrar la fuente común, probablemente oral y ánónima, de la que emanan todas ellas. Partamos de la que presenta el periodista Julio Camba en su recopilación de artículos Esto, lo otro y lo de más allá (1945), titulada “La peste y el miedo”, que dice literalmente así: 

Cuenta la fábula que un rey árabe se encontró una vez a la Peste en el desierto. 
—¿A dónde vas con tanta prisa? —le preguntó.
—Voy a Bagdad a segar cinco mil vidas con esta guadaña. —También yo me encamino hacia allá —exclamó el rey—. Ya hablaremos a la vuelta. 
Y a la vuelta, el rey le dijo a la Peste: 
 —Has faltado a la verdad. Me dijiste que ibas a segar cinco mil vidas y segaste cincuenta mil. 
—Te han engañado, señor —repuso la Peste—. No segué ni una más de las cinco mil vidas que te había anunciado, pero el Miedo anda siempre detrás de mí y él fue quien segó todas las otras… 

La Peste mata y por eso se la tiene miedo, pero el Miedo mata muchísimo más que la Peste. El miedo de una cosa es siempre peor que la cosa misma.

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Miniatura de Nasreddin Hodja, siglo XVII

Algunas versiones sustituyen la figura del rey por la de un peregrino que a veces viene de la Meca de su peregrinación a la Caaba, otras de Alejandría, de Samarcanda, Damasco o de Bagadad. En todas ellas varía la cifra de los muertos, pero siempre tienen en común lo mismo: el miedo ha matado más que la propia plaga de la peste. La versión más larga y elaborada literariamente hablando que he encontrado es la siguiente, ambientada en el desierto y llena de colorido. Está tomada del blog Cuento arábigos:

Una caravana de mercaderes y peregrinos atravesaban lentamente el desierto. De pronto, a lo lejos, apareció un veloz jinete que surcaba las arenas como si su caballo llevara alas. Cuando aquel extraño jinete se acercó, todos los miembros de la caravana pudieron contemplar, con horror, su esquelética figura que apenas si se detuvo junto a ellos. Tras una breve conversación lo comprendieron todo. Era la Peste que se dirigía a Damasco, ansiosa de segar vidas y sembrar la muerte. 
— ¿Adónde vas tan deprisa? –le preguntó el jefe. 
— A Damasco. Allí pienso cobrarme un millar de vidas. 
Y antes de que los mercaderes pudieran reaccionar, ya estaba cabalgando de nuevo. Le siguieron con la vista hasta que sólo fue un punto perdido entre la inmensidad de las dunas. Semanas después la caravana llegó a Damasco. Tan sólo encontró tristeza, lamentos y desolación. La Peste se había cobrado cerca de 50.000 vidas. En todas las casas había algún muerto que llorar, niños y ancianos, muchachas, jóvenes… 
El jefe de la caravana se llenó de rabia e impotencia. La Peste le había dicho que iba a cobrarse un millar de vidas… sin embargo había causado una gran mortandad. 
Cuando tiempo después, dirigiendo otra caravana por el desierto, el jefe volvió a encontrarse con la Peste, le dijo con actitud de reproche: 
— ¡Ya sé que en Damasco te cobraste 50.000 vidas, no el millar que me habías dicho! No sólo causas la muerte, sino que además tus palabras están llenas de falsedad. 
 — No –respondió la Peste con energía-, yo siempre soy fiel a mi palabra. Yo sólo acabé con mil vidas. El resto se las llevó el Miedo.

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Milton R. Acosta publica en su blog, sin indicar su fuente, esta otra versión, cuyo estilo corrijo un poco, que por la mención de la Caaba y la peste como castigo divino enviado por Alá acaso sea una de las más antiguas. 

Cuentan que un día un peregrino que regresaba de la Caaba se encontró con la Peste Negra disfrazada de guerrero y le preguntó: -¿A dónde vas? 
-A Bagdad – le contestó ésta.  –Tengo que matar allí cinco mil personas, por designio de Alá. 
Pasó un mes, y cuando el peregrino volvió a encontrarse con la Peste que regresaba de su empresa disfrazada de guerrero, lo increpó duramente: 
-Eres mentiroso, además de cruel por puro gusto. ¡Me dijiste que ibas a matar a cinco mil personas ordenado por Alá, pero mataste a ciento cincuenta mil! 
-No. Te equivocas, peregrino - respondió la Peste. -Yo sólo maté a cinco mil, que fue el número ordenado por Alá. El resto murió de miedo... 

oOo
 
Hay una versión española de esta leyenda, ambientada en Toledo, que recoge Ismael del Pan en su obra Folklore toledano (1932): La leyenda del ángel custodio de la Puerta de Bisagra, que reza así:

 «El ángel de la Puerta de Bisagra trae a la memoria una vieja leyenda que recordaremos aquí: 

Una vez, quiso pasar la peste al interior de la ciudad, y el ángel guardián sólo consintió ante el mandato de Dios; pero con la condición de que no matase más que a siete de los habitantes de Toledo. 
Al marcharse la plaga, el ángel tomó un aspecto triste, e indignado, dijo a la peste:  
-«Miserable, has faltado a tu palabra, pues has matado a siete mil»
Pero la peste repuso:  
-«No, no he faltado a mi palabra; yo sólo maté a siete; los demás han muerto de miedo y aprensión». 

Puerta de Bisagra (Toledo), con el ángel custodio espada en mano

Esta leyenda, según Felipe Vidales, no es más que una reelaboración del cuento oriental, probablemente de la tradición anónima y oral indoperasa y árabe, que presenta distintos protagonistas, desde el Nasreddin o Nasrudín, un mulá sufí del siglo XIII que sirve de vehículo para protagonizar historias siempre moralizantes, a un rey, un mendigo, un peregrino, un caballero y que según las distintas versiones transcurría en Bagdad, Alejandría, Damasco, Esmirna... 

Como puede comprobarse, la versión de la leyenda de Ismael del Pan ha sido occidentalizada y cristianizada, por así decir, al ambientarse en Toledo e  incluir el envío de la peste como mandato de Dios y el personaje del Ángel Custodio, que protege con su espada la entrada de la puerta de la ciudad. Desde entonces se ha convertido en una de las leyendas más populares de Toledo.

martes, 30 de junio de 2020

Guerras cántabras

Sacaba Correos a comienzos del año en curso un sello conmemorativo de las guerras cántabras. Y un periódico digital, en su edición local y de campanario, se hacía eco de la noticia con este titular en cántabru, ese engendro regresivo que el señor Raúl Molleda, que escribe en dicho periódico, se sacó un buen día de la chistera: El sellu de Correos deicáu a las ‘Guerras Cántabras’ se apresenta esti juevis en Los Corrales. Se acompañaba, por si hiciera falta, la traducción al castellano para los legos: El sello de Correos dedicado a las ‘Guerras Cántabras’ se presenta este jueves en Los Corrales. 

La tirada era de 180.000 ejemplares.  Buena noticia para los aficionados a la filatelia, si todavía queda algún amante de los sellos, y si quedan coleccionistas de estos raros objetos que son los timbres estampados que se pegaban en los sobrescritos de las cartas. Y si queda gente que escriba cartas y las lea.


El sello presenta en primer plano una imagen del Monumento al Cántabro de Ramón Ruiz Lloreda de Santander, y, junto a él, dos de las famosas estelas cántabras, una de ellas, la de Zurita.

La página de Correos, además, publica al respecto una reseña sobre el sello y sobre los cántabros: Eran magníficos jinetes y al combatir, entonaban cantos de guerra siendo considerados hombres especialmente valientes y brutales, así como letales... Su valentía y dotes para la guerra impresionaron a los romanos y a otras culturas, existiendo vestigios de guerreros romanos (es errata, debería decir mercenarios cántabros) en lugares tan lejanos como Palestina, Britania o el Danubio. 

Hay una inexactitud histórica imperdonable, que aumenta la falsa leyenda de que los cántabros fueron invencibles, engordando el globo del mito que revienta fácilmente, cuando fueron vencidos y sojuzgados por la Loba romana: Los romanos tardaron diez años en hacerse con el control de las tierras cántabras, e incluso, no se puede decir que lo lograran por completo (sic, por la negrita que resalto yo). 

Correos quiere sin duda, como reconoce, "rememorar este hecho histórico que manifiesta el carácter de estas tierras cántabras", un carácter de resistencia heroica, si se quiere, a la dominación romana, pero una resistencia sometida al fin y a la postre no sin mucho esfuerzo por el Imperio, cosa que a menudo olvidan los que celebran estas efemérides.

Algún ingenuo se preguntará si acaso nos hemos vuelto todos los antaño llamados montañeses y hoy cántabros nacionalistas. No, claro que no. No nos hemos vuelto nacionalistas porque siempre lo hemos sido en una muy amplia y aplastante  mayoría: el que no es nacionalista periférico suele definirse como central: el que no es nacionalista catalán, vasco, gallego o cántabro, para el caso, es nacionalista español. Y viceversa. Muy pocos a la sazón nos declaramos antinacionalistas. No nos libramos fácilmente de la lacra pestilente de las banderas y naciones. 

lunes, 29 de junio de 2020

El globo rojo

Acuso recibo de una película preciosa de corta duración y apenas diálogo, un mediometraje de poco más de media hora de duración (32 minutos), titulado Le ballon rouge (El globo rojo), rodado en París en 1956 por Albert Lamorisse.



Comienza con un niño, Pascal, que va a la escuela y acaricia a un gato. Se trata del hijo del director, llamado precisamente Pascal Lamorisse.  Encuentra entonces un globo rojo, cuyo color contrasta con el gris de París, una ciudad con pocos coches entonces y mucho encanto todavía. 


 El niño se enamora del globo, lo lleva consigo a todas partes. Se hacen amigos inseparables. La música acompaña las bellas imágenes de la ciudad de París regada por la lluvia.  

Las peripecias de Pascal y su globo rojo nos recuerdan las mejores escenas del cine mudo. Los pocos diálogos, que están en francés, están subtitulados en el vídeo en la lengua del Imperio.

El final de la película es antológico. Uno de los finales más bellos de la historia de la cinematografía, comparable a Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. 

Ignoro si la canción 99 Luftballons de Nena (1983) es un homenaje a esta película. Muy bien podría serlo. He aquí su versión original alemana, aunque se popularizó en la lengua franca del Imperio como 99 Red Balloons.

 

domingo, 28 de junio de 2020

Follas novas

Recuerdo a Quique, mi compañero de pupitre del Instituto de Bachillerato. De él aprendí que los profesores no siempre tienen razón. Estábamos en clase de Literatura Española, y nuestro barbudo profesor progre y barrigudo de aquellos años de oprobiosa dictadura franquista nos explicaba la lección de Rosalía de Castro y el romanticismo gallego, que era lo que tocaba entonces. 

Al llegar a la obra poética de Rosalía, nos mandó subrayar el título “Follas novas”, que se apresuró a traducirnos como "Hojas nuevas" para deshacer cualquier equívoco,  y que pronunció a la latina o a la italiana, “folas” en vez de “follas”, quizá para evitar el cachondeo general de toda la clase,  quizá por ignorancia de la lengua de Rosalía. 

 Rosalía de Castro (1837-1885)

Quique me dio un codazo entonces y me dijo por lo bajo muy indignado que en gallego se decía “follas novas” con elle, como follar, y no “folas novas”, con ele, como había dicho el profe, que eso no era gallego. Yo, que no sabía a quién debía hacer más caso, si al profesor de Lengua y Literatura o a mi compañero de pupitre, me decanté al fin por este último, que era de la Coruña y era amigo mío, aunque el compañero de atrás se reía de nosotros diciendo que a ver si íbamos a saber nosotros y, especialmente, Quique más que el profesor… 

Efectivamente, en gallego se pronuncia, como en portugués folhas y el francés feuilles, e incluso en italiano foglie con elle, por así decirlo, pese a que haya desaparecido la letra y el fonema prácticamente a causa del yeísmo general. Todas estas formas derivan de la palabra latina folia, que era el plural de folium, del que conservamos el cultismo folioque se reinterpretó como singular femenino, evolucionando después en castellano a hoja, de donde nuestra hojarasca y el verbo hojear.


Quique me contó que la morriña, esa muertecita de la que hablaba la poesía de Rosalía de Castro existía, porque él padecía aquel sentimiento de nostalgia infinita de Galicia, de destierro del paraíso, una profunda sensación de abandono íntimo y de soledad o desolación que un gallego sufría cuando estaba mucho tiempo lejos de su madre edípica, Galicia. 

 Adiós, ríos; adiós, fontes. (Cantares Gallegos, 1863) Canta Amancio Prada.

Recuerdo aquí su nombre, amistad y trato de tres o cuatro años por haber sido él, Quique, Enrique, el primer gallego que conocí y que me hace evocar la dulzura de la Galicia verde y húmeda de la lluvia sempiterna, la Galicia que se siente desamparada, peregrina, compostelana y ausente de sí misma como si fuera una encarnación viva de la Virxe da Soidade, la Virgen y Madre de la Soledad con el corazón atravesado por la tristeza de numerosos puñales.

sábado, 27 de junio de 2020

Lo dulce y lo amargo: dulceamargo

Leyendo a Salviano de Marsella: (El profeta dice): ¡Ay de los que dicen dulce a lo amargo y amargo a lo dulce! Vae his qui dicunt dulce amarum, et amarum dulce. Y hay que aferrarse a la verdad por todos los medios de forma que lo que hay en una cosa esté también en las palabras ac per hoc modis omnibus tenenda ueritas, ut quod in re est, hoc et in uerbis sit; aquellas cosas que contienen en sí dulzura se llamen dulces, las que amargura amargas quae in se dulcedinem habent, dulcia, quae amaritudinem amara dicantur.” (Salviano, Del gobierno de Dios VIII, 1, traducción propia). 

La fórmula que utiliza Salviano para decir que a las cosas hay que llamarlas por su nombre, o mejor dicho, calificarlas con los adjetivos correspondientes es: quod in re est, hoc et in uerbis sit, contraponiendo in re (en la cosa, en la re-alidad) con in uerbis (en las palabras, en el lenguaje). 

Cuando dice quod in re est no se refiere a la cosa o res propiamente dicha, a su sustancia, sino a sus cualidades. No se refiere al sustantivo, sino a sus adjetivos, por utilizar la terminología gramatical. Y contrapone como ejemplo, trayendo una cita de la Biblia, lo dulce y lo amargo. 

La referencia de Salviano nos lleva al libro del profeta Isaías (5, 20), que cito por la traducción de la Biblia de Nácar-Colunga que manejo: ¡Ay de los que al mal llaman bien / y al bien mal; / que de la luz hacen tinieblas, / y de las tinieblas luz; / y dan lo amargo por dulce, / y lo dulce por amargo! 



La cita completa de Isaías no se refiere sólo a los adjetivos amargo y dulce, que recoge Salviano, sino a los sustantivos luz y tinieblas, y a los abstractos morales “el bien” y “el mal”, que veo que en la Vulgata latina corresponden a adjetivos neutros sustantivados. 

Si recurrimos, en efecto, a la Vulgata, que es la traducción al latín del texto hebreo, leemos: væ qui dicunt malum bonum et bonum malum ponentes tenebras lucem et lucem tenebras, ponentes amarum in dulce et dulce in amarum

En latín las formas neutras del adjetivo “bonum” y “malum”, que teóricamente traducimos por “lo bueno” y “lo malo” cuando están sustantivadas, suelen verterse a veces también por sustantivos abstractos “el bien” y “el mal”, como hacen Nácar-Colunga. Este fenómeno nos lleva a considerar también que no sólo se pueden trastrocar los adjetivos, sino también los sustantivos, contra lo que nos reconviene el refranero castellano que dice que hay que llamar “al pan, pan” y “al vino, vino”. 

 Profeta Isaías, Capilla sixtina, Miguel Ángel

Parece que con los nombres de las cosas concretas y materiales no cabe mucha confusión. A nadie se le ocurre, y no sería de recibo llamar vino al pan o pan al vino.

El problema, tal como lo plantean Salviano y el propio profeta Isaías, se complica con los adjetivos, que son más subjetivos, por así decirlo, y lo que a uno le parece dulce a otro puede resultarle amargo y viceversa. 

Llegamos así al famoso dicho platónico de que los sofistas, aquellos intelectuales griegos contemporáneos de Sócrates, el último presocrático, que también era uno de ellos aunque no cobraba por serlo, eran capaces con sus enseñanzas o desenseñanzas de hacer del argumento menor o más flojo el de mayor peso, τὸν ἥττω λόγον κρείττω ποιεῖν, y por lo tanto de hacer ver lo blanco negro y lo negro blanco, y pasando de los colores a los adjetivos morales, de lo bueno malo y de lo malo bueno, propugnando el relativismo moral que condena el bíblico profeta. 

La poetisa griega Safó de Lesbo calificó a Eros, el amor, de dulce y amargo simultáneamente, incapaz de decidirse por una u otra cualidad exclusivamente, pero no lo dijo en dos palabras, sino, haciendo uso de la plasticidad de la lengua de Homero, en una sola compuesta y contradictoria: dulciamargo o, si se prefiere, dulceamargo (γλυκύπικρον) como lo tradujo García Calvo en aquellos dos versos: “Héme aquí que me aguija atormentador, / dulceamarga insufrible alimaña amor”.

jueves, 25 de junio de 2020

La coronación del virus entre el hiyab y la psyop.

Estamos viviendo una pesadilla apocalíptica de índole religiosa. La razón ha sido defenestrada. En su lugar hemos entronizado una teocracia islámica en el sentido etimológico de la palabra árabe islam, لإسلام, que significa sumisión, sometimiento

La mascarilla, que se ha convertido en una cuestión ética y moral que brinda a los creyentes una falsa sensación de seguridad, es el símbolo, además, de una nueva fe que no promete ya la salvación del alma, espiritual, sino del cuerpo. La mascarilla, dentro de esta nueva religión, es el Hiyab, el velo islámico. 

La inevitable Güiquipedia nos depara a propósito esta sorpresa etimológica: La palabra islām, de la raíz trilítera s-l-m, deriva del verbo árabe aslama, que significa literalmente ‘aceptar, rendirse o someterse’.​ Así, el islam representa la aceptación y sometimiento a la voluntad de Dios (de Dios, sí, que es la traducción castellana de la palabra árabe Al-Lāh الله que significa precisamente ‘el Dios’). Aunque Nietzsche certificó la muerte de Dios por boca de Zaratustra, sabemos que en verdad no murió sino que se reencarnó en el Estado, y no sólo en Él, sino también en el Capital, añadimos nosotros ahora, que son tal para cual, las dos caras, la política y la económica, de una misma y única moneda. 

Los fieles deben demostrar su sumisión venerándolo, siguiendo estrictamente sus órdenes y aboliendo el politeísmo y las creencias paganas anteriores. 

En palabras del arabista Pedro Martínez Montávez: Se dice habitualmente que islam significa sumisión total a Dios, lo que es indudablemente cierto, aunque no es menos cierto que ello corresponde a la traducción de solo una parte de la palabra. Queda una segunda parte por traducir, atendiendo a la raíz lingüística de la que deriva, que cubre el campo semántico del bienestar, de la salvaguarda, de la salud, de la paz. Quiere esto decir, sencilla y profundamente, que el creyente se somete a Dios, se pone en sus manos, porque tiene la seguridad de que así se pone a salvo. Obsérvese también que islam y salam —que es como en lengua árabe se dice paz— son términos hermanos, al derivar ambos de la misma raíz.​ 


Pero en realidad esto no es paz, sino una guerra camuflada: una guerra psicológica. Y conviene hacer creer que hemos vencido al virus, el Enemigo, porque era un objetivo hacerlo colectivamente. Esa era la consigna: «Juntos lo venceremos». 

Pero no cantemos epinicios todavía. El enemigo es muy traicionero porque permite la bondad de la evolución en muchas personas, sobre todo jóvenes pero que se convierten en portadores y transmisores asintomáticos que van a contagiar a las personas vulnerables... Así que nadie está libre de este apocalíptico enemigo, el peor de todos, el que todos y cada uno llevamos dentro: unos, los más vulnerables porque son sus víctimas, y otros, los más sanos, porque son los portadores víricos y potenciales verdugos. 

El enemigo, para San Antonio y sobre todo con el rocío mañanero de la noche de san Juan (con la hoguera de san Juan, todos los males se van), como creían los antiguos, se ha replegado, perdiendo virulencia y retirándose a sus campamentos de invierno. Sencillamente, el virus ahora tiene un trabajo muy difícil de propagación en las condiciones meteorológicas actuales, por lo que, incapaces de seguir empanicándonos con él en la coyuntura actual, aseguran que, entre esporádicos brotes y rebrotes veraniegos, volverá en otoño, renovando la agresividad de su ataque en toda su crudeza, cuando las mascarillas se sustituyan por las bufandas, porque habrá una segunda ola de nuevas invasiones. 

El mensaje que transmiten las autoriades sanitarias para que asumamos responsablemente la realidad es que nos hallamos ante unos meses de calma tensa, pero que debemos prepararnos seriamente para un brote otoñal situado en el futuro inalcanzable por definición. 

Estamos viviendo una PSYOP, que en la lengua del Imperio es la abreviatura de psycological operation, es decir, de una operación psicológica, en el sentido de maniobra de guerra psicológica. 

Esto aparece, no me lo invento yo, en la página electrónica del Ministerio de Defensa del Gobierno de las Españas concerniente al Grupo de Operaciones Psicológicas: Las operaciones psicológicas (PSYOPS) tienen como objeto modificar la conducta de una parte de la población previamente elegida, influyendo en sus percepciones y actitudes. Y también esto otro: Las unidades PSYOPS son necesarias en cualquier operación militar, ya que éstas implican de una forma u otra la imposición de nuestra voluntad sobre la del adversario.

miércoles, 24 de junio de 2020

El peregrino y la peste

El devoto peregrino y Viaje de Tierra Santa es la crónica del viaje a Jerusalén que fray Antonio del Castillo realizó en 1627 y que le llevó siete años. 

Pasó bastante tiempo hasta que este franciscano viajero publicó su libro (Madrid, Imprenta Real, 1654), que llegó a ser el relato de peregrinación más reeditado desde mediados del siglo XVII, y se convirtió en algo así, diríamos hoy, como la guía oficial del viaje del peregrino  a Tierra Santa.

A su llegada al Cairo, escribe el reverendo padre sobre la peste que asoló la ciudad: (Cito por la edición parisina de 1666, libro II, capítulo tercero).  

“Sola esta ciudad tendrá, según nos afirmaron, cuatro millones de personas: y si nuestro Señor no proveyera de que viniesen aquellas pestes de tres en tres años, en todos aquellos países no cupiera la gente ya en el mundo. 

Viene la peste y no dura más que cuatro meses, Marzo, Abril, Mayo y Junio hasta el día de san Juan, porque esta noche, en cayendo el rocío, el día siguiente no hay más peste. 

El año que yo pasé por allí murieron ochocientas mil personas: otros años mueren un millón y más. 

Barrios viejos de El Cairo durante la epidemia de cólera a finales del siglo XIX.

Había día que morían cuarenta mil y más: porque la cuenta que hacían los mercaderes era decir: Esta ciudad tiene cuarenta mil calles, hay calles de más de legua y media, y otras pequeñas, contando de cada una un muerto, grande con pequeña, vienen a ser cuarenta mil los muertos cada día. 

Hubo día que por sola una puerta de la ciudad, se vieron salir cinco mil muertos. 

Ellos no se guardan de la peste: en muriendo uno, el otro se pone la camisa del muerto, porque dicen es gran favor de su Mahoma el que muere de peste, y así a nosotros los cristianos, que nos guardamos, y a los judíos, nos llaman bestias, porque dicen que la peste la envía Dios, y puede entrar por ventanas y techos.” 

martes, 23 de junio de 2020

Concepto de distanciamiento social

Eso que ahora se oye tanto -¿por qué será?- de “distanciamiento social” (social distancing en la lengua del Imperio, de donde se calca la expresión a las demás lenguas vasallas) era hasta hace bien poco una fórmula inexistente en nuestro vocabulario o, por lo menos necesitada de explicación. 

En español teníamos una expresión relativamente parecida, que era “guardar las distancias”, que venía a ser algo así como que no había que permitir excesiva familiaridad en el trato a los desconocidos, cosa que podía conseguirse por ejemplo evitando el tuteo y tratando a alguien de usted, o saludar ofreciéndo la mano fríamente en lugar de dar un par de besos... 

Pero no es lo mismo. Ahora no se trata de una medida individual que tomamos nosotros por desconfianza, precaución o recelo, sino colectiva de distanciamiento físico -algunos prefieren de hecho llamarlo así porque les suena más aséptico que “social”- que se nos ha impuesto desde arriba a todos y cada uno por la emergencia de la presunta crisis sanitaria y por nuestro propio bien, a fin de evitar el contagio del virus coronado en su versión actual o en futuras ediciones.

Nos recuerdan, además, que podemos guardar el distanciamiento físico y sin embargo “socializarnos” en redes y foros virtuales como estas mismas páginas donde podemos escribir y comentar... 




La expresión “social distancing” fue usada por primera vez por los funcionarios del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos en un informe de asesoramiento de 2007, según la inevitable Güiquipedia, donde se vieron obligados a explicar el término en una nota al pie de página, que decía así: Social distancing refers to methods for reducing frequency and closeness of contact between people in order to decrease the risk of transmission of disease. Examples of social distancing include cancellation of public events such as concerts, sports events, or movies, closure of office buildings, schools, and other public places, and restriction of access to public places such as shopping malls or other places where people gather. Es decir, según el traductor de google: “El distanciamiento social se refiere a métodos para reducir la frecuencia y la cercanía de contacto entre las personas a fin de disminuir el riesgo de transmisión de enfermedades. Los ejemplos de distanciamiento social incluyen la cancelación de eventos públicos como conciertos, eventos deportivos o películas, el cierre de edificios de oficinas, escuelas y otros lugares públicos, y la restricción del acceso a lugares públicos como centros comerciales u otros lugares donde las personas se reúnen”. 

Durante la gripe AH1N1 de 2009, inicialmente considerada también una pandemia, la OMS describió el distanciamiento social como "mantener al menos la distancia de los demás de un brazo, [y] minimizar las reuniones". Durante la epidemia de COVID-19, el CDC reformuló la definición de distanciamiento social como "permanecer fuera de los entornos congregados, evitar reuniones masivas y mantener la distancia de los demás (aproximadamente seis pies o dos metros) cuando sea posible". 

No está claro por qué precisamente seis pies y no dos o quince. Seis pies en el sistema métrico anglosajón vienen a ser 1,8288 metros, es decir, ni metro y medio ni dos metros exactamente, quizá de ahí venga la indefinición a la hora de traducirlo a nuestro sistema métrico decimal. 

 


"Distanciamiento social" realmente significa que hagamos lo que nos mandan las autoridades sanitarias pero no porque nos lo manden y nosotros obedezcamos sino porque estamos convencidos de que es lo mejor “por nuestro bien” para nosotros. No quieren imponérnosla, quieren que salga de nosotros. Están modificando nuestros comportamientos y haciendo que recelemos del contacto, que etimológicamente es contagio, de los otros, los demás. Así hay gente que si va por la calle y va a cruzarse con alguien que no lleva mascarilla, cambia de acera y evita a esa persona como si de la mismísima personificación de la peste se tratase. 

En todo caso es una medida inédita hasta ahora, propia del siglo XXI, nunca antes vista ni oída. No es una medida sanitaria que pretenda curar nada, sino, en todo caso, profiláctica, basada en la falacia de que vale más “prevenir que curar”, que es mucho mejor evitar que algo malo suceda antes que tener que solucionarlo una vez que haya sucedido. 

Esto podría tener algún sentido cuando sabemos a ciencia cierta que algo va a suceder, pero ¿quién sabe eso? ¿Cómo podemos estar seguros de que va a pasar algo que no ha pasado? La medicina, que no es una ciencia, debería curarse en salud, nunca mejor dicho, y hacer una cura de humildad y dedicarse, como buena curandera, a cuidar y sanar enfermos de carne y hueso, no a prevenir enfermedades. Porque esto que nos ha venido encima es un instrumento de represión política, destinado a mantener a las personas separadas, aisladas voluntariamente de los demás, a los que considera enfermos potenciales, pacientes en lenguaje clínico, evitando cualquier tipo de asambleas públicas y libres.

lunes, 22 de junio de 2020

¿Nueva normalidad o nueva normativa?

Norma era el nombre que los romanos daban en latín a la escuadra del carpintero o del albañil, es decir, a una herramienta forjada de hierro u otro metal, con dos ramas unidas en ángulo recto, en forma de letra L mayúscula, con la que se aseguraban, por ejemplo, ensambladuras de maderas. 

De este primer significado concreto pasó a tener el sentido figurado y abstracto de regla y de precepto. Cuando decimos que algo es normal, estamos en realidad diciendo que se adapta a la “norma”, que está hecho a escuadra. 

Con el sustantivo norma y el adjetivo normalis sucedía lo mismo que con regula, el nombre de la regla, y regularis: lo normal y lo regular es lo que responde al trazado de la escuadra o de la regla. 

Si consultamos el diccionario de la Academia, la situación se invierte en castellano: el primer significado que aparece de “norma” es el que en latín era el segundo y figurado: Regla que se debe seguir o a que se deben ajustar las conductas, tareas, actividades, etc. Y el segundo, el concreto que en latín era el primero: Escuadra que usan quienes arreglan y ajustan los maderos, piedras, etc. Conservándose la palabra, se ha invertido la prevalencia de sus dos significados. 


Últimamente se oye mucho la expresión “nueva normalidad”, que resulta un tanto contradictoria y paradójica y quizá, por eso mismo, se presta bien a ser un concepto manejado con éxito por la clase política, del estilo de otros que han tenido también mucho éxito como “realidad virtual” o “comida basura”. 

Con lo de “nueva normalidad” quieren sugerirnos que, después de la situación extraordinaria de haber padecido el arresto domiciliario de un confinamiento y cierre de fronteras no sólo nacionales sino hasta provinciales y municipales, volvemos al estado anterior, pero bajo algunas condiciones restrictivas, por lo que no se trata de la normalidad de toda la vida, previa a dicho estado de alarma o de excepción, sino a una nueva situación. 

Pero, en realidad la normalidad no puede ser algo nuevo. Esto es contradictorio totalmente. Porque la vuelta a la normalidad es el retorno a lo mismo de siempre. Y esto que nos venden ahora no es lo mismo de siempre. No nos engañemos.


No deja de ser un oximoro, o “aguda estupidez”, como decían los clásicos, es decir, una figura retórica del estilo de “silencio ensordecedor” o de “sensata locura”. Pero no es como las mencionadas: “silencio ensordecedor” es una contradicción capaz de suscitar la emoción poética de un concepto nuevo; y “sensata locura” transmite, además, algo de sabiduría que abre la mente a la paradoja rompiendo la barrera entre lo cuerdo y lo alocado. 

“Nueva normalidad” es un oximoro no literario ni tampoco filosófico, sino huero como una cáscara vana, que sólo busca el efectismo del lenguaje, favorecido por la aliteración de la letra inicial ene, para ocultar un concepto insustancial, no poco hipócrita además. Creado recientemente por políticos e intelectuales orgánicos no muy inteligentes, por cierto, aunque sí muy listos, ha saltado de la lengua de Goethe (donde parece que se acuñó el concepto sociopolítico de neue Normalität) a todas las demás, popularizado enseguida en todo el mundo por todos los gobiernos. 

Lo que sí puede ser algo nuevo no es la normalidad, sino la normativa que se aplica. En realidad debería decirse, para no engañar a nadie y llamar a las cosas por su nombre: nueva normatividad, la de una normativa que consiste en guardar dos metros de distancia física con los demás y mascarilla en lugares públicos entre otras profilaxis. 

Y esto, salta a la vista enseguida, no es la normalidad normal de toda la vida, valga la redundancia, lo que se nos viene encima, sino, al contrario, una anormalidad (de ab-normalis, con el prefijo separativo ab: alejado de la norma) o subnormalidad (de sub-normalis que está por debajo -sub- de la norma) enorme (con el prefijo centrífugo e/ex, y con el sentido de que se sale de la norma y por lo tanto resulta desproporcionado y desmedido en cuanto a su tamaño).