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viernes, 25 de octubre de 2024

Cucurucho de castañas asadas

    Viene a mí el recuerdo del cucurucho de castañas asadas envueltas bien calientes en papel de periódico,  antídoto contra el frío glacial del otoño y del invierno  cuando íbamos los amigos a la capital a ver alguna película y empezaba a helar a la salida del cine en las aburridas tardes de domingo. 
 
    Al salir de la sala de cine, cerrada pronto a cal y canto y enseguida demolida para abrir un supermercado y un banco, donde se había producido el milagro de proyectarse una película, de vuelta a casa de camino a la estación a tomar el tren de cercanías y de vía estrecha rumbo a la rutinaria monotonía y mansedumbre de aquel pueblo que no se sabía si había dejado ya de serlo para convertirse en una ciudad o seguía siendo un pueblo, nuestro pueblo, nos encontrábamos, desde mediado octubre hasta bien entrado enero, la entrañable figura del castañero, que está teñida en mi memoria de un halo literario de cuento de Dickens en el paisaje de mi niñez. 
 
 
    Por un duro, o sea, cinco pesetas, realmente era barato, comprábamos un cucurucho de castañas asadas, envueltas en papel de estraza o de periódico, calientes, tan calentitas que quemaban en nuestras manos como brasas vivas de carbón, sabrosas cuando se deshacían en la boca para, una vez masticadas, formar el blando bolo alimenticio. 
 
    Aquellas castañas de color marrón, que dan nombre al color castaño, lo recuerdo perfectamente, con una hendidura en su corteza para asarse mejor, por donde asomaba la blancura cremosa de su fruto, su carne de pálida nata... 
 
 
    Iba el castañero de acá para allá en su locomotora que arrastraba como si fuera un carretillo, donde escondía el horno encendido con carbones calientes y donde se asaban las castañas al amor del fuego, anunciando su presencia con un campano que tocaba de vez en cuando, aunque bastaba con el olor inconfundible de las castañas asadas para adivinar su presencia. 
 
    Si hacía mucho frío, nos metíamos unas pocas en cada uno de los bolsillos y luego metíamos las manos, gélidas, en ellos, que en seguida se calentaban como por arte de magia al calor de las castañas asadas, mientras comentábamos la película.

sábado, 11 de junio de 2022

Cenando con un amigo en Nueva York

    En un fragmento de la película Mi cena con André (“My dinner with Andre” de Louis Malle, 1981) se plantea, en medio de una placentera conversación entre dos viejos amigos que contraponen sus visiones de la vida sin llegar a discutir, el tema del síndrome de Estocolmo que los individuos metropolitanos se autoinfligen. Dándose vida a sí mismos, los actores y autores dramáticos Wallace Shawn, Wally, y Andre Gregory cenan una noche en un restaurante elegante de Nueva York. Como viejos amigos que son, se cuentan múltiples experiencias personales, a través de las cuales reflexionan sobre los grandes problemas que plantea la existencia. Oigamos un fragmento de su charla:

    

    Wally.- Quiero decir. ¿Por qué eso es así. ¿Es porque la gente es vaga hoy en día? ¿O está aburrida? Quiero decir ¿somos simplemente como niños aburridos, mimados, que han estado todo el día tumbados en la bañera jugando con su patito de goma y ahora están pensando: "¡Bueno! Y ahora ¿qué puedo hacer?"

    André.- ¡Vale, sí! Estamos aburridos. Todos estamos aburridos ahora. Pero ¿se te ha ocurido alguna vez, Wally, que el proceso que crea este aburrimiento que vemos en el mundo ahora puede que sea un tipo de lavado cerebral inconsciente y que se perpetúa a sí mismo creado por un gobierno mundial totalitario basado en el dinero? ¿Y que todo esto es mucho más peligroso de lo que uno piensa? ¿Y no es sólo una cuestión de supervivencia individual, Wally, sino que alguien que está aburrido está dormido y alguien que está dormido no dirá “no”? 

Fotograma de la película "Mi cena con André" (1981)
 

    Mira, voy conociendo a gente, quiero decir, hace unos días conocí a este hombre a quien adoro, es un físico sueco, Gustav Björnstrand, y me dijo que ya no ve la televisión no lee periódicos y no lee revistas. Ha quitado esto de su vida por completo porque siente que ahora estamos viviendo en un tipo de pesadilla orgüeliana y que todo lo que oyes ahora ¡contribuye a convertirte en un robot!

    Cuando yo estaba en Findhorn conocí a este extraordinario experto en árboles inglés que había dedicado su vida a salvar los árboles. Acababa de volver de Guásinton donde había estado presionando para salvar las secuoyas. Tiene 84 años y siempre viaja con una mochila ¡porque no sabe dónde estará mañana! 

    Cuando lo conocí en Findhorn, me dijo: “¿De dónde eres?” Y le contesté: “De Nueva York”. Me dijo: “¡Ah! ¡Nueva York! Sí, ese es un sitio muy interesante. ¿A que conoces a muchos neoyorquinos que no hacen más que hablar de que quieren irse de esta ciudad pero jamás lo hacen?” Y le dije: “¡Oh, sí!” Y él me dijo: “¿Por qué crees que no se van?” Le di varias teorías banales. Y él dijo: “Oh, no creo que eso sea así en absoluto”. 

 

 

    Dijo: “Creo que Nueva York es el nuevo modelo del campo de concentración, donde el campo ha sido construido por los propios reclusos, los reclusos son los guardianes y están muy orgullosos de lo que han construido. Han construido su propia prisión. De este modo, viven en un estado de esquizofrenia en el que ellos son al mismo tiempo guardianes y reclusos. El resultado es que ya no tienen -tras haber sido lobotomizados- la capacidad de dejar la prisión que han construido, ni siquiera la ven como una cárcel".

    Y después se metió la mano en el bolsillo y sacó una semilla de árbol y dijo: “Esto es un pino”. La puso en mi mano y dijo: “Escapa antes de que sea demasiado tarde”.

lunes, 29 de junio de 2020

El globo rojo

Acuso recibo de una película preciosa de corta duración y apenas diálogo, un mediometraje de poco más de media hora de duración (32 minutos), titulado Le ballon rouge (El globo rojo), rodado en París en 1956 por Albert Lamorisse.



Comienza con un niño, Pascal, que va a la escuela y acaricia a un gato. Se trata del hijo del director, llamado precisamente Pascal Lamorisse.  Encuentra entonces un globo rojo, cuyo color contrasta con el gris de París, una ciudad con pocos coches entonces y mucho encanto todavía. 


 El niño se enamora del globo, lo lleva consigo a todas partes. Se hacen amigos inseparables. La música acompaña las bellas imágenes de la ciudad de París regada por la lluvia.  

Las peripecias de Pascal y su globo rojo nos recuerdan las mejores escenas del cine mudo. Los pocos diálogos, que están en francés, están subtitulados en el vídeo en la lengua del Imperio.

El final de la película es antológico. Uno de los finales más bellos de la historia de la cinematografía, comparable a Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. 

Ignoro si la canción 99 Luftballons de Nena (1983) es un homenaje a esta película. Muy bien podría serlo. He aquí su versión original alemana, aunque se popularizó en la lengua franca del Imperio como 99 Red Balloons.

 

domingo, 5 de abril de 2020

De Viridiana y su síndrome

Creo que fue Pedro García Olivo quien acuñó, el primero, el término "el síndrome de Viridiana", basándose en el personaje de la película Viridiana (1961) de Luis Buñuel, adaptación de la novela Halma (1895) de Benito Pérez Galdós. 

Viridiana busca pobres a los que socorrer para de ese modo ganarse ella el Cielo, atenta sólo a sus obras egoístas de caridad, que realiza por el único afán del lucro de salvarse personalmente y de redimir su alma individual. De alguna manera la Iglesia ha padecido siempre este síndrome, fomentando la caridad como virtud teologal e inculcándoles a sus fieles, almas caritativas, el altruismo egoísta que subvencionaba la pobreza para que siguiera existiendo, y justificando con su existencia la labor caritativa o, diríamos hoy, solidaria y social de la propia Iglesia. 

A los que padecen dicho síndrome les interesa, nunca mejor dicho el término en su sentido económico, que haya pobres y necesitados, por eso subvencionan la miseria con su limosna que, lejos de resolver el problema, lo consolida. 

 Viridiana observa a Moncho ordeñando a la vaca.

Hay una escena en la película en la que Viridiana, interpretada magistralamente por Silvia Pinal, desea tomar un vaso de leche fresca recién ordeñada, reminiscencias de su niñez.  Moncho, que ordeña a la vaca sin enfundar sus desnudas manos en unos guantes asépticos de látex, le dice que pruebe ella misma a sacársela. Viridiana no osa estrujar la teta de la ubre pletórica de la vaca lechera: sospecha, aunque no se atreva a decirlo, de ahí su secreta repugnancia, que hay algo obsceno y carnal en el ordeño que se hace sin guantes preservativos, en la naturaleza desnuda de la teta de la ubre vacuna, que semeja el “uirile membrum”, que ella no ha conocido todavía, que además es preciso manipular también para sacarle la leche de su emulsión.


Viridiana siente repulsión cuando intenta ordeñar personalmente a la vaca.

Cuando era una criatura inocente mamaba directamente del pezón la leche de los pechos de su madre, y entonces no tenía los pensamientos impuros que tiene ahora, porque ahora no es más que una novicia, que, a fin de cuentas, no se ordenará monja.  

Preferirá, al final de la película censurada de su biografía, ordeñar la vida, en el sentido de exprimirle su zumo y sacarle su jugo a la fruta prohibida, una vez vencidas todas sus reticencias, y jugar al tute con su primo y con la criada en una inolvidable y sugerente partida en "ménage à trois".