viernes, 25 de octubre de 2024

Cucurucho de castañas asadas

    Viene a mí el recuerdo del cucurucho de castañas asadas envueltas bien calientes en papel de periódico,  antídoto contra el frío glacial del otoño y del invierno  cuando íbamos los amigos a la capital a ver alguna película y empezaba a helar a la salida del cine en las aburridas tardes de domingo. 
 
    Al salir de la sala de cine, cerrada pronto a cal y canto y enseguida demolida para abrir un supermercado y un banco, donde se había producido el milagro de proyectarse una película, de vuelta a casa de camino a la estación a tomar el tren de cercanías y de vía estrecha rumbo a la rutinaria monotonía y mansedumbre de aquel pueblo que no se sabía si había dejado ya de serlo para convertirse en una ciudad o seguía siendo un pueblo, nuestro pueblo, nos encontrábamos, desde mediado octubre hasta bien entrado enero, la entrañable figura del castañero, que está teñida en mi memoria de un halo literario de cuento de Dickens en el paisaje de mi niñez. 
 
 
    Por un duro, o sea, cinco pesetas, realmente era barato, comprábamos un cucurucho de castañas asadas, envueltas en papel de estraza o de periódico, calientes, tan calentitas que quemaban en nuestras manos como brasas vivas de carbón, sabrosas cuando se deshacían en la boca para, una vez masticadas, formar el blando bolo alimenticio. 
 
    Aquellas castañas de color marrón, que dan nombre al color castaño, lo recuerdo perfectamente, con una hendidura en su corteza para asarse mejor, por donde asomaba la blancura cremosa de su fruto, su carne de pálida nata... 
 
 
    Iba el castañero de acá para allá en su locomotora que arrastraba como si fuera un carretillo, donde escondía el horno encendido con carbones calientes y donde se asaban las castañas al amor del fuego, anunciando su presencia con un campano que tocaba de vez en cuando, aunque bastaba con el olor inconfundible de las castañas asadas para adivinar su presencia. 
 
    Si hacía mucho frío, nos metíamos unas pocas en cada uno de los bolsillos y luego metíamos las manos, gélidas, en ellos, que en seguida se calentaban como por arte de magia al calor de las castañas asadas, mientras comentábamos la película.

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