Discutían
acaloradamente el otro día en la barra del bar varios tertulianos.
¿Cuál era el asunto de su apasionada charla? Fútbol. No podía ser otro
el tema. Me vino enseguida a las mientes el dicho de Juvenal panem et circenses,
que, después de haber sido "pan -es decir trabajo- y toros" en la
España zarzuelera de pasodoble
taurino y sangre en el ruedo, se actualiza ahora mismo como "pan
-trabajo, o a falta de él, subsidio de desempleo, paguita o renta básica en el
horizonte- y fútbol -o diversión alienante-" en la España autonómica de
las quinielas, los estadios y retransmisiones televisivas y
radiofónicas: los instrumentos estupefacientes del Poder para amodorrar a
la inmensa mayoría democrática de la ciudadanía como dicen ahora. Los
tiempos mudan para que las cosas puedan seguir esencialmente igual.
Vieja costumbre esta, que se remonta a
la Roma cesariana, y, mucho más cerca de nosotros, a la dictadura
del Generalísimo Franco, que convirtió al Real Madrid en el equipo
oficial del régimen. La victoria, por ejemplo, de la selección
española sobre la URSS en 1966 se presentó como un triunfo nacional
católico sobre el comunismo. El fútbol o balompié en román paladino es un asunto de interés nacional, el único asunto, a decir verdad, de interés nacional. Sirve para distraer a la población, y, mucho más que eso, es casi una
cuestión religiosa, es el opio del pueblo, o sea,
la nueva religión.
Sólo
el deporte rey es capaz de desatar nuestros instintos más bajos aquí y
en cualquier punto del universo mundo, y él solo puede desencadenar,
ya sea en el estadio, ya a través de la pantalla del televisor en el
corazón de nuestro agridulce hogar o en el bar de la esquina,
nuestras más rastreras y vergonzantes pasiones, que son, huelga decirlo,
las patrióticas, gregarias y nacionalistas.
El
caso es que acababan de dar la noticia en la sección informativa del
telediario, y alababa uno de aquellos hinchas o forofos fanáticos del
fúzbol -con zeta de rebuzno- de la tertulia de la barra del bar a un
fuzbolisto que, al parecer, había renovado su contrato -su fichaje,
decía él-, por "amor a los colores".
Fotograma de la película Ben Hur (1959) William Wyller
Llamó enseguida mi atención aquella colorida expresión. Hablaban de “el equipo rojiblanco, el club azulgrana...”, y
me recordaban, en efecto, por deformación profesional, a la factio albata, los blancos, la factio russata, los
rojos, la factio ueneta, los azules..., de las cuadrillas que
jaleaban a los aurigas en las carreras del circo romano. Las camisetas
de colores que representan al equipo y al club que lucen nuestros
jugadores de balompié son el exacto equivalente, con flagrante
anacronismo, de las túnicas cortas del color de cada facción que lucían
los automedontes que conducían las cuadrigas, espectáculo que se recrea
magistralmente en la espléndida escena de la película Ben Hur (1959) de
William Wyller, donde al final el colorido de los equipos se reduce a los
elementales del blanco y el negro de los propios corceles, blancos como la
nieve resplandeciente los del galileo, negros como el tizón los del pérfido
Mesala, con todo su simbolismo moral de buenos y malos que acarrean.
-El amor a
los colores ya pasó a la historia, tío. -Sentenció uno de los tertulianos.
-¡No...! Hay
jugadores honrados, pocos, pero los hay, que defienden los colores de la
camiseta, y que la sudan a tope y dan lo mejor de su rendimiento en el campo de juego. Y a esos les
duele en el alma una derrota del equipo y defraudar a la afición que les anima
en el graderío por detrás.
Imagen de la Roja, la Selección Española ganadora de la Eurocopa 2024.
A mí la expresión “defender los colores” me sonaba, no
podía evitarlo, a servicio militar obligatorio y a jura de bandera, a
“derramar, si es preciso, hasta la última gota de sangre” en
defensa de la patria y del rancio patriotismo nacionalista, y demás monsergas de
cuartel. No daba crédito a lo que oía.
-Te digo que no.
Los únicos colores que les ponen a los futbolistas son los de los billetes de
quinientos pavos, que yo no sé de qué color son porque no he visto ni veré en toda mi vida ninguno de verdad.
-Él ha dicho que
renueva el fichaje por amor al Club y a la afición.
-¿Qué va a decir Él? No va a reconocer que lo hace por la pasta, joder, aunque sea la verdad, porque defraudaría al equipo, tío, y a toda la peña. Él vende que lo hace por amor a los colores, pero vuelve a fichar por un contrato millonario con una cifra de muchos ceros por su interés personal. El club, la afición y el equipo le importan una mierda, o ¿no crees que sería capaz de fichar mañana mismo por el equipo contra el que se enfrenta hoy, y dejarnos a todos tirados y con el culo al aire?
-Son mercenarios. -Sentenció con solemne amargura otro tertuliano que no había abierto la boca hasta entonces. Y añadió: -Igual que los políticos, desengañaros (sic), colegas: No representan a nadie. Los únicos colores por los que se mueven son los del dinero.
De repente, todos se ponen a hacer la ola y montar
la bronca padre en el estadio y fuera de él al son de las horrísonas
vuvuzelas, y en el bar reina de pronto un silencio sepulcral, hasta
que entra el gol en portería: ¡gooooool! Sólo un partido de
balompié, parece mentira, puede paralizar la vida de un país. Todo
gira en la España de María Santísima en torno al esférico
coronado: la pelota de Parménides que es, como el Ser, ontológicamente omnipresente.
Y ya se sabe que el mundo es redondo como un balón reglamentario,
según los periódicos deportivos, los que más se leen en un país
ágrafo y funcionalmente analfabeto, donde lo único que importa es
poder graznar con chulería: ¡Les hemos ganado por goleada!
Todos en casa, aborregados, con los
amigotes o la familia, porque queda muy triste y sin gracia eso de
ver un partido solo. Sería un placer onanista y solitario. Y eso no
puede ser. El balompié es una celebración orgiástica, colectiva,
un fenómeno de eyaculación seminal masiva. Hay que comentar las
jugadas y la actitud partidista del árbitro y discutir con los otros
y exudar adrenalina de la más rancia testosterona. Pero,
el fútbol, esencialmente masculino, ya no es solo cosa de hombres: también
tenemos su versión femenina complementaria e inclusiva. No en vano, como cacareaba un
periódico del Régimen, la selección femenina española, que ganó el
mundial del año pasado, "culminó su asalto a la historia".
Se nota que a mí no me gusta el fútbol, cierto que no tengo mucha idea de balompié ni me
interesa lo más mínimo la monarquía del deporte rey, pero no se
trata de gustos personales, de los que no se
discute, sino de balompié. Vamos a hablar un poco de eso,
precisamente: El interés por el resultado final de un partido hace
que el propio partido pierda todo su interés y lo arruina totalmente.
Deja de haber juego, deja
de mandar el balón en el campo, que se ve ya como un campo de batalla
donde los dos ejércitos rivales se disputan, como en un tablero de
ajedrez, los laureles de
la victoria. Ni los espectadores pueden gozar del partido ni los
propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por
la enorme responsabilidad de defender unos colores, es decir unas
ideas, esto es, dinero. Por ello no atienden a la pelota: juegan mal. No
pueden jugar
bien ni haber deporte.
¡Qué
partido más aburrido aquel en el que en vez de mandar el balón, mandan
los colores de los equipos que se enfrentan! ¡Qué solemne aburrimiento
cuando los jugadores en vez
de jugar al balón defienden unos colores, porque se los ha convertido en
los
representantes, contra su voluntad, de todo un país o de un club y toda
su afición! En el estadio no reina el
balón, sino otras consideraciones políticas, nacionalistas, ajenas al
juego y al deporte. ¡Qué partido más
malo aquel en el que interesa más el resultado final de la victoria o la
derrota que el desarrollo del
juego!
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