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miércoles, 23 de octubre de 2024

Amor a los colores

    Discutían acaloradamente el otro día en la barra del bar varios tertulianos. ¿Cuál era el asunto de su apasionada charla? Fútbol. No podía ser otro el tema. Me vino enseguida a las mientes el dicho de Juvenal panem et circenses, que,   después de haber sido "pan -es decir trabajo- y toros" en la España zarzuelera de pasodoble taurino y sangre en el ruedo, se actualiza ahora mismo como "pan -trabajo, o a falta de él, subsidio de desempleo, paguita o renta básica en el horizonte- y fútbol -o diversión alienante-" en la España autonómica de las quinielas, los estadios y retransmisiones televisivas y radiofónicas: los instrumentos estupefacientes del Poder para amodorrar a la inmensa mayoría democrática de la ciudadanía como dicen ahora. Los tiempos mudan para que las cosas puedan seguir esencialmente igual.  

    Vieja costumbre esta, que se remonta a la Roma cesariana, y, mucho más cerca de nosotros, a la dictadura del Generalísimo Franco, que convirtió al Real Madrid en el equipo oficial del régimen. La victoria, por ejemplo, de la selección española sobre la URSS en 1966 se presentó como un triunfo nacional católico sobre el comunismo. El fútbol o balompié en román paladino es un asunto de interés nacional, el único asunto, a decir verdad, de interés nacional. Sirve para distraer a la población, y, mucho más que eso, es casi una cuestión religiosa, es el opio del pueblo, o sea, la nueva religión.

    Sólo el deporte rey es capaz de desatar nuestros instintos más bajos aquí y en cualquier punto del universo mundo,  y él solo puede desencadenar, ya sea en el estadio, ya a través de la pantalla del televisor en el corazón de nuestro agridulce hogar o en el bar de la esquina, nuestras más rastreras y vergonzantes pasiones, que son, huelga decirlo, las patrióticas, gregarias y nacionalistas. 

    El caso es que acababan de dar la noticia en la sección informativa del telediario, y alababa uno de aquellos hinchas o forofos fanáticos del fúzbol -con zeta de rebuzno- de la tertulia de la barra del bar a un fuzbolisto que, al parecer, había renovado su contrato -su fichaje, decía él-, por "amor a los colores".
 
 Fotograma de la película Ben Hur (1959) William Wyller

    Llamó enseguida mi atención aquella colorida expresión. Hablaban de “el equipo rojiblanco, el club azulgrana...”, y me recordaban, en efecto, por deformación profesional,  a la factio albata, los blancos, la factio russata, los rojos, la factio ueneta, los azules..., de las cuadrillas que jaleaban a los aurigas en las carreras del circo romano. Las camisetas de colores que representan al equipo y al club que lucen nuestros jugadores de balompié son el exacto equivalente, con flagrante anacronismo, de las túnicas cortas del color de cada facción que lucían los automedontes que conducían las cuadrigas, espectáculo que se recrea magistralmente en la espléndida escena de la película Ben Hur (1959) de William Wyller, donde al final el colorido de los equipos se reduce a los elementales del blanco y el negro de los propios corceles, blancos como la nieve resplandeciente los del galileo, negros como el tizón los del pérfido Mesala, con todo su simbolismo moral de buenos y malos que acarrean.

-El amor a los colores ya pasó a la historia, tío. -Sentenció uno de los tertulianos.
-¡No...! Hay jugadores honrados, pocos, pero los hay, que defienden los colores de la camiseta, y que la sudan a tope y dan lo mejor de su rendimiento en el campo de juego. Y a esos les duele en el alma una derrota del equipo y defraudar a la afición que les anima en el graderío por detrás.


 Imagen de la Roja, la Selección Española ganadora de la Eurocopa 2024.

    A mí la expresión “defender los colores” me sonaba, no podía evitarlo, a servicio militar obligatorio y a jura de bandera, a “derramar, si es preciso, hasta la última gota de sangre” en defensa de la patria y del rancio patriotismo nacionalista, y demás monsergas de cuartel. No daba crédito a lo que oía. 

-Te digo que no. Los únicos colores que les ponen a los futbolistas son los de los billetes de quinientos pavos, que yo no sé de qué color son porque no he visto ni veré en toda mi vida ninguno de verdad. 

-Él ha dicho que renueva el fichaje por amor al Club y a la afición.

-¿Qué va a decir Él? No va a reconocer que lo hace por la pasta, joder, aunque sea la verdad, porque defraudaría al equipo, tío, y a toda la peña. Él vende que lo hace por amor a los colores, pero vuelve a fichar por un contrato millonario con una cifra de muchos ceros por su interés personal. El club, la afición y el equipo le importan una mierda, o ¿no crees que sería capaz de fichar mañana mismo por el equipo contra el que se enfrenta hoy, y dejarnos a todos tirados y con el culo al aire?

-Son mercenarios. -Sentenció con solemne amargura otro tertuliano que no había abierto la boca hasta entonces. Y añadió: -Igual que los políticos, desengañaros (sic), colegas: No representan a nadie. Los únicos colores por los que se mueven son los del dinero.

    De repente, todos se ponen a hacer la ola y montar la bronca padre en el estadio y fuera de él al son de las horrísonas vuvuzelas,  y en el bar reina de pronto  un silencio sepulcral, hasta que entra el gol en portería: ¡gooooool! Sólo un partido de balompié, parece mentira, puede paralizar la vida de un país. Todo gira en la España de María Santísima en torno al esférico coronado: la pelota de Parménides que es, como el Ser, ontológicamente omnipresente. Y ya se sabe que el mundo es redondo como un balón reglamentario, según los periódicos deportivos, los que más se leen en un país ágrafo y funcionalmente analfabeto, donde lo único que importa es poder graznar con chulería: ¡Les hemos ganado por goleada!

    Todos en casa, aborregados, con los amigotes o la familia, porque queda muy triste y sin gracia eso de ver un partido solo. Sería un placer onanista y solitario. Y eso no puede ser. El balompié es una celebración orgiástica, colectiva, un fenómeno de eyaculación seminal masiva. Hay que comentar las jugadas y la actitud partidista del árbitro y discutir con los otros y exudar adrenalina de la más rancia testosterona.  Pero, el fútbol, esencialmente masculino, ya no es solo cosa de hombres: también tenemos su versión femenina complementaria e inclusiva. No en vano, como cacareaba un periódico del Régimen,  la selección femenina española, que ganó el mundial del año pasado, "culminó su asalto a la historia".
 
 

    Se nota que a mí no me gusta el fútbol, cierto que no tengo mucha idea de balompié ni me interesa lo más mínimo la monarquía del deporte rey, pero no se trata de gustos personales, de los que no se discute, sino de balompié. Vamos a hablar un poco de eso, precisamente: El interés por el resultado final de un partido hace que el propio partido pierda todo su interés y lo arruina totalmente. Deja de haber juego, deja de mandar el balón en el campo, que se ve ya como un campo de batalla donde los dos ejércitos rivales se disputan, como en un tablero de ajedrez, los laureles de la victoria. Ni los espectadores pueden gozar del partido ni los propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por la enorme responsabilidad de defender unos colores, es decir unas ideas, esto es, dinero. Por ello no atienden a la pelota: juegan mal. No pueden jugar bien ni haber deporte. 

    ¡Qué partido más aburrido aquel en el que en vez de mandar el balón, mandan los colores de los equipos que se enfrentan! ¡Qué solemne aburrimiento cuando los jugadores en vez de jugar al balón defienden unos colores, porque se los ha convertido en los representantes, contra su voluntad, de todo un país o de un club y toda su afición! En el estadio no reina el balón, sino otras consideraciones políticas, nacionalistas, ajenas al juego y al deporte. ¡Qué partido más malo aquel en el que interesa más el resultado final de la victoria o la derrota que el desarrollo del juego!

jueves, 18 de julio de 2024

¡Gibraltar español!

    La victoria deportiva de la selección española de fútbol, alias la Roja, sobre la inglesa se ha reinterpretado de alguna manera como si se tratara de una victoria militar en el campo de batalla del estadio de Berlín. No en vano antes del enfrentamiento habían resonado solemnemente los himnos nacionales de uno y otro reino poniendo firmes a los mandatarios y jugadores allí presentes. El Rey Felipe VI y el príncipe Guillermo de Inglaterra, en ausencia de su padre el Rey Carlos III, representaban respectivamente a las Españas y al Reino Unido de la Gran Bretaña. Ondeaban las banderas nacionales de una y otra nación rival, y miles de espectadores llenaban las gradas del estadio. Ya lo dijo una vez un jugador de balompié: “El fútbol es la guerra, y también ahí el triunfo es lo más importante”.

    Tras el goal que decidió la victoria de España en el último momento del partido, el Borbón, corbata roja al cuello, al que acompañaba la infanta, pantalones rojos a juego con la Selección, perdió su regia compostura y se levantó del asiento como un hincha furibundo gritando “¡gol!” y celebrando el triunfo de la Roja, mientras se veía apesadumbrado al príncipe Guillermo, al que acompañaba su hijo, llevarse las manos a la cabeza y cubrirse el rostro como si no quisiera ver y reconocer la británica derrota. 

    España, pues, se alzó con el triunfo de la Eurocopa -la copa es el símbolo de la victoria, el botín arrebatado al enemigo que se exhibe como trofeo y preciado galardón-, y a continuación vino la gran celebración de la victoria en la villa, corte y capital del reino, en la que varios jugadores de la selección que representa los colores nacionales de la bandera rojigualda se unieron a los no pocos hinchas y aficionados que coreaban el grito de “Gibraltar español”, resucitando una vieja cantilena patriótica y franquista que ha sido calificada por el gobierno del Peñón como “rancia”, aludiendo quizá a su sabor añejo y anticuado, más propio de la dictadura del caudillo, cuando el Estado español reivindicaba su soberanía sobre la colonia británica, pero también desde la transición, porque cuando el hoy Rey Carlos de Inglaterra y su esposa Diana Spencer se unieron en matrimonio en 1981 decidieron iniciar allí, en Gibraltar, su Luna de Miel recién casados, detalle que, conocido previamente por la casa real española, motivó que los reyes a la sazón Juan Carlos y Sofía no asistieran al bodorrio. 

    El caso es que después de aquello los gobiernos españoles dejaron de reclamar la soberanía nacional sobre el Peñón, hasta que ahora los rancios cánticos patrióticos han resucitado de la mano de la victoria futbolera y provocado la indignación del ejecutivo gibraltareño, que en un comunicado hecho público ha mostrado su decepción: Se trata de una mezcla totalmente innecesaria de un gran éxito deportivo con declaraciones políticas discriminatorias que resultan enormemente ofensivas para los gibraltareños. El lamentable uso de la plataforma de la celebración en torno a la victoria de la Eurocopa para promover la idea de usurpar el territorio de Gibraltar es contrario al principio de que el deporte no debe utilizarse para promover ninguna ideología políticamente controvertida.

    Si, la tierra, como dijo una vez un ex presidente del gobierno español, no pertenece a nadie, salvo al viento, lo cual no es cierto, porque la tierra tiene sus propietarios, que son los terratenientes, pero es muy bello y así debería ser, está claro que nadie tiene derecho a usurpar el territorio de Gibraltar, ni la corona británica ni la borbónica, ni los propios gibraltareños, que tan indignados se han sentido según sus autoridades, tampoco.

    La ministra portavoz del gobierno español, por su parte, dijo enseguida que había que enmarcar esas manifestaciones en el contexto en que se celebraron y no había que sacarlas de ese contexto, que era la “gran celebración”, porque “la política exterior de un país la establece el gobierno de ese país”, con lo cual vino a decir a las autoridades del Peñón y del Reino Unido de la Gran Bretaña, que estuvieran tranquilas y mantuvieran la calma, que el gobierno español no iba a reivindicar su soberanía sobre dicho territorio. 

     
    En otro orden de cosas, aunque relacionado con estas, una cadena privada de televisión, de ideología progresista afín al gobierno, la Secsta, en un programa de frivolidades significativas ha mostrado un vídeo con imágenes de los jugadores de la Selección Española en el vestuario celebrando la victoria, en el que la locutriz bromea haciendo el siguiente comentario: Pudimos ver algo inesperado: el culazo de uno de nuestros jugadores. No se sabe muy bien de quién era el "culazo", más bien enjuto, pues se halla de espaldas y podía ser de uno o de otro jugador, pero añadió:  Lo que sí sabemos es que para muchos seguidores y, sobre todo, seguidoras, esto -se refería a las codiciadas nalgas- sí que hace afición. Que ¡qué poderío!, ¿eh?

    ¿Qué pasaría si se nos enseñase por la televisión sin su consentimiento previo y expreso el hermoso culete de alguna de las jugadoras de la selección española de fútbol femenino? ¿Sería sexismo, machismo, un atentado contra la integridad, intimidad y dignidad de la mujer?

domingo, 14 de julio de 2024

El fútbol, opio del pueblo, y los hinchas

    Dos fragmentos extraídos del libro de Eduardo Galeano (1940-2015)  "El fútbol a sol y a sombra", un homenaje al deporte coronado rey, "música en el cuerpo, fiesta de los ojos", que también quiere ser una denuncia de "las estructuras de poder de uno de los negocios más lucrativos del mundo".
 
 
¿El opio de los pueblos? (Eduardo Galeano) 
 
    "¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que el tienen muchos intelectuales. 
 
"El gran germà t'està mirant" (El gran hermano te ve)
 
 
    En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencias sobre el tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en que la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del '78. 
 
    El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere. 
 
 
    En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican el fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase.
 
    Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la burguesía destinada a evitar las huelgas y enmascarar las contradicciones sociales. La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos. 
 
    Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió "este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre". 
 
 
Naranjito: mascota de la Copa Mundial de Fútbol de 1982
 
 oOo
 
 El hincha (Eduardo Galeano)

    "Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.

    Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente,en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.

    Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.

     Rara vez el hincha dice: “hoy juega mi club”. Más bien dice: “Hoy jugamos nosotros”. Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.

    Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval".

lunes, 24 de junio de 2024

La cabeza en los pies

    Aunque vivo muy alejado del mundanal ruido de las noticias relativas al deporte rey, recibo algunas de cuando en cuando por más que trate de evitarlas. A lo largo de los años he ido viendo, por ejemplo, cómo el balompié, de ser 'cosa de hombres', como aquel anuncio de la tele de no recuerdo ya qué brandy, ha pasado también a ser cosa femenina, por lo que la monarquía de este deporte sigue en continua expansión. Como dijo Borges, equiparando balompié y estupidez, el fútbol es popular porque la estupidez es popular.
 
    El poderío informativo, en efecto, del esférico, como dicen los locutores, alcanza una dimensión descomunal y llega incluso a los más despistados. Maldita la gracia que me hace a mí tener incrustado en mi cerebro nombres propios de personajes del mundo del espectáculo que solo aportan al común el entretenimiento suficiente para que no nos demos cuenta de lo que pasa a nuestro alrededor. 
 
 
    El terremoto político desatado por la inesperada convocatoria de elecciones legislativas anunciada por el presidente francés ha puesto patas arriba a los partidos políticos, que se han lanzado de cabeza al barro de las alianzas electorales para intentar salvar el mobiliario. El temor a que la extrema derecha, clara vencedora de los recientes comicios europeos en el país vecino, logre una victoria en la Asamblea Nacional, ha movilizado al colectivo del deporte, que habitualmente suele mantener la neutralidad política, a manifestarse. Más de 200 deportistas han firmado una tribuna llamando a votar contra la extrema derecha porque se opone “a la construcción de una sociedad democrática, tolerante y digna”.
 
    La gran estrella del fútbol francés, y ahora nuevo astro rutilante del Real Madrid, que no del Madrid real, Kylian Mbappé, uno de los grandes ídolos de la juventud francesa, que cuenta con 118 millones de seguidores en su red social, ha declarado en rueda de prensa que hay que votar, y que hay que huir de los extremos “que están a las puertas del poder” (sic), aludiendo, sin mencionarla, a la bicha de la extrema derecha.
     Mbappé, más que un jugador de balompié, es una multinacional, un emporio financiero, y se expresa desde esa posición de ambigüedad calculada generalizando con la expresión “extremismos” para, en definitiva, lanzar un discurso institucional tan políticamente correcto que lo firmaría cualquier político del arco parlamentario, tanto de las derechas como de las izquierdas o del centro, si es que existen tales cosas diferenciadas entre sí. Pide que se vote, se deduce que no a la extrema derecha, pero da por sentado que votar, intransitivamente, sin especificar a quién, es la solución y no el problema, por lo que uno, como abstencionista, no puede dejar de sonreír ante un discurso simplón que resulta, desgraciadamente, familiar. 
 

      Votar es una irresponsabilidad ciudadana, consistente en delegar en otros para que decidan por nosotros. Ni el centro, ni la derecha ni la izquierda ni sus extremidades son ninguna solución, sino el problema. 
 
    No deja de llamarme la atención, sin embargo, cómo las palabras de los deportistas han reemplazado a las de los intelectuales: a falta de cabeza, patas. Antes se valoraba la opinión de un Sartre o de un Albert Camus, por ejemplo. Hoy sin embargo la de Mbappé, que se ha enfundado la bandera tricolor francesa al señalar que quiere defender los valores y los colores de la patria, un asunto espinoso en un país en el que a veces se ha abucheado en los estadios “La marsellesa”, ese himno nacional deleznable como todos los himnos patrióticos, que llama a los ciudadanos a empuñar las armas. 
 
El presidente, agradeciéndole al futbolista los servicios prestados
 
     Muchos de los futbolistas franceses, que hoy son estrellas multimillonarias, como este Mbappé, hijo de padre camerunés y de madre argelina,  proceden de ambientes humildes, de las barriadas periféricas desfavorecidas y de los enormes bloques de viviendas de pisos sociales que acogen a muchos descendientes de la emigración. Son, no se puede decir otra cosa, estómagos agradecidos. Es ahí, según los expertos, donde se espera que su mensaje cale más hondamente, movilizando a los jóvenes descontentos contra la abstención.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

¿Por qué a Borges no le gustaba el fútbol?

    Dicen que Borges, pese a ser argentino, no amaba el balompié. Quizá odiaba el fútbol porque era poco argentino, o no lo era demasiado ni tenía el suficiente ardor patriótico que requiere la cosa de la argentinidad. Y dicen que dijo una vez: El fútbol es popular porque la estupidez es popular, equiparando balompié y estupidez.

    El bochornoso espectáculo de Catar 2022 que han retransmitido todas las televisiones del mundo para entretenimiento de las masas televidentes aborregadas ha servido para que se vea la vinculación del aficionado al fútbol con el fervor masivo del fascismo y el nacionalismo dogmático. El nacionalismo, dijo Borges en alguna ocasión, solo permite afirmaciones. Cualquier doctrina que rechace la duda y la negación es una forma de intolerancia y estupidez

    Esto explica, por ejemplo, la fotografía del presidente francés entristecido y consolando como a un amigo íntimo a Mbappé, el jugador estrella de la selección gala, por la pérdida del Mundial frente a Argentina. El inquilino del Elíseo, después de comportarse como un auténtico energúmeno en el estadio de Catar cual si fuera un vulgar júligan o hincha de comportamiento violento y agresivo, acudió a los vestuarios, después de la 'histórica derrota' a animar a sus desmoralizados futbolistas y a agradecerles que hubieran hecho "soñar a todos los franceses y francesas" (sic), diciéndoles que estaba orgulloso de ellos.

    Los equipos nacionales de balompié y los jugadores estrella a menudo como el susodicho se convierten en las herramientas de los regímenes autoritarios, pero no nos engañemos, regímenes autoritarios son tanto las llamadas dictaduras de antaño y algunas de hogaño que quedan como las democracias modernas, que explotan el vínculo que los fanáticos comparten con sus equipos nacionales para ganar el apoyo popular, como bien sabemos los que vivimos la oprobiosa dictadura franquista, en la que la retransmisión de un partido de balompié paralizaba un país y actuaba como anestesia de otros males, exactamente igual que en la oprobiosa democracia actual, en la que el espectáculo del mundial de Catar ha servido de cortina de humo para que no se vea lo que pasa de verdad. 

     Borges escribió un cuento junto a su gran amigo y colaborador Adolfo Bioy Casares titulado Esse est percipi, latinajo que dicen que fraguó G. Berkeley, y que significa “ser es ser percibido” en la lengua de Virgilio, es decir que el ser de algo consiste en la percepción que tengamos de ese algo. El ser son sus apariencias. En dicho cuento se deslizan algunas reflexiones interesantes y sugerentes como que el fútbol ha dejado de ser un deporte y ha entrado en el ámbito del entretenimiento. La representación del deporte ha reemplazado al deporte mismo. Los estadios se llenan, mientras que los partidos son jugados por un solo hombre que habla por un micrófono o por actores con camisetas frente a las cámaras de televisión. La población ve partidos inexistentes por televisión y radio sin cuestionar nada. 


    La crítica que hacen Borges/Bioy del balompié como espectáculo mediático de masas y la explotación de la cultura popular por parte de las fuerzas políticas todavía parece, como lo fue en su época, acertada. Y eso es así porque hoy es siempre todavía y porque época no hay más que una, que es esta misma que estamos viviendo aquí y ahora, y lo que pasa es que nos entretienen con eventos cada vez más globalizados como el propio nombre de Mundial revela  para que no nos demos cuenta así de lo que pasa.

     He aquí algunos fragmentos del cuento de Borges y Bioy.

    Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.

-(...) ¿Entonces en el mundo no pasa nada?

-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Pareceres (X)

46.- Sentido común. Chesterton dijo que el sentido común no reside en lo que todos repiten cacareándolo sin ton ni son, es decir, sin conocimiento, sino en lo que todos saben (o sabemos entre todos, mejor dicho) y casi nadie se atreve a declarar; muchas veces, añado yo, por propia autocensura. Sentido común es lo que todos sentimos y pensamos y, sin embargo, no osamos formularlo verbalizándolo; por eso es el menos común de todos los sentidos, pero también, en el fondo, es paradójicamente el único que a todos nos es común, lo que se demuestra cuando alguien se atreve a proclamar algo razonable y todos lo reconocemos enseguida como algo propio, nuestro, común: eso que yo quería decir y no me atrevía, porque no sabía cómo hacerlo, pero lo tenía en la punta de la lengua y no me salía. 
 
47.- Neopuritanismo: Es posible que en nuestra época, que es la única que hay, estemos asistiendo a la emancipación de los placeres y a la simultánea proliferación de los tabúes, creando un conflicto difícil de resolver. El deseo y la libido son tan importantes que las prohibiciones que se les imponen no hacen más que fortalecerlos. Vivimos un neopuritanismo que se esconde detrás de la supuesta protección de la mujer, eterno sexo débil, que prohíbe la atracción entre los sexos. El amor debe, en la medida de lo posible, seguir siendo una celebración. Si los amantes se convierten en puritanos, se perderán la magia y el descuido delicuescente que proporciona el acto amoroso.  
 
48.- Un domingo sin fútbol no es un domingo. El fútbol, o sea, la diversión del balompié en el estadio o en la pequeña pantalla, es lo que hace que el domingo sea tal. Un domingo que se precie no puede carecer de su dosis de balompié. ¿Para qué sirve esta diversión dominical, este delirium tremens de las masas? Sirve para recargar las pilas y poder volver al tajo el lunes con la falsa sensación de empezar de cero. Proporciona, además, un tema de conversación socialmente consolidado y admitido en ciertos círculos, como el tiempo atmosférico, de falsa comunicación, es verdad, pero que facilita la relación entre personas que, en caso contrario, no tendrían mucho de qué hablar, salvo de la condena común al ocio y al negocio, que es nuestra realidad más crucial. 
 
 
49.- Libertad de expresión. El problema de la falta de libertad de expresión en el mundo moderno no radica en la censura, que casi ya no existe, el quid de la cuestión se encuentra en la autocensura, es decir, en el Tribunal del Santo Oficio que tenemos todos interiorizado en nuestro fuero interno. Su mayor éxito es que hayamos asumido, incorporándolo, a Torquemada.  
 
 
 50.- El interés por el resultado final de un evento deportivo hace que el propio espectáculo pierda su interés. Deja de haber juego, deja de mandar el balón en el campo de juego, como dicen los adictos. El campo de juego se ve como campo de batalla donde los dos ejércitos rivales se disputan, como en un tablero de ajedrez, los laureles de la victoria. Ni los espectadores pueden gozar del juego ni los propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por la enorme responsabilidad de representar unos colores, es decir unas ideas, no atienden a la pelota: juegan mal. Un delantero danés, de cuyo nombre no me acuerdo, además de haber metido cuatro goles en un partido de balompié, hizo en su momento unas declaraciones muy reveladoras sobre el deporte rey, el beautiful game o lindo juego de los ingleses: El fútbol es la guerra, y también ahí el triunfo es lo más importante.

martes, 22 de noviembre de 2022

¿Una gran tribu?

    Morgan Freeman, el actor que ganó un Oscar por interpretar a Nelson Mandela en Invencible (2009) de Clint Eastwood, ha aparecido por sorpresa presentando la ceremonia inaugural de la Copa del Mundo de balompié en Catar. Y ha dicho: “We gather here as one big tribe and Earth is the tent we all live in. Football spans the world, unites nations in their love of the beautiful game. O sea, que nos hemos reunido aquí como una gran tribu o si se prefiere una traducción menos tribal: como una gran raza. También ha dicho que la Tierra es la tienda bajo la cual todos vivimos y que el balompié se extiende por todo el mundo, uniendo a las naciones en su amor por el «juego bonito»
 
    Esto del «beautiful game» es una expresión consagrada con la que los anglosajones se refieren al balompié. La expresión nos recuerda a otra de «beautiful people» la gente que va a la moda, expresión que puso en boga, valga la redundancia etimológica, la revista Vogue en 1964. Al parecer lo de "beautiful game" es una traducción a la lengua del Imperio del portugués «jogo bonito» (juego bonito, hermoso o lindo), expresión que atribuyen algunos a Pelé. La expresión consagrada entre nosotros es de índole más monárquica: el deporte rey.
     Detrás de estas afirmaciones aparentemente ingenuas y bienintencionadas hay mucha bobería: por un lado se nos dice que somos una gran tribu, una única raza, pero por otro en el campo de juego, que es también el campo de batalla, se enfrentan las diferentes selecciones de las tribus nacionales defendiendo cada una los colores de su bandera.

    Una gran tribu, y el jefe de la tribu es el deporte Rey: el Balón, la pelota bien redondeada de Parménides. No perdamos de vista el nombre que se le da a este evento: el Mundial: se trata de globalizarnos, de unirnos en la celebración del espectáculo del juego bonito retransmitido por todas las cadenas de televisión del globo, que es el deporte rey, un deporte que mueve millones para distraernos, y que, como dijo una vez un delantero danés que había metido cuatro goles en un partido de otro Mundial: El fútbol es la guerra, y también ahí el triunfo es lo más importante.

    Por un lado nos dicen que cada uno tenemos una patria, y una cultura, y una lengua, y unas señas de identidad propias y características, y por el otro nos inculcan que por encima de esas diferencias la celebración del Mundial las anula, aunándonos en la celebración del espectáculo bajo una única tribu que es la de los telespectadores. 

Morgan Freeman volviendo a casa de Catar.

    Resulta, en fin, decepcionante ver cómo un actor que interpretó a Mandela se ha vendido para blanquear el Régimen catarí, un régimen opresor como todos los regímenes políticos, en definitiva, pero que se ensaña especialmente contra las mujeres y los homosexuales. 

   Pero más decepcionante resulta aún ver cómo Gianni Infantino, presidente de la FIFA, resaltó un día antes del inicio del Mundial, los avances experimentados en los últimos años en Catar en cuestiones de derechos humanos y sociales y denunció una doble moral existente en el mundo occidental. Dijo: «Tengo unos sentimientos fuertes, hoy me siento catarí, hoy me siento árabe, hoy me siento africano, hoy me siento gay, hoy me siento discapacitado, hoy me siento un trabajador emigrante", comentó a los medios de (in)formación de masas, defendiendo la gestión realizada y los avances alcanzados. Luego, en el turno de preguntas, tuvo que extender este sentimiento y añadir que también se sentía mujer. 

    Al final de la rueda de prensa, el director de comunicación de la susodicha entidad salió del armario y se declaró abiertamente homosexual. No dijo como el presidente que se sintiera maricón, sino que lo era en un país donde la homosexualidad está criminalizada. Las declaraciones de ambos dirigentes, así como la participación del actor negro, sólo han servido para blanquear un régimen corrupto.    

martes, 18 de febrero de 2020

Reflexión tras el campeonato mundial

Parece que se oye un poco de silencio, ahora.  Bienvenido sea, porque ya iba siendo hora. ¡Qué cansino ha sido todo! Parece que han enmudecido, víctimas de la resaca, las estruendosas vuvuzelas chovinistas que sólo sabían decir: "je suis Chauvin, je suis Chauvin". O para el caso: "Soy español, soy campeón." 

Parece que se han callado los sones machacones de los tantanes tribales. Pero después de este mundial de balompié, y a pesar de que seamos campeones del mundo mundial, nos han metido, por usar la metáfora futbolística,  los goles de todos los nacionalismos y gregarismos, fomentados desde arriba a través de todos los medios de masificación. 


Hordas pintarrajeadas con los colores nacionales y abanderadas han invadido las calles esparciendo sus hormonas juveniles alcoholizadas y vociferantes. No hay argumentos, sólo sentimientos gregarios de rebaño y aborregamiento  masivo.

El vecino ha colgado la bandera nacional en el balcón, donde sigue izada todavía;  mejor sería colgarla en el tendal,  donde se secan al sol, recién lavados, los trapos sucios. Las banderas nacionales son trapos ensangrentados.

lunes, 17 de febrero de 2020

Fúzbol

Ya está la hinchada de forofos fanáticos del  fúzbol con zeta, sí, de zoquete que rebuzna,  preparada para montar el numerito: Campeones. Oé oé oé. ¡Paña! ¡Barsa! ¡Lo que sea! Todos a hacer la ola y a montar la bronca padre en el estadio y fuera de él, o en el bar, donde se hace un silencio sepulcral, hasta que entra el gol en portería: ¡gooooool! Sólo un partido de balompié, parece mentira, puede paralizar la vida de un país. Todo gira en la España de María Santísima en torno al esférico coronado: la pelota de Parménides que es, como el Ser, omnipresente. Y ya se sabe que el mundo es redondo como un balón reglamentario, según los periódicos deportivos, los que más se leen en un país ágrafo y funcionalmente analfabeto, donde lo único que importa es poder graznar con chulería: ¡Les hemos ganao por goleada! 



Todos en casa, aborregados, con los amigotes o la familia, porque queda muy triste y no poco soso y sin gracia eso de ver un partido solo. Sería un placer onanista y solitario. Y eso no puede ser. El balompié es una celebración orgiástica, colectiva, un fenómeno de eyaculación seminal masiva, arsénica, en el sentido etimológico de la palabra, o sea, masculina.  Hay que comentar las jugadas y la actitud partidista del árbitro y discutir con los otros y exudar adrenalina de la más rancia testosterona.  

El fúzbol es un asunto de interés nacional, creo que lo dijo un ministro o un presidente del gobierno de las Españas, como demuestra tanto incremento de patriotismo y tanta españolez, tanta fiesta nacional, tanta proliferación de metros y metros de banderas rojigualdas o de los colores que defiendan, sean azulgrana, rojiblanco o los que sean,  y de toros bravos de negra y astifina silueta, tanto  “podemos” y “a por ellos”, tanta banderita pintada en la cara, tanto “pan y circo”, tanta monarquía  presidiendo el fausto. 

No puedo evitar las ganas de vomitar ante tanta hinchazón de fuzbolerío. Los que sudan la camiseta son los jugadores en el campo, los demás, en el estadio, o ante la pantalla estupefaciente de la televisión, somos espectadores pasivos unidos por un patriotismo de pacotilla. Y me la trae más que floja que gane o pierda España: allá ella, sea quien sea esa señora. 

Se nota que a mí no me gusta el fúzbol, pero no se trata de gustos personales, de lo que no se discute, sino de balompié. Vamos a hablar, precisamente, un poco de foot-ball, en la lengua del imperio, con la osadía del lego en la materia.  El interés por el resultado final de un partido hace que el propio partido pierda su interés. Deja de haber juego, deja de mandar el balón en el campo de juego, como dicen los adictos, que ya se ve como campo de batalla donde los dos ejércitos o selecciones rivales que representan sus colores se disputan, como en un tablero de ajedrez, los laureles de la victoria.

Ni los espectadores pueden gozar del juego ni los propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por la enorme responsabilidad de representar unos colores, es decir, unas ideas. Por ello no atienden a la pelota: juegan mal. No pueden jugar bien. No puede haber buen juego. 

Los defensores del deporte rey dicen que ellos disfrutan, que se divierten viendo un partido y nadie va a negárselo. Será verdad, si ellos lo dicen. Es más: debe de ser verdad. Pero, frente a la diversión y al disfrute, está el auténtico gozo, que no es lo mismo, de descubrir la mentira de la realidad en que vivimos.  Nadie, en su sano juicio, puede gozar viendo un partido de balompié en la televisión estupefaciente: podrá divertirse, exaltarse, disfrutar, o lo que quiera, podrá incluso darle un infarto, como me consta que le ha pasado ya a alguno, pero gozar, gozar... es otra cosa. Y eso lo sabemos todos. Así no se goza. Pero no voy a ser yo quien vaya a decirle a nadie cómo se goza. Se supone que ya somos mayorcitos.