Ya está la hinchada de forofos fanáticos del fúzbol con zeta, sí, de zoquete que rebuzna, preparada para montar el numerito: Campeones. Oé oé oé. ¡Paña! ¡Barsa! ¡Lo que sea! Todos a hacer la ola y a montar la bronca padre en el estadio y fuera de él, o en el bar, donde se hace un silencio sepulcral, hasta que entra el gol en portería: ¡gooooool! Sólo un partido de balompié, parece mentira, puede paralizar la vida de un país. Todo gira en la España de María Santísima en torno al esférico coronado: la pelota de Parménides que es, como el Ser, omnipresente. Y ya se sabe que el mundo es redondo como un balón reglamentario, según los periódicos deportivos, los que más se leen en un país ágrafo y funcionalmente analfabeto, donde lo único que importa es poder graznar con chulería: ¡Les hemos ganao por goleada!
Todos en casa, aborregados, con los amigotes o la familia, porque queda muy triste y no poco soso y sin gracia eso de ver un partido solo. Sería un placer onanista y solitario. Y eso no puede ser. El balompié es una celebración orgiástica, colectiva, un fenómeno de eyaculación seminal masiva, arsénica, en el sentido etimológico de la palabra, o sea, masculina. Hay que comentar las jugadas y la actitud partidista del árbitro y discutir con los otros y exudar adrenalina de la más rancia testosterona.
El fúzbol es un asunto de interés nacional, creo que lo dijo un ministro o un presidente del gobierno de las Españas, como demuestra tanto incremento de patriotismo y tanta españolez, tanta fiesta nacional, tanta proliferación de metros y metros de banderas rojigualdas o de los colores que defiendan, sean azulgrana, rojiblanco o los que sean, y de toros bravos de negra y astifina silueta, tanto “podemos” y “a por ellos”, tanta banderita pintada en la cara, tanto “pan y circo”, tanta monarquía presidiendo el fausto.
No puedo evitar las ganas de vomitar ante tanta hinchazón de fuzbolerío. Los que sudan la camiseta son los jugadores en el campo, los demás, en el estadio, o ante la pantalla estupefaciente de la televisión, somos espectadores pasivos unidos por un patriotismo de pacotilla. Y me la trae más que floja que gane o pierda España: allá ella, sea quien sea esa señora.
Se nota que a mí no me gusta el fúzbol, pero no se trata de gustos personales, de lo que no se discute, sino de balompié. Vamos a hablar, precisamente, un poco de foot-ball, en la lengua del imperio, con la osadía del lego en la materia. El interés por el resultado final de un partido hace que el propio partido pierda su interés. Deja de haber juego, deja de mandar el balón en el campo de juego, como dicen los adictos, que ya se ve como campo de batalla donde los dos ejércitos o selecciones rivales que representan sus colores se disputan, como en un tablero de ajedrez, los laureles de la victoria.
Ni los espectadores pueden gozar del juego ni los propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por la enorme responsabilidad de representar unos colores, es decir, unas ideas. Por ello no atienden a la pelota: juegan mal. No pueden jugar bien. No puede haber buen juego.
Los defensores del deporte rey dicen que ellos disfrutan, que se divierten viendo un partido y nadie va a negárselo. Será verdad, si ellos lo dicen. Es más: debe de ser verdad. Pero, frente a la diversión y al disfrute, está el auténtico gozo, que no es lo mismo, de descubrir la mentira de la realidad en que vivimos. Nadie, en su sano juicio, puede gozar viendo un partido de balompié en la televisión estupefaciente: podrá divertirse, exaltarse, disfrutar, o lo que quiera, podrá incluso darle un infarto, como me consta que le ha pasado ya a alguno, pero gozar, gozar... es otra cosa. Y eso lo sabemos todos. Así no se goza. Pero no voy a ser yo quien vaya a decirle a nadie cómo se goza. Se supone que ya somos mayorcitos.
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