lunes, 24 de febrero de 2020

¡Abróchate el cinturón!

La Dirección General de Tráfico (DGT) del reino de las Españas, dependiente del Ministerio del Interior, nos da un consejo paternalista. Saca la foto del perfil de una persona sentada, a la que no se le ve la cara, que es el espejo del alma, sino sólo parte del torso y de las piernas formando un ángulo recto, que representa al conductor de un vehículo sentado, aunque también podría ser el copiloto o cualquier pasajero, abrochado al cinturón de seguridad, sobre el que puede leerse en letras mayúsculas la leyenda: ABRÓCHATE A LA VIDA. 

El mensaje de texto del organismo que regula el tráfico rodado es el siguiente: “El cinturón de seguridad reduce a más de la mitad la mortalidad en caso de accidente”. Pues bien, lo que dice la DGT y el Ministerio del Interior en su nombre es mentira, así de sencillo: ¡mentira! No es cierta la ecuación que se establece de un modo sibilino entre “seguridad” y “vida”. La vida puede ser cualquier cosa, lo que se quiera, menos segura. 



Y la seguridad se parece más a la muerte que a la vida. Por algo dice la gente a veces que no hay nada más seguro que la muerte. Y en ese sentido podríamos establecer la ecuación contraria: abrocharse al cinturón de seguridad implica abrocharse a la muerte (ojo al dato: seis mil muertos y numerosos heridos anuales en las cunetas españolas al año). La Dirección General de Tráfico, bajo el imperativo de ponernos el cinturón de castidad “por nuestro propio bien”, nos está invitando a montar en automóvil. 

Da por hecho que lo hacemos y que vamos a seguir haciéndolo. El consejo con el que yo contraatacaría desde aquí es el siguiente: DESABRÓCHATE EL CINTURÓN. NO TE ABROCHES A LA MUERTE. Pero no te estoy invitando a contravenir la legalidad, lo que resulta bastante obediente por otra parte, y no deja de ser una forma de sumisión, por la que pueden multarte si te traban: estoy invitándote a la desobediencia cívica y civilizada más activa: no te subas a un auto personal -ni siquiera al tuyo- ni harto de grifa, y trata de huir de ellos y de las carreteras por donde pasan como de la peste: son peores que el caballo de Atila que por donde pisaba, como se sabe, no volvía a crecer la hierba.

La DGT nunca cuestionará el tráfico rodado en sí, que es lo que cualquier persona sensata haría, sino que, dándolo por hecho consumado, pretende regularlo a fin de mejorarlo: que no conduzcamos borrachos ni bajo los efectos de ninguna sustancia ilegal, que no conduzcamos somnolientos, sino que conduzcamos en “buenas”, en las mejores condiciones. No nos da el consejo más sabio: que no conduzcamos ni nos dejemos conducir en los ataúdes rodantes que son los automóviles, auténticos coches fúnebres. 

El automóvil conduce inexorablemente al suicidio ecológico por agotamiento de los recursos naturales necesarios para su producción, así como por sus múltiples poluciones y contaminaciones: por la necesidad no ya de una red de carreteras siempre insuficientes sino de autovías y autopistas, así como de aparcamientos, lo que implica asfalto y más asfalto, chapapote en suma. Pero el automóvil provoca una muerte cada hora y media en España, y numerosos heridos graves y traumatizados con lesiones irreversibles. 

¿Por qué nadie nos dice que podemos sustituir el automóvil con la marcha a pie, la bicicleta o los transportes públicos como trenes, tranvías, metros y, en el caso de que estos sean insuficientes, autobuses, que suelen llegar a donde no llega el ferrocarril? Porque no interesa, porque el automóvil produce intereses -económicos, claro, y políticos, también, y sociales, crea puestos de trabajo y mercado... 

No deja de ser una decisión sabia la de vivir en un sitio donde por la proximidad a los centros neurálgicos de estudio donde no se aprende nada, de trabajo donde lo único que hacemos es perder el tiempo convirtiendo la vida en jornadas laborales o de comercio donde comulgamos con los bienes de consumo que no necesitamos, centros comerciales que son los auténticos templos de la moderna religión, no necesitemos automóvil para trasladarnos, pudiendo hacerlo a pie por nuestros propios medios. 

Se me puede objetar que eso condicionará mucho nuestra libertad, argumentando que no podremos nunca vivir donde nos dé la gana, cosa que podríamos hacer tranquilamente disponiendo de un automóvil... Pero el razonamiento se vuelve contra sí mismo a poco que se lo deje, porque pasaríamos a depender totalmente del vehículo rodante para nuestros desplazamientos. 

Viviendo donde quisiéramos, preservaríamos nuestra libertad de elección de hábitat, pero subordinaríamos nuestra libertad de movimiento al automóvil y al combustible necesario para que funcione y a todo lo que significa y conlleva, recayendo en el siguiente círculo vicioso: “Necesito doce mil euros tirando por lo bajo para comprarme un coche. -¿Para qué necesitas un coche? - Para ir a trabajar. -¿Para qué necesitas trabajar? -Para pagar el coche que me lleve al trabajo.” La pescadilla que se muerde la propia cola.

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