Estuve afiliado a un sindicato hasta que decidí dejar de pagar la cuota sindical, desgravable en la declaración de la renta a Hacienda, y, acto seguido, llamé por teléfono para comunicar mi decisión y las razones que me empujaban a darme de baja. Me parecía lo correcto después de diez años de "militancia".
Le comuniqué mis razones a la compañera que me atendía al otro lado del hilo telefónico: Los sindicatos que como aquel, de cuyo nombre no voy a hacer mención, porque da igual un nombre que otro y porque todos los nombres son pseudónimos, participan en las elecciones sindicales, da igual su supuesta ideología, son la voz de su amo, es decir, del Estado que los subvenciona, y aunque pretendan ir contracorriente como aquél le hacen el juego al Señor, porque son una parte y no poco importante del sistema, como el perro hambriento y agradecido que no muerde sino que besa la mano que le da de comer. Los sindicatos se han convertido, le dije, en meras gestorías laborales que defienden el trabajo asalariado y el "por lo menos tienes un trabajo y eres funcionario, no te quejes".
El Estado del
Bienestar, que paradójicamente nos genera malestar, mantiene los medios de
producción en manos de unos pocos, que son los que manejan el
cotarro del dinero, empresarios y ejecutivos de Dios, e implanta el trabajo obligatorio entre quienes
no los poseen, que somos la inmensa mayoría democrática de la
gente, o ciudadanía, como nos llaman ahora con no poco recochineo,
asegurándonos la satisfacción de las necesidades básicas y un
nivel mínimo de bienestar.
¿Cuál es el papel
que juegan los sindicatos orgánicos? Ellos son los paladines
defensores de ese nivel mínimo de bienestar, de modo que su
consecución parece a simple vista una conquista del sindicalismo,
cuando en realidad no es un logro sindical, sino una graciosa
concesión del poder político, que es, huelga decirlo, el poder
económico del dinero. De este modo los sindicatos aseguran el
equilibrio y la subsistencia del sistema. Ellos, todos y cada uno, son los cancerberos del sistema que dicen combatir.
Estos que hay ahora no
son los sindicatos obreros decimonónicos que pretendían la
revolución social, han traicionado su misión originaria para
convertirse en meros apéndices del Estado y del Capital, que
garantiza su existencia y subsistencia. Primera consecuencia
paradójica: los sindicatos han servido para debilitar el movimiento
obrero del que nacieron.
El Estado garantiza su
función parasitaria subvencionándolos y convirtiendo a sus
dirigentes en una especie de delegados del poder establecido y el Gobierno, a los
que libera temporalmente de la servidumbre del trabajo: son los privilegiados,
dentro de la clase obrera, los "liberados", como la compañera que estaba al otro lado del teléfono escuchándome en silencio.
Los sindicatos no dependen de las aportaciones de sus afiliados,
ridículas cuotas como la que yo y otros cuatro más pagábamos religiosamente todos los meses, sino de las cuantiosas subvenciones del Estado.
Sirven, además, para ayudar al partido o coalición política que defienden -una
vez consumado el divorcio en el siglo pasado entre el partido y el
sindicato obrero- en la conquista del poder, logrando en definitiva
que todos seamos unos perfectos consumidores en esta sociedad de
consumo que a todos nos consume.
Como me parecía un poco duro de escuchar la chapa que le estaba metiendo a mi interlocutriz, le di la oportunidad de rebatir mis argumentos. Ni siquiera se molestó en contestarme. Sólo obtuve la callada por respuesta. No tenía nada que decirme. Ni siquiera las gracias por comunicárselo.
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