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miércoles, 23 de octubre de 2024

Amor a los colores

    Discutían acaloradamente el otro día en la barra del bar varios tertulianos. ¿Cuál era el asunto de su apasionada charla? Fútbol. No podía ser otro el tema. Me vino enseguida a las mientes el dicho de Juvenal panem et circenses, que,   después de haber sido "pan -es decir trabajo- y toros" en la España zarzuelera de pasodoble taurino y sangre en el ruedo, se actualiza ahora mismo como "pan -trabajo, o a falta de él, subsidio de desempleo, paguita o renta básica en el horizonte- y fútbol -o diversión alienante-" en la España autonómica de las quinielas, los estadios y retransmisiones televisivas y radiofónicas: los instrumentos estupefacientes del Poder para amodorrar a la inmensa mayoría democrática de la ciudadanía como dicen ahora. Los tiempos mudan para que las cosas puedan seguir esencialmente igual.  

    Vieja costumbre esta, que se remonta a la Roma cesariana, y, mucho más cerca de nosotros, a la dictadura del Generalísimo Franco, que convirtió al Real Madrid en el equipo oficial del régimen. La victoria, por ejemplo, de la selección española sobre la URSS en 1966 se presentó como un triunfo nacional católico sobre el comunismo. El fútbol o balompié en román paladino es un asunto de interés nacional, el único asunto, a decir verdad, de interés nacional. Sirve para distraer a la población, y, mucho más que eso, es casi una cuestión religiosa, es el opio del pueblo, o sea, la nueva religión.

    Sólo el deporte rey es capaz de desatar nuestros instintos más bajos aquí y en cualquier punto del universo mundo,  y él solo puede desencadenar, ya sea en el estadio, ya a través de la pantalla del televisor en el corazón de nuestro agridulce hogar o en el bar de la esquina, nuestras más rastreras y vergonzantes pasiones, que son, huelga decirlo, las patrióticas, gregarias y nacionalistas. 

    El caso es que acababan de dar la noticia en la sección informativa del telediario, y alababa uno de aquellos hinchas o forofos fanáticos del fúzbol -con zeta de rebuzno- de la tertulia de la barra del bar a un fuzbolisto que, al parecer, había renovado su contrato -su fichaje, decía él-, por "amor a los colores".
 
 Fotograma de la película Ben Hur (1959) William Wyller

    Llamó enseguida mi atención aquella colorida expresión. Hablaban de “el equipo rojiblanco, el club azulgrana...”, y me recordaban, en efecto, por deformación profesional,  a la factio albata, los blancos, la factio russata, los rojos, la factio ueneta, los azules..., de las cuadrillas que jaleaban a los aurigas en las carreras del circo romano. Las camisetas de colores que representan al equipo y al club que lucen nuestros jugadores de balompié son el exacto equivalente, con flagrante anacronismo, de las túnicas cortas del color de cada facción que lucían los automedontes que conducían las cuadrigas, espectáculo que se recrea magistralmente en la espléndida escena de la película Ben Hur (1959) de William Wyller, donde al final el colorido de los equipos se reduce a los elementales del blanco y el negro de los propios corceles, blancos como la nieve resplandeciente los del galileo, negros como el tizón los del pérfido Mesala, con todo su simbolismo moral de buenos y malos que acarrean.

-El amor a los colores ya pasó a la historia, tío. -Sentenció uno de los tertulianos.
-¡No...! Hay jugadores honrados, pocos, pero los hay, que defienden los colores de la camiseta, y que la sudan a tope y dan lo mejor de su rendimiento en el campo de juego. Y a esos les duele en el alma una derrota del equipo y defraudar a la afición que les anima en el graderío por detrás.


 Imagen de la Roja, la Selección Española ganadora de la Eurocopa 2024.

    A mí la expresión “defender los colores” me sonaba, no podía evitarlo, a servicio militar obligatorio y a jura de bandera, a “derramar, si es preciso, hasta la última gota de sangre” en defensa de la patria y del rancio patriotismo nacionalista, y demás monsergas de cuartel. No daba crédito a lo que oía. 

-Te digo que no. Los únicos colores que les ponen a los futbolistas son los de los billetes de quinientos pavos, que yo no sé de qué color son porque no he visto ni veré en toda mi vida ninguno de verdad. 

-Él ha dicho que renueva el fichaje por amor al Club y a la afición.

-¿Qué va a decir Él? No va a reconocer que lo hace por la pasta, joder, aunque sea la verdad, porque defraudaría al equipo, tío, y a toda la peña. Él vende que lo hace por amor a los colores, pero vuelve a fichar por un contrato millonario con una cifra de muchos ceros por su interés personal. El club, la afición y el equipo le importan una mierda, o ¿no crees que sería capaz de fichar mañana mismo por el equipo contra el que se enfrenta hoy, y dejarnos a todos tirados y con el culo al aire?

-Son mercenarios. -Sentenció con solemne amargura otro tertuliano que no había abierto la boca hasta entonces. Y añadió: -Igual que los políticos, desengañaros (sic), colegas: No representan a nadie. Los únicos colores por los que se mueven son los del dinero.

    De repente, todos se ponen a hacer la ola y montar la bronca padre en el estadio y fuera de él al son de las horrísonas vuvuzelas,  y en el bar reina de pronto  un silencio sepulcral, hasta que entra el gol en portería: ¡gooooool! Sólo un partido de balompié, parece mentira, puede paralizar la vida de un país. Todo gira en la España de María Santísima en torno al esférico coronado: la pelota de Parménides que es, como el Ser, ontológicamente omnipresente. Y ya se sabe que el mundo es redondo como un balón reglamentario, según los periódicos deportivos, los que más se leen en un país ágrafo y funcionalmente analfabeto, donde lo único que importa es poder graznar con chulería: ¡Les hemos ganado por goleada!

    Todos en casa, aborregados, con los amigotes o la familia, porque queda muy triste y sin gracia eso de ver un partido solo. Sería un placer onanista y solitario. Y eso no puede ser. El balompié es una celebración orgiástica, colectiva, un fenómeno de eyaculación seminal masiva. Hay que comentar las jugadas y la actitud partidista del árbitro y discutir con los otros y exudar adrenalina de la más rancia testosterona.  Pero, el fútbol, esencialmente masculino, ya no es solo cosa de hombres: también tenemos su versión femenina complementaria e inclusiva. No en vano, como cacareaba un periódico del Régimen,  la selección femenina española, que ganó el mundial del año pasado, "culminó su asalto a la historia".
 
 

    Se nota que a mí no me gusta el fútbol, cierto que no tengo mucha idea de balompié ni me interesa lo más mínimo la monarquía del deporte rey, pero no se trata de gustos personales, de los que no se discute, sino de balompié. Vamos a hablar un poco de eso, precisamente: El interés por el resultado final de un partido hace que el propio partido pierda todo su interés y lo arruina totalmente. Deja de haber juego, deja de mandar el balón en el campo, que se ve ya como un campo de batalla donde los dos ejércitos rivales se disputan, como en un tablero de ajedrez, los laureles de la victoria. Ni los espectadores pueden gozar del partido ni los propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por la enorme responsabilidad de defender unos colores, es decir unas ideas, esto es, dinero. Por ello no atienden a la pelota: juegan mal. No pueden jugar bien ni haber deporte. 

    ¡Qué partido más aburrido aquel en el que en vez de mandar el balón, mandan los colores de los equipos que se enfrentan! ¡Qué solemne aburrimiento cuando los jugadores en vez de jugar al balón defienden unos colores, porque se los ha convertido en los representantes, contra su voluntad, de todo un país o de un club y toda su afición! En el estadio no reina el balón, sino otras consideraciones políticas, nacionalistas, ajenas al juego y al deporte. ¡Qué partido más malo aquel en el que interesa más el resultado final de la victoria o la derrota que el desarrollo del juego!

martes, 5 de enero de 2021

Pan y güifi

"Pan y wifi" es la actualización adecuada como anillo al dedo a estos tiempos pandémicos del viejo tópico de Juvenal "panem et circenses" (pan y circo). 
 
 

Veamos un poco el contexto del literario latinajo. Se trata de unos hexámetros (78-81) de la sátira X de Juvenal, en la que por cierto también aparece otro de los célebres tópicos del poeta (el mens sana in corpore sano) junto con la clásica mención de los dos filósofos presocráticos que se harían proverbiales del pesimismo y el optimismo: Heraclito, llorando y Demócrito, riendo respectivamente. 

...effudit curas; nam qui dabat olim / imperium fasces legiones omnia, nunc se / continet atque duas tantum res anxius optat, / panem et circenses:  ... (el pueblo) perdió su interés. Pues si antaño otorgaba / mando y poder, las fasces, legiones, todo, ahora / se desentiende y sólo desea ansioso dos cosas: / pan y circo. 

¿Quién es el sujeto elíptico u omitido de ambas frases? ¿Quién es, como diría un gramático, esa tercera persona del singular, que en la Roma republicana otorgaba con sus votos el poder, y aun en el principado de Augusto, hasta que el emperador Tiberio suprimió todos los comicios, de forma que los ciudadanos ya no tenían a quién venderle su voto? ¿Quién es ese sujeto, nunca mejor dicho lo de subiectus (=sometido), que ahora sólo se conforma con dos cosas, el pan y el circo? No hay que imaginar mucho. El propio Juvenal lo menciona un poco antes. El sujeto es un singular colectivo: populus: el pueblo, al que más arriba se ha referido como turba Remi, que podríamos glosar con dos términos despectivos como "la chusma o el populacho de Rómulo y Remo", es decir, el pueblo romano, fundado por los gemelos amamantados por la loba.  
 


Ha habido a lo largo de nuestra historia otras actualizaciones como la cañí "pan y toros", la franquista "pan y fúzbol", y ahora la democrática, neotecnológica y progresista "pan y güifi", que así deberíamos escribirlo  en la lengua de Cervantes, como lo pronunciamos, y que en la de Shakespeare y del Imperio, por cierto, no se dice así, sino /waifai/, o sea, guaifai. 
 
Pan y güifi gratuito, pues, como el pan y las carreras de cuadrigas y combates de gladiadores que costeaban y regalaban los emperadores al pueblo para que estuviera contento con un mendrugo que llevarse a la boca y con espectáculos públicos que lo redujeran al pasivo papel de espectador -hoy hay que anteponer el prefijo tele, que indica alejamiento social, al espectáculo y al espectador: telespectáculo y telespectador, a diferencia de la antigüedad, donde el evento se vivía en vivo y en directo.

"Cebados de pan y güifi" es una buena pincelada descriptiva de los españoles acorralados -cada gallo en su corral, reza el refrán- en sus propios y dulceamargos hogares durante el año 2020 de la era cristiana: hartos de ir a buscar comida a la fresquera y atragantados hasta el aburrimiento de tanto entretenimiento serial televisivo y de tanto exceso de información tóxica para que no nos demos cuenta de lo que pasa y no nos revolucionemos. Por cierto ¿qué es lo que está pasando sin que nos demos ni cuenta?