Cuando era pequeño, allá en los tiempos de la oprobiosa dictadura, oía
mucho hablar del “bien común”, y ahora, acá en estos -¿otros?- tiempos
hodiernos de la no menos oprobiosa democracia, oigo mucho hablar en parejas circunstancias del “interés general (o nacional o público)”: se trata del
mismo fetiche ideológico, espantapájaros dialéctico, con distinto
nombre: en resumidas cuentas, del mismo perro con diferente collar que al fin y a la postre resulta indiferente. Hay que
sacrificar, es decir, inmolar, matar, el interés o el bien particular
de uno, renunciando a él, por el supuesto interés -por el interés te
quiero, Andrés- o bien de la comunidad, de la nación o de una totalidad
que no existe más que en la imaginación de los que mandan, que utilizan
la coartada del "bien común" antaño o "interés general" hogaño, o la de "salvar almas" de la Iglesia que hoy se ha convertido en "salvar vidas" de la Ciencia, para que hagamos lo que quieren y justificarlo con ese comodín y
sonsonete que les sirve de argumento.
¡Qué gran verdad! "Ay, ay, ay, ay, / canta y no llores, / porque cantando
se alegran, /cielito lindo, los corazones". Lo cacareaba la radio del
heladero pederasta cuando yo era pequeño. Un hombretón gigante y forzudo
con un ridículo mostacho, que nos seducía a los pequeños con su mirada y sonrisa lascivas y con la bocina
inconfundible de su furgoneta veraniega que actuaba como la campanilla
de los perros de Pavlov. Cuando oíamos su
reclamo, empezábamos a salivar: "Mamá, dame dinero para el heladero."
Estaban a nuestro alcance todo tipo de chucherías prohibidas y golosinas
de diversos sabores y una gran variedad de helados que nos invitaban a
una lujuriosa felación. Cuando llegaba el heladero era una fiesta. Y nosotros
tan contentos, cantando y no llorando, porque cantando se alegran, hoy como ayer y como
siempre, cielito lindo, los corazones.
El Club Venus, ¿qué es? Le pregunté un día a mi padre. ¿Era un club de
alterne para mayores, un puticlub, un prostíbulo, una casa de
tolerancia, un burdel, un bar de copas y señoritas -niñas y mujeres atrapadas en esas redes- de vida 'alegre', un
lupanar, una casa cerrada como dicen en Italia, un motel de carretera,
una casa de putas? Cualquiera de esas cosas podía ser. El nombre que le
queramos dar a una cosa no es caprichoso. Si a la planta del cannabis
la llamamos "marihuana" la estamos declarando ilegal, mientrras que si
la llamamos "cáñamo", ya no estamos fuera de la ley, sino dentro de la
más escrupulosa legalidad, como decía el ocurrente y genial Chicho
Sánchez Ferlosio. Yo lo único que sabía ya entonces y sé ahora es,
independientemente del nombre que quisiéramos dar a aquel antro que
todavía veo que existe, nombre que nunca es inocente, es lo bajo que ha
caído la diosa Venus, la Afrodita griega del amor y el sexo, que sirve
como reclamo para los clientes de la prostitución de las
mujeres.
Los horrores de las guerras que en el mundo han sido son una caricatura
grosera y grotesca de los espantos de la paz -así la llaman por
contraposición para disimular- que en el mundo es y dicen que hay.
¿Donde, Dios mío, que yo no la veo? Antaño, cuando yo era niño, hablaban
de guerra fría, ahora habrá que hablar de paz caliente, y no caliente
precisamente, sino ardiente, de una paz que está que arde, que quema y
nos abrasa, echando chispas, chisporroteando y a punto de estallar como
bomba de relojería atómica. Los espantos de las guerras nos meten el
miedo en el cuerpo y nos distraen de los horrores de la paz, no menos
pavorosos pero con el agravante de que son los mismos y no nos damos
cuenta de la ecuación matemática fundamental, a saber, que, como dijo
el sabio, esta paz es la guerra, la guerra es la paz, dos caras de la
misma y única moneda.
El aristócrata homosexual había sacado un fajo de billetes de su billetera
para que el diestro toreara desnudo para él en la intimidad de una
sesión privada de tauromaquia en la casona montañesa blasonada y
solariega donde se refugiaba del mundanal ruido. El torero bien pagado
de escurridas caderas, anchos hombros y fino talle, en plena
efervescencia de juventud, accedió. Vestido sólo con el capote rojo y
la espada, ejecutó unos pases, los
graciosos pasos de la danza de la muerte, ante el toro fiero del vejestorio del
señorito. Estaban solos los dos. El
diestro estaba desnudo, sin el traje de luces con el que tantas veces lo
había visto en la plaza el aristócrata homosexual que babeaba ante la
belleza arrolladora de su silueta apolínea. Ahora no necesitaba desnudar
a aquel Adonis con la mirada; lo tenía delante de él, como su madre lo
trajo al mundo, en sus vivos cueros. Había pagado por ello. ¿A qué
esperaba ahora para hundirle la espada hasta el tuétano de los huesos
metiéndole la
excrecencia tumefacta de su amor?