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lunes, 9 de mayo de 2022

Canta y no llores


    Cuando era pequeño, allá en los tiempos de la oprobiosa dictadura, oía mucho hablar del “bien común”, y ahora, acá en estos -¿otros?- tiempos hodiernos de la no menos oprobiosa democracia, oigo mucho hablar en parejas circunstancias del “interés general (o nacional o público)”: se trata del mismo fetiche ideológico, espantapájaros dialéctico, con distinto nombre: en resumidas cuentas, del mismo perro con diferente collar que al fin y a la postre resulta indiferente. Hay que sacrificar, es decir, inmolar, matar, el interés o el bien particular de uno, renunciando a él, por el supuesto interés -por el interés te quiero, Andrés- o bien de la comunidad, de la nación o de una totalidad que no existe más que en la imaginación de los que mandan, que utilizan la coartada del "bien común" antaño o "interés general" hogaño, o la de "salvar almas" de la Iglesia que hoy se ha convertido en "salvar vidas" de la Ciencia, para que hagamos lo que quieren  y justificarlo con ese comodín y sonsonete que les sirve de argumento.

    ¡Qué gran verdad! "Ay, ay, ay, ay, / canta y no llores, / porque cantando se alegran, /cielito lindo, los corazones". Lo cacareaba la radio del heladero pederasta cuando yo era pequeño. Un hombretón gigante y forzudo con un ridículo mostacho, que nos seducía a los pequeños con su mirada y sonrisa lascivas y con la bocina inconfundible de su furgoneta veraniega que actuaba como la campanilla de los perros de Pavlov. Cuando oíamos su reclamo, empezábamos a salivar: "Mamá, dame dinero para el heladero." Estaban a nuestro alcance todo tipo de chucherías prohibidas y golosinas de diversos sabores y una gran variedad de helados que nos invitaban a una lujuriosa felación. Cuando llegaba el heladero era una fiesta. Y nosotros tan contentos, cantando y no llorando, porque cantando se alegran, hoy como ayer y como siempre, cielito lindo, los corazones. 
 



    El Club Venus, ¿qué es? Le pregunté un día a mi padre. ¿Era un club de alterne para mayores, un puticlub, un prostíbulo, una casa de tolerancia, un burdel, un bar de copas y señoritas -niñas y mujeres atrapadas en esas redes- de vida 'alegre', un lupanar, una casa cerrada como dicen en Italia, un motel de carretera, una casa de putas? Cualquiera de esas cosas podía ser. El nombre que le queramos dar a una cosa no es caprichoso. Si a la planta del cannabis la llamamos "marihuana" la estamos declarando ilegal, mientrras que si la llamamos "cáñamo", ya no estamos fuera de la ley, sino dentro de la más escrupulosa legalidad, como decía el ocurrente y genial Chicho Sánchez Ferlosio. Yo lo único que sabía ya entonces y sé ahora es, independientemente del nombre que quisiéramos dar a aquel antro que todavía veo que existe, nombre que nunca es inocente, es lo bajo que ha caído la diosa Venus, la Afrodita griega del amor y el sexo, que sirve como reclamo para los clientes de la prostitución de las mujeres.

    Los horrores de las guerras que en el mundo han sido son una caricatura grosera y grotesca de los espantos de la paz -así la llaman por contraposición para disimular- que en el mundo es y dicen que hay. ¿Donde, Dios mío, que yo no la veo? Antaño, cuando yo era niño, hablaban de guerra fría, ahora habrá que hablar de paz caliente, y no caliente precisamente, sino ardiente, de una paz que está que arde, que quema y nos abrasa, echando chispas, chisporroteando y a punto de estallar como bomba de relojería atómica. Los espantos de las guerras nos meten el miedo en el cuerpo y nos distraen de los horrores de la paz, no menos pavorosos pero con el agravante de que son los mismos y no nos damos cuenta de la ecuación matemática fundamental, a saber, que, como dijo el sabio, esta paz es la guerra, la guerra es la paz, dos caras de la misma y única moneda.
 
 


    El aristócrata homosexual había sacado un fajo de billetes de su billetera para que el diestro toreara desnudo para él en la intimidad de una sesión privada de tauromaquia en la casona montañesa blasonada y solariega donde se refugiaba del mundanal ruido. El torero bien pagado de escurridas caderas, anchos hombros y fino talle, en plena efervescencia de juventud, accedió. Vestido sólo con el capote rojo y la espada, ejecutó unos pases, los graciosos pasos de la danza de la muerte, ante el toro fiero del vejestorio del señorito. Estaban solos los dos. El diestro estaba desnudo, sin el traje de luces con el que tantas veces lo había visto en la plaza el aristócrata homosexual que babeaba ante la belleza arrolladora de su silueta apolínea. Ahora no necesitaba desnudar a aquel Adonis con la mirada; lo tenía delante de él, como su madre lo trajo al mundo, en sus vivos cueros. Había pagado por ello. ¿A qué esperaba ahora para hundirle la espada hasta el tuétano de los huesos metiéndole la excrecencia tumefacta de su amor?