

El
hecho
de que en lo que hoy se llama Cantabria haya palabras que se consideren
propias, en el sentido de peculiares, no significa que sean exclusivas,
lo
primero de todo, de ese territorio, y, si lo son, no conforman por sí
solas una
lengua distinta del español que se habla hoy, como da a entender la
denominación “cántabru”, que pretende ser el nombre de una lengua propia
y distinta de aquella. Ese léxico peculiar, en principio, no es
significativo sino
mínimo, está restringido a la vida rural en vías de extinción o
prácticamente
extinta ya, y no es exclusivo tampoco de Cantabria.
No es de extrañar que algunos miembros de Alcuentru, como Paulu Lobete, que aparece en el vídeo de los cursos de cántabru, hayan fundado Cantabristas, que se autodefinen como una fuerza política, aún sin representación parlamentaria, "cántabra, soberanista, feminista, ecologista y popular, que apuesta por una Cantabria más justa, libre e igualitaria”. En su Programa Electoral Autonómico, dentro de las quinientas medidas que proponen, destaca, en el apartado de “Defender lo nuestro” lo relativo al patrimonio linguïstico. Allí se dice que Cantabria posee una modalidad lingüística propia evolucionada desde el latín y emparentada con el tronco astur-leonés, denominada tradicionalmente montañés y de manera más moderna cántabru, que varias asociaciones culturales están intentando revitalizar advirtiendo del peligro de desaparición en que se encuentra. La medida número 439 propone la elaboración de una ley de protección del cántabru -como si fuera una especie en vías de extinción- y la 440 la inclusión en la reforma del Estatuto de Autonomía de Cantabria de una mención al cántabru en la que se especifique que gozará de protección institucional.
La
ilusión de tener una lengua propia garantiza una sólida identidad autonómica, regional y
nacional. Por algo el todavía presidente del Partido Regionalista
Cántabro, que regentó hasta hace poco la taifa autonómica, declaró
en su día como lamentándose por ello: Si yo tuviese una lengua en Cantabria, la defendería
con uñas y dientes, una lengua que algunos cántabros como Diegu San Gabriel, que se autodefine en X como “hestoriaor con concencia
culugista (sic), de géneru, pueblu y clas” afirma que tenemos pero
que se nos está yendo “cumu agua en cestu”.
Oponerse al TAV, que era la adaptación francesa del TGV (Train à Grande Vitesse) era fácil. Resulta algo más difícil oponerse al AVE, que es como se llama ahora el mismo engendro, porque el acrónimo AVE (Alta Velocidad Española), que sustituyó en 1990 a TAV (Tren de Alta Velocidad), que es como se llamaba hasta entonces, disimula muy bien lo que es y hace que nos olvidemos enseguida de la agresividad y lo mucho que implica la consecución de su significado ("alta velocidad"), y parece que uno se opone, por el significado del nombre común que oculta al acrónimo, al reino animal volador. El éxito del nuevo acrónimo se debe a la mayor facilidad de su pronunciación (una palabra bisílaba y llana, al fin y al cabo, compuesta por dos sílabas abiertas) en lugar de un monosílabo agudo que es además una sílaba trabada y difícil de pronunciar y reconocer para nuestro oído castellano, que, además, suena como una onomatopeya del tipo: plaf. Pero otra ventaja es la sugerencia del nombre común, que sugiere que este falso tren no corre como los de antes, sino que vuela, y deja volar la imaginación añadiendo a la connotación de velocidad que late bajo el acrónimo el sentido ecológico de las aves que conjugan ligereza y rapidez. El logotipo pretende, además, convirtiendo la letra uve en un par de alas de un ave, integrarse en el medio natural y rural, al que desprecia, porque pasa de largo arrasándolo, a gran velocidad.
La Alta Velocidad no es una solución sino el auténtico problema para nuestros pueblos y pequeñas poblaciones de eso que llaman la España vacía o vaciada, ya que tiene gravísimos inconvenientes, además del impacto ambiental, tales como dejarlos fuera del mapa del transporte público y de la circulación. La amenaza del AVE, con la pretensión de unir grandes ciudades como la capital del Reino de las España y la de Cantabria, aísla en realidad los pocos núcleos rurales que quedan en Castilla y La Montaña y hace que agonicen los trenes, mucho más útiles para la gente, de cercanías.Se ha celebrado en la pequeña localidad cántabra de Ambrosero (que a partir de ahora podría llamarse Zampalatraga) y en el marco de las fiestas locales de Santa Ana el pasado 26 de julio un insólito concurso: el I Campeonato Mundial (sic, pero quizá hubiera estado más in haber dicho 'global') de Comedores (mejor Devoradores, o Tragones) de Sobaos, que figurará ya, supongo yo, en el libro Guinness de los récords.
El evento ha sido presidido, cómo no, no podía ser menos, por su majestad el mediático gerifalte de la taifa cántabra, entregado devotamente a la promoción de los productos de la tierruca, made in Cantabria (anchoas con las que obsequia a todos sus visitantes, quesadas artesanas y sobaos pasiegos básicamente), al que se le caía la baba contemplando la proeza gastronómica que exhibían los concursantes del evento.
En este ridículo a más de patético campeonato inspirado en los concursos televisivos norteamericanos y japoneses se trataba de premiar al tragaldabas, o mejor dicho, zampabollos, que engullera más sobaos lo más rápido posible. Premiaba así la Junta Vecinal de dicha localidad, junto con una empresa fabricante de los bizcochos elaborados con harina azucarada amasada con huevos y mantequilla a la que se añade ralladura de limón y se cuece al horno, al concursante que mostrase mayores y más raudas tragaderas a la hora de engullir el producto.
Los 30 zampasobaos participantes, 25 varones y 5 mujeres, podían engullir los típicos dulces pasiegos con la ingesta de agua a discreción para permitir la más fácil asimilación del bolo alimenticio, evitando el reflujo de desagradables eructos, atragantamientos y vómitos muy frecuentes en estas exhibiciones de bulímicas proezas.
Sólo faltó en este concurso el traje regional y la ejecución de la ancestral baila de Ibio al son del tambor y la caracola, danza políticamente correcta si incluye a las mujeres, para exaltar el color y el sabor folclórico local, culminando con el tradicional ¡Viva la Montaña! o, el más actual y autonómico, ¡Viva Cantabria!
Es una lástima que el ganador absoluto de esta primera edición y, por tanto, el primer campeón del mundo de esta nueva especialidad regional, que embuchó la decena de sobaos en tan solo 6 minutos, recibiendo un premio en metálico de 300 euros, haya sido un madrileño y no un cántabro. Quizá ha faltado la placa conmemorativa escrita en cántabru: Campeón nel primer cuncursu de tragonis y comilonis de sobaos pasiegos del mundu. Ha habido también un premio de 100 euros, no faltaba más, para la primera de las participantes femeninas.