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lunes, 12 de agosto de 2024

Maldito vacacionismo (y II)

 

"El turismo mata a la ciudad. Turistas, volved a casa. No sois bienvenidos"
 
    Cuando muchos destinos turísticos se preguntan cómo frenar un alud de visitantes que son incapaces de digerir, aquí seguimos haciendo reverencias a los turistas, ahora veraneantes, tanto nacionales como extranjeros que llegan por tierra, mar y aire y que vienen, en realidad, a colonizarnos. Hasta ahora se ha vendido como la salvación de nuestra precaria economía, pero lo que persiguen las autoridades que lo fomentan no es más que su lucro personal: pan para hoy, como dice la gente, y hambre para mañana. Contra la idea de que el turismo crea riqueza, hay que decir que no es verdad, la riqueza no se crea de la nada, se concentra en otras y cada vez más pocas manos. 
 
    Pero la aversión que siente la gente normal y corriente contra la turistificación del territorio no se limita a eso, sino que se extiende a la mayoría de los ámbitos de nuestra vida y a todo un sistema que nos explota y aliena convirtiéndonos en consumidores. El turismo convierte en mercancía todo lo que toca, incluso las cosas que todavía no lo eran, como los paisajes, los olores, los sabores, el ambiente, la naturaleza, las relaciones sociales... hasta endosarles una etiqueta y ponerles un precio a todas esas cosas. La expansión del turismo está íntimamente relacionada con el colonialismo, y en definitiva con el consumismo y el capitalismo, que capitaliza todas las cosas y personas, convertidas en recursos (human resources). 

Veranear en casa, Gabriel Pérez-Juana (2024)

 
    Pero no hay que perder de vista que no todo el mundo viaja por ocio y vacaciones, sino que también hay mucha gente que, emigrando de sus países, acaba inmigrando a otros para trabajar en sectores generalmente mal pagados que, qué casualidad, suelen estar ligados al turismo. 
 
    No hay adjetivos que valgan para salvar el turismo: no hay turismo de calidad -en realidad 'de alto poder adquisitivo'-, ni turismo sostenible. Porque lo que no se sostiene es el propio turismo masificado como está, ese moverse masivamente para cambiar de lugar, como si así cambiásemos nosotros también. Por eso es preciso dejar de ser turistas, y, lo que es lo mismo, dejar de ser mercancías y rebelarse contra la explotación del trabajo y el consumo, y reivindicar, como proponíamos en otra ocasión, contra la diversión que nos venden, el bendito aburrimiento. 
 
 
 
    Decía el anuncio publicitario de una agencia de viajes o mejor dicho, de destinos turísticos, dado que ya no hay viajes: “Quedarse en casa no es divertido. Escápate”. Y yo me pregunto: ¿Quién nos manda divertirnos? ¿Por qué tenemos que escapar? ¿Vamos a escapar, trasladándonos, de nosotros mismos? ¿Qué hay de malo no ya en aburrirse sino en negarse a divertirse como un idiota? ¿Acaso el que vaya a escaparse va a evadirse de sí mismo y de sus problemas? ¿No se escapará sólo de su casa? Está claro que la aludida agencia mercantil quiere que nos escapemos so pretexto de divertirnos porque, si nos quedamos en casa, ella no hace negocio a costa de nuestro aburrimiento, bendito sea. José Bergamín nos ha regalado este precioso aforismo: "El aburrimiento de la ostra produce perlas".

sábado, 10 de agosto de 2024

Maldito vacacionismo (I)

    En este país en el mes de agosto no está en su sitio ni Dios: todo el mundo se va de vacaciones, hasta el gobierno -lo que no significa que estemos desgobernados, ¡qué más quisiéramos!, sino que el ejecutivo no es imprescindible a la hora de mantenernos estabulados. Todo el mundo se va de veraneo al mar, a la montaña, al pueblo, a donde sea, huyendo de sus obligaciones, sin darse cuenta de que huir es también una obligación. 
 
   No es una huida irresponsable, sino todo lo contrario, es un derecho profesional: es una fuga programada y favorecida desde arriba por el Estado y el Mercado -tanto monta- para someternos, como siempre, a los que andamos por aquí abajo y a veces nos dejamos engañar con el espejismo vacacional, ese perverso invento del gobierno, al igual que el trampantojo del fin de semana, mero pretexto para que la semana, que no se acaba nunca de verdad vuelva a empezar una y otra vez.   Su rueda de hámster, en efecto, gira sin fin desde la creación del mundo, e incluso antes, ya que la semana ya existía antes de que Dios, nuestro Señor, creara el mundo en siete días. Por eso la expresión 'fin de semana', finde o week-end es un engaño que pretende ocultar el uróboro o serpiente-que-se-muerde-la-cola, es decir el hecho de que la semana, propiamente hablando, nunca finaliza.
 
    
    La ministra de Sanidad, cuyo nombre propio no merece la pena mencionarse, del sedicente gobierno progresista con el que las Españas avanzan no se sabe ni por qué camino ni a dónde, declara que todos los profesionales -sanitarios- tienen derecho a veranear, se supone que todos juntos y a la vez, lo que parece que justifica el cierre de hospitales -camas, dice la ministra, que ya no vuelven a abrirse hasta que empiece el curso en septiembre. Como se hace todos los veranos y como lo hacen todos los reinos de taifas, pues se sigue haciendo, así que vale más no enfermar en verano ni necesitar atención médica y cuidados sanitarios: "Todos los veranos se cierran camas. Esto no es ninguna novedad. Todas las comunidades cierran camas, cierran quirófanos y cierran lugares (?),  porque los profesionales tienen derecho a disfrutar de sus vacaciones". 
 
    “Spain is different” se convirtió en 1950 en el eslogan más cacareado que señalaba el despegue de la España franquista como gran destino turístico para los guiris. Se vendía nuestro país al turista “un millón”, que venía a dejarnos la limosna de sus divisas, blanqueando así de paso la oprobiosa dictadura. 
 
 
     Pronto empezaron a llegar las plagas de vacacionistas, y a invadirnos y colonizarnos. De aquel España es diferente hemos pasado al España es diversa, con sus diecisiete reinos democráticos de taifas o autonomías “asimétricas”,  en algunas de las cuales, como la nuestra, hemos patentado el lema publicitario Cantabria infinita.
 
    Con el tiempo se ha visto que el exceso de visitantes puede deteriorar gravemente el patrimonio cultural. En 2002, por ejemplo, se prohibió el acceso a la cueva de Altamira, a consecuencia de los daños que el flujo de gente ocasionaba en su interior. Permanecieron cerradas al público doce años, reabriéndose en 2014 con controles muy estrictos sobre el número de personas que podían adentrarse en la gruta: creo que cinco por semana. Entrar en la cueva original supone inscribirse en una lista de espera que a fecha de hoy parece que está cerrada definitivamente. 
 
    Paralelamente al cierre de la cueva, se realizó una fiel reproducción de las pinturas, inaugurándose la conocida como NeoCueva de Altamira, lo que permitió disfrutar a todo el mundo del simulacro de la maravilla pictórica de su Gran Sala, sin riesgo alguno para los trazos milenarios. Hoy en día, ya hay incluso quien, siguiendo el ejemplo de Altamira, propone construir réplicas de centros históricos hiperturistificados, con el fin de descongestionarlos y preservarlos para las futuras generaciones. 
 
 
    De todas formas, el patrimonio más amenazado por el turismo no son los monumentos históricos, sino la posibilidad misma de unas ciudades, unos pueblos y una naturaleza habitables y no masificadas. A pesar de las evidencias del impacto negativo que el turismo masivo tiene sobre la economía, el patrimonio y el bienestar, cuestionarlo sigue siendo tabú en nuestro país y en nuestra infinita comunidad autónoma, Cantabria, abierta por vacaciones, que “vive, si a esto puede llamarse 'vida', del turismo”.