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lunes, 25 de abril de 2022

Con re-Tintín

    Informaba el otro día un periódico local digital de la reciente publicación entre nosotros del cómic La Isla Negra, el séptimo álbum de Hergé de las aventuras de Tintín, en cántabru, lo que según el susodicho diario suponía “un hito para la sociedad cántabra”.
 
    Dentro de lo que podríamos llamar la reinante onfaloscopia o acción de contemplarse el propio ombligo, según el neologismo ferlosiano, se incluye en los currículos de la escuela el estudio de los ríos de Cantabria como el Pas o el Asón, por ejemplo, antes que los ríos del mundo como el Nilo o el Amazonas, en aplicación de la doctrina pedagógica de comenzar enseñando lo local antes de abordar lo global, lo que reduce considerablemente el campo de visión de los alumnos. Lo mismo sucede con la mitología y el patrimonio arqueológico y ahora también lingüístico de Cantabria, labor esta última que se adereza con la creación de una literatura popular infantil en lengua 'propia', a lo que contribuye sin duda la publicación de este cómic.
 
 
     Pero ¿qué es esto del cántabru? Pues va a ser que es algo similar, a lo que parece, a la cantilena aquella que cantábamos cuando éramos pequeños jugando con las vocales de: “Cuando Fernando Séptimo usaba paletó”. El paletó, por cierto, era una prenda de vestir francesa (“paletot” en la lengua de Molière), una levita un poco más larga y holgada. Se cantaba primero sólo con la “a”:  Canda Farnanda Sáptama asaba palatá, luego con la “e” y así sucesivamente hasta completar todo el repertorio vocálico. 
 
    Pues algo así parece que es el cántabru que se nos quiere imponer subrepticiamente: consiste básicamente por un lado en coger el castellano y sustituir las -e finales por -i: (genti, demontri, óndi en lugar de gente, demontre y dónde, por ejemplo), fenómeno que se generaliza al presente de subjuntivo de los verbos de la primera conjugación, que en castellano se forman con -e (prigunti, enfadin en lugar de pregunte y enfaden); y por otro lado en cambiar las -o finales por -u (muchu, peru, tampocu en vez de mucho, pero, tampoco), y poca cosa más, como algunas palabras en vías de extinción de las hablas rurales de las distintas comarcas (lebaniega, trasmerana, campurriana, pejina, pasiega... ) de lo que se denominó geográficamente La Montaña y, más recientemente, Cantabria, tras la proclamación del glorioso Estatuto de Autonomía en 1981, hace ya algo más de cuarenta años.
 
    Con la invención, según algunos resurrección, del cántabru ya tenemos lengua propia, que es lo que nos faltaba para tener una identidad propia concorde con el marco legal político y económico de la autonomía. Ya sólo nos queda la fundación de una Real Academia de la Lengua Cántabra para que redacte una Gramática, que no será descriptiva sino prescriptiva en los centros de enseñanza, desde la escuela hasta la universidad, y un Diccionario, dado que las características lingüísticas del cántabru no están debidamente normativizadas todavía, para lo que es fundamental el apoyo imprescindible de las instituciones autonómicas.
 
 
    Como muestra un ejemplo de cántabru: He aquí la reflexión que hace Raúl Molleda, uno de los pocos que escriben así en la prensa local, a propósito de la la “intidá”, como dice él, de Cantabria, que ni siquiera los cántabros conocen, desconocimiento que no se debe tanto a la ignorancia como a la inexistencia de dicha identidad que sin embargo los políticos e intelectuales afines se empeñan en crear para justificar su propia existencia: Porque es de vergüenza, si lo habiera, que haiga genti de juera que se prigunti óndi demontri está la intidá de los cántabros, y los cántabros se enfadin muchu peru tampocu sepan contestar óndi. Lo que viene a ser en castellano: Porque es de vergüenza, si la hubiera, que haya gente de fuera que se pregunte dónde demontre está la identidad de los cántabros, y los cántabros se enfaden mucho pero tampoco sepan contestar dónde.
 
    El problema de la identidad nacional que plantea Raúl Molleda preocupa tanto a los nacionalistas centrales, que son los nacionalistas españoles, españolistas o centralistas a la antigua usanza, como a los periféricos, que son los nacionalistas vascos, gallegos, catalanes... y cántabros, que ahora claman por la endependencia, como dicen ellos.
 
    Este tema ha preocupado mucho también al gobierno francés que hace unos años lanzó un debate sobre en qué consistía la identidad nacional francesa, precisamente. Los franceses, según parece, gustan de mirarse el ombligo porque precisamente se creen el ombligo del mundo. Ellos, tan chovinistas que cantan La Marsellesa antes de los partidos de balompié de la selección gala y agitan la bandera tricolor como si estuvieran en el campo de batalla luchando a muerte por la liberté, egalité y fraternité, no saben cómo definir su identidad con los rasgos exclusivos que excluyan a los demás, a los que no son franceses. (A los españoles no van a excluirnos, porque, después de todo, somos buenos vecinos y nos gobierna la misma moneda, que es el Euro, pero a los africanos seguro que sí).
 
 
    La identidad nacional es un concepto nacionalista, un fetiche ficticio, valga la redundancia etimológica, que se pretende totalitario y cerrado, y, que resulta por lo tanto, excluyente: crea un nosotros y lo opone a un ellos, los que “no son de los nuestros”. Esa creencia, absurda como todas, justifica la realidad de las fronteras, muros que para muchos resultan infranqueables, sobre todo para los extranjeros procedentes de países pobres, o, más bien, empobrecidos, carentes como suelen estar de papeles que justifiquen su identidad.
 
    El que fuera presidente del gobierno español don Felipe González dijo en una ocasión: “Es difícil ser español o ser vasco porque no nos ponemos de acuerdo en qué consiste.” ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo en qué consiste ser españoles si no sabemos qué es España y qué es ser español, si no son más que ideas impuestas, sociales y no naturales, extrañas a la razón común? No es que sea difícil, es que es imposible. Pero sin embargo nos empeñamos en ello. O mejor dicho: hay quien, en lugar de dejarnos en paz, se empeña en que seamos españoles o vascos o andaluces o mallorquines o europeos, para lo que es preciso adoctrinarnos.
 
    Además de nuestro carácter de españoles y de nuestros diecisiete regionalismos y nacionalismos, que nos hacen vascos, catalanes, andaluces, cántabros etc, hay que sumar ahora, además, el carácter de Comunitarios de Europa que tenemos todos. En nuestros ayuntamientos, en efecto, ondean cuatro pendones por lo menos: el europeo, el español, el de la comunidad autónoma, y el del propio municipio. Y uno se pregunta: tantas banderas ¿para qué? ¿a qué bueno?
 
 
    Indudablemente, para que haya extranjeros. Interesa que haya quienes no son de los nuestros. Para ello se crea una nacionalidad, se excluye del grupo humano de esa nacionalidad a los demás, y se establecen las fronteras. Pero el problema no radica en que haya extranjeros, sino en que existan fronteras. Si no hubiera fronteras, no habría tampoco extranjeros.
 
    La pregunta “¿qué es?” sirve para poner en solfa y cuestión y disolver cualquier etiqueta identitaria que pretenda clasificarnos, cualquier atributo que le pongamos al verbo ser. ¿Qué es ser español o cántabro? ¿Qué es ser…? Pronto descubrimos que no lo sabemos, porque esa categoría “español” o “cántabro” por la que preguntamos -y preguntamos por ella porque ponemos en duda la verdad y no la realidad de su existencia- es una idea impuesta, un rótulo que intenta describir y a la vez prescribir nuestro comportamiento, y que, por lo tanto, coarta a modo de las cuatro tablas de un ataúd nuestra libertad.
 
    ¿No será nuestra identidad tanto la individual y personal, como la colectiva en general, un fetiche y un engañabobos laboriosamente forjados a lo largo del tiempo por nuestra propia y vana pretensión, condenada al fracaso, de tener una identidad que no sea falsa, hipócrita y teatral? No hay verdadera identidad. La identidad es real, pero todas las identidades son falsas. Liberémonos de todas las etiquetas. Dejemos de ser españoles, cántabros, creyentes, demócratas o lo que se nos ocurra… y empecemos a ser libres. A ver qué pasa.

jueves, 16 de septiembre de 2021

El 'cochi eléctricu' no es ninguna solución

    Cualquiera que pasee por la capital de provincias, como se decía antaño, que es Santander, la llamada novia del mar, descubre algo que, aunque es evidente, corre el peligro de pasar desapercibido por eso mismo. A veces lo evidente es lo que menos se ve, a saber: las aceras ya no son de los peatones.

    Los viandantes -me incluyo, dada mi condición habitual de peatón y eventual cada vez menos de automovilista y ciclista- estamos siendo paulatinamente desalojados de las aceras y de las calles peatonales a nosotros en principio reservadas como su nombre indica, porque, en primer lugar, los ciclistas campan a sus anchas por ellas en lugar de por las calzadas, y no es culpa suya, ya que los carriles que se han destinado a las bicicletas se han hecho mayormente a costa de reducir las aceras y no las calzadas, porque, en segundo lugar,  cada vez hay más patinetes y artilugios motorizados circulando por ellas y, porque, en tercer y último lugar,  en verano las terrazas de la hostelería se adueñan poco a poco de las aceras y calles pedestres de la capital de la comunidad autónoma de Cantabria, como se denomina hogaño, máxime cuando se han mantenido cerrados por razones 'sanitarias' los interiores de los establecimientos hosteleros. No vamos a rogarle al Ayuntamiento de la "muy noble, siempre leal, decidida, siempre benéfica y excelentísima" ciudad de Santander, cuya pasividad es manifiestamente notoria, que tome cartas en el asunto y recupere las aceras para los peatones, porque no va a hacernos caso o hará caso omiso, que viene a ser lo mismo, preocupada como sin duda está la alcaldesa por otras cuestiones de mayor calado que le quitarán el sueño ...


    Otra cosa que salta a la vista y que no miramos, ciegos que nos vuelven a fuerza de no ver lo obvio, es que, no ya las aceras, sino las propias calles y avenidas de la ciudad, tampoco son de los santanderinos de a pie, sino del tráfico automovilístico rodado.

    Es el coche, no lo olvidemos, uno de los principales embelecos del mundo en que actualmente vivimos y uno de los medios de transporte más inútiles que se han inventado desde que Henry Ford inauguró su producción en cadena en los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX, no sólo por su carácter ferozmente individualista y por la invasión de los campos y de las ciudades que ha supuesto su proliferación, sino también por su carga simbólica asociada al éxito social y a la testosterona, así como al fantasma de la libertad, que diría Buñuel. Nada más esclavo que un automóvil que, en vez de liberarnos, nos convierte en sus siervos.

    Y los coches son, además, un peligro: atropellan a los peatones, en primer lugar a sus conductores, si se descuidan, a los que convierten en chóferes, y después, ya se sabe, a todo bicho viviente que se interponga en su camino rodado. Los autos son como el caballo de Atila, arrasan a su paso y por donde han pisado ya no crece la hierba.

    Es curioso que al coche se lo haya llamado utilitario, porque de útil no tiene nada, y no sólo eso: además pretende utilizarnos a sus usuarios haciéndonos creer que lo utilizamos nosotros a él como medio de transporte, cuando es la máquina la que nos usa abusando de nosotros, sus conductores, como queda dicho. 
 
 
    Permítaseme recurrir a la pedantería del expediente etimológico de la palabra “coche”, que parece que no viene a cuento. El vocablo entró en nuestra lengua en el siglo XVI, procedente del húngaro Kocsi, pronunciado algo parecido a como se dice coche en cántabru, es decir, cochi. (Entre paréntesis, las dos reglas más importantes de “nuestra” lengua, habla o parla "autónoma" son, a saber, que las palabras que en castellano acaban en -o lo hagan en -u,  Cabárcenu, por ejemplo en vez de Cabárceno, y las que acaban en -e lo hagan en -i, parqui en vez de parque, y así por ejemplo se diga y escriba sin ningún sonrojo: Parqui de Cabárcenu).

    Kocsi quería decir de la ciudad de Kocs. En el siglo XV, la ciudad húngara de Kocs, en efecto, desarrolló un tipo de transporte ligero y rápido entre Budapest y Viena, tirado por tres caballos, que se denominó Kocsi-szekeret, más o menos “el vehículo o carro de Kocs”, una carlinga o calesa hecha de mimbre con asientos  para dos personas y una tercera, que ocupaba una plaza colocada tras el conductor. Rápidamente se difundió el uso del carricoche por toda Europa y también el nombre del Kocsi-szekeret o, su forma abreviada “Kosci”, y pasó de ser un topónimo, en genitivo, a ser un nombre común en francés, portugués y español como coche, y en inglés como coach, donde uno de sus significados es persona que te lleva hacia la consecución de un objetivo, por ejemplo entrenador deportivo o asesor financiero. 
 
 

    Pero tanto los coches, en el sentido latino como los coachings en el anglosajón, nos han hecho un flaco favor a las personas: como vehículo, el coche ha hecho que dejemos de movernos por nuestros propios pies y que dependamos cada vez más de él para trasladarnos, y como monitor o entrenador, el coaching se ha convertido en una especie de guía espiritual, gurú o Mentor que pretende monitorizar y tutorizar nuestra propia vida, impidiendo que tomemos nosotros responsablemente las riendas y propias decisiones.

    Los autos, además, han invadido las ciudades y los parkings subterráneos y convertido las calles en aparcamientos, privándonos a los viandantes de amplios espacios para el esparcimiento, e impidiendo a los niños corretear o jugar a la pelota o a cualquier otra cosa en ellas so riesgo de atropello. No sólo circulan, sino que se estacionan en los espacios destinados a su aparcamiento... y esos espacios y vías públicas, no lo olvidemos, también nos las han robado a los ciudadanos de a pie. 
 
 


    Llegamos finalmente a la ingenua solución que proponen los fabricantes que utilizan el marchamo de ecologistas: el coche eléctrico. Dejará de depender de combustibles fósiles, sin duda alguna, pero no es ninguna solución al problema que estamos planteando aquí, sino que, al no serlo, el hecho de que empiecen a fabricarse y venderse coches híbridos o eléctricos es un agravante del problema que contribuye a acrecentar la industria y lo que se ha dado en llamar el parque automovilístico.

    Como no sé yo si es al Ayuntamiento o a la Dirección General de Tráfico o a qué instancia superior o autoridad competente autonómica o central, si alguna tiene competencia sobre esto, debería yo dirigirme para presentar mi queja, la publico aquí por escrito por si alguien, ya sea partido político o persona individual, a título público o privado,  tiene a bien hacerse eco de ella y recoger la reivindicación de: ¡Fuera coches! ¡Calles y aceras para los peatones!. O lo que es lo mismo, en cántabru: ¡Juera cochis! ¡Callis y aceras pa los peatonis!

martes, 30 de junio de 2020

Guerras cántabras

Sacaba Correos a comienzos del año en curso un sello conmemorativo de las guerras cántabras. Y un periódico digital, en su edición local y de campanario, se hacía eco de la noticia con este titular en cántabru, ese engendro regresivo que el señor Raúl Molleda, que escribe en dicho periódico, se sacó un buen día de la chistera: El sellu de Correos deicáu a las ‘Guerras Cántabras’ se apresenta esti juevis en Los Corrales. Se acompañaba, por si hiciera falta, la traducción al castellano para los legos: El sello de Correos dedicado a las ‘Guerras Cántabras’ se presenta este jueves en Los Corrales. 

La tirada era de 180.000 ejemplares.  Buena noticia para los aficionados a la filatelia, si todavía queda algún amante de los sellos, y si quedan coleccionistas de estos raros objetos que son los timbres estampados que se pegaban en los sobrescritos de las cartas. Y si queda gente que escriba cartas y las lea.


El sello presenta en primer plano una imagen del Monumento al Cántabro de Ramón Ruiz Lloreda de Santander, y, junto a él, dos de las famosas estelas cántabras, una de ellas, la de Zurita.

La página de Correos, además, publica al respecto una reseña sobre el sello y sobre los cántabros: Eran magníficos jinetes y al combatir, entonaban cantos de guerra siendo considerados hombres especialmente valientes y brutales, así como letales... Su valentía y dotes para la guerra impresionaron a los romanos y a otras culturas, existiendo vestigios de guerreros romanos (es errata, debería decir mercenarios cántabros) en lugares tan lejanos como Palestina, Britania o el Danubio. 

Hay una inexactitud histórica imperdonable, que aumenta la falsa leyenda de que los cántabros fueron invencibles, engordando el globo del mito que revienta fácilmente, cuando fueron vencidos y sojuzgados por la Loba romana: Los romanos tardaron diez años en hacerse con el control de las tierras cántabras, e incluso, no se puede decir que lo lograran por completo (sic, por la negrita que resalto yo). 

Correos quiere sin duda, como reconoce, "rememorar este hecho histórico que manifiesta el carácter de estas tierras cántabras", un carácter de resistencia heroica, si se quiere, a la dominación romana, pero una resistencia sometida al fin y a la postre no sin mucho esfuerzo por el Imperio, cosa que a menudo olvidan los que celebran estas efemérides.

Algún ingenuo se preguntará si acaso nos hemos vuelto todos los antaño llamados montañeses y hoy cántabros nacionalistas. No, claro que no. No nos hemos vuelto nacionalistas porque siempre lo hemos sido en una muy amplia y aplastante  mayoría: el que no es nacionalista periférico suele definirse como central: el que no es nacionalista catalán, vasco, gallego o cántabro, para el caso, es nacionalista español. Y viceversa. Muy pocos a la sazón nos declaramos antinacionalistas. No nos libramos fácilmente de la lacra pestilente de las banderas y naciones.