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viernes, 27 de septiembre de 2024

Pero ¿quién habla cántabru?

    El hecho de que en lo que hoy se llama Cantabria haya palabras que se consideren propias, en el sentido de peculiares, no significa que sean exclusivas, lo primero de todo, de ese territorio, y, si lo son, no conforman por sí solas una lengua distinta del español que se habla hoy, como da a entender la denominación “cántabru”, que pretende ser el nombre de una lengua propia y distinta de aquella. Ese léxico peculiar, en principio, no es significativo sino mínimo, está restringido a la vida rural en vías de extinción o prácticamente extinta ya, y no es exclusivo tampoco de Cantabria. 

    A parte de los diminutivos en -uco, que nos son tan queridos, y de palabras como pindio (= empinado), dalle (= guadaña), albarcas (= especie de zuecos de madera), cajiga (=roble),  catiuscas (= botas de plástico), chon (= cerdo), montar a cuchos (= montar a hombros, sobre la espalda), bocarte (= anchoa fresca), rabas (= calamares fritos) y algunas más,  no tenemos nada que justifique dentro de la sintaxis y la fonología la categoría de lengua diversa. 
 

 

    Resulta que muchos hablantes del castellano actual, utilizan esas mismas palabras con el mismo significado, por lo que habría que concluir que en Cantabria se habla castellano con algunas peculiaridades léxicas y con un acento peculiar, como en todas partes donde se habla el español, por cierto, pero no una lengua propia, que para eso necesitaría tener características no sólo superficiales y de vocabulario sino gramaticales más profundas, morfológicas, fonéticas y fonológicas a más de sintácticas. 

  
    Los defensores del cántabru, como Alcuentru, asociación pa la decensa y promoción del cántabru,  generalizan los masculinos singulares en -u, lo que yo, que llevo viviendo casi sesenta y cinco años en Cantabria, donde nací, no he oído nunca, y no vivo en la ciudad precisamente, sino en el campo. Los masculinos en -u son una herencia latina de la que en español no queda prácticamente nada ya, dado que esa -u al final de la palabra se acabó abriendo y pronunciándose -o, y sólo se conservaron muy pocas palabras donde no se hubiera cumplido este fenómeno fonético, casi todas ellas por influjo culto de la lengua escrita como espíritu, tribu o ímpetu. El resto, ya fueran de la segunda o de la cuarta declinación, pasaron todas a -o. Promover ahora que, so pretexto de recuperar el cántabru, nos propongamos los que vivimos en esta tierra decir el “campu” y el “pueblu” además de ser una imposición académica -es decir de unos presuntos eruditos que saben cómo era esa lengua y que quieren enseñárnosla a los demás, para que no se pierda lo que se perdió-, es una ridiculez poco menos que folclórica en el peor sentido de la palabra.


    El cántabru que los que sueñan con la creación de una Real Academia de la Lengua Cántabra pretenden resucitar, que no conservar porque no existe,  no es una lengua diversa del castellano actual, sino un estadio primitivo que ya nadie habla y que según algunos estudios nació en estas tierras del norte de la península como lengua derivada del latín.
 
     El masculino plural acabaría en -os en el cántabru occidental, que conservaría la desinencia del acusativo plural latino de la segunda declinación populu(m)/populos por lo que el plural de pueblu sería pueblos, y en -us en el oriental, donde "sentidos", por ejemplo, se diría "sentíus", por ejemplo en Ampuero (nunca lo oí por allí) y "sentíos" en el oeste, por ejemplo en Unquera, (donde sólo se lo he oído a un gaditano, que decía que algunos habían "perdío" todos los "sentíos", supongo que por aquello de que el común es el menos común de los sentidos).

    Algunas características sintácticas como el uso del condicional simple o pospretérito en la prótasis del período hipotético (cosas como Si tendría dinero, me compraría un coche), que llevo oyendo toda mi vida en Cantabria,  ni siquiera son peculiares nuestras, sino que las compartimos con los hablantes españoles del País Vasco, Navarra, Burgos, la Rioja e incluso algunas zonas de América. Supongo que los amigos de Alcuentru en su reconstrucción fantástica del cántabru dirían así: Si tendría dineru, me compraría un cochi, o quizá a la asturiana y a la antigua con el pronombre personal pospuesto, enclítico en lugar de proclítico: Si tendría dineru, compraríame un cochi).
 

    No es de extrañar que algunos miembros de Alcuentru, como Paulu Lobete, que aparece en el vídeo de los cursos de cántabru, hayan fundado Cantabristas, que se autodefinen como una fuerza política, aún sin representación parlamentaria, "cántabra, soberanista, feminista, ecologista y popular, que apuesta por una Cantabria más justa, libre e igualitaria”. En su Programa Electoral Autonómico, dentro de las quinientas medidas que proponen,  destaca, en el apartado de “Defender lo nuestro” lo relativo al patrimonio linguïstico.  Allí se dice que Cantabria posee una modalidad lingüística propia evolucionada desde el latín y emparentada con el tronco astur-leonés, denominada tradicionalmente montañés y de manera más moderna cántabru, que varias asociaciones culturales están intentando revitalizar advirtiendo del peligro de desaparición en que se encuentra. La medida número 439 propone la elaboración de una ley de protección del cántabru -como si fuera una especie en vías de extinción- y la 440  la inclusión en la reforma del Estatuto de Autonomía de Cantabria de una mención al cántabru en la que se especifique que gozará de protección institucional. 

    La ilusión de tener una lengua propia garantiza una sólida identidad autonómica, regional y nacional. Por algo el todavía presidente del Partido Regionalista Cántabro, que regentó hasta hace poco la taifa autonómica, declaró en su día como lamentándose por ello: Si yo tuviese una lengua en Cantabria, la defendería con uñas y dientes, una lengua que algunos cántabros como Diegu San Gabriel, que se autodefine en X como “hestoriaor con concencia culugista (sic), de géneru, pueblu y clas” afirma que tenemos pero que se nos está yendo “cumu agua en cestu”.   

jueves, 26 de septiembre de 2024

Aquí lo que queremos es... "trebaju"

    Escribía Raúl Molleda, uno de nuestros activistas lingüísticos más prolíficos, un artículo en una jerga farragosa y casi incomprensible que publicaba el diario digital eldiariocantabria.es, donde puede escucharse también dando click al reproductor,  titulado “Intigrismu ocidental, deidais, curucas y devotos”, donde dice, se supone y es mucho suponer que en cántabru (?), cosas de este jaez: “Querer pan es cosa de genti ajambráu, genti del Tercer Mundu, y n'ocidenti estamos por cima. Aquí lo que queremos es Trebaju”.


 


    El comienzo se entiende muy bien. Se diría a simple vista que es castellano sin retoques: Querer pan es cosa de... Lo de “genti ajambráu” ya no se entiende tanto: barrunto que quiere decir gente hambrienta. Nunca había oído hablar de la “genti”. Habría que admitir, y no es poca petición de principio, que una de las señas de identidad del cántabru que diseñan el señor Molleda y otros activistas lingüísticos afines es, según parece, sustituir la “e” final latina de “gente(m)” por “i” y decir cosas como “ocidenti” en vez de occidente y “juenti” en vez de fuente... A lo que parece la otra seña identitaria de nuestro genoma lingüístico cántabru sería restituir la u final latina, que en castellano se abrió en -o salvo en los consabidos cultismos espíritu, tribu e ímpetu,  y en cántabru se habría conservado milagrosamente en todas las ocasiones, y así tenemos palabros como los del susodicho artículo: “intigrismu”, “mundu” o el dichoso “trebaju”.

    Pero lo de “genti ajambráu” en vez de “genti ajambrá”, como cabría esperar habida cuenta del género gramatical femenino de la palabra “gente”, ya me llega al alma, porque se trata, ni más ni menos, que de un neutro de materia, del tipo “la lechi está caru”, donde parece que asistimos a una neutralización o cosificación del femenino en sustantivos abstractos incontables, como si dijéramos la lechi (=esu) está caru, reminiscencia tal vez del género neutro latino en general y del de la palabra “leche” en particular. El problema es que gente era de género femenino en la lengua del Lacio, pero da igual: la genti (=esu) está ajambráu... Se trata de una compleja mistificación difícilmente comprensible y tolerable a los ojos y a los oídos de cualquier cántabro del siglo XXI. 



    En cuanto a la frase “Aquí lo que queremos es... Trebaju”, salta a la vista que las cinco primeras palabras son castellano corriente y moliente, tal cual. La última, que sería, supongo yo, la palabra cántabra, me chirría muchísimo en los oídos no sólo por la mayúscula honorífica, que hace daño a la vista y que no entiendo muy bien a qué se debe, sino porque no se la he oído nunca en Cantabria decir ni a jóvenes ni a viejos, ni tampoco la he visto nunca escrita hasta ahora mismo. Dudo yo que haya algún cántabro aparte quizá del autor susodicho que así la escribe que diga “trebajar” en vez de “trabajar”, por eso al leerlo le entra a uno sin querer la risa floja.

    Vamos a ver, la palabra “trabajo”, como se sabe y no es ningún secreto, procede del latín “tripalium” o ya en latín mismo "trepalium", que era una especie de cepo o instrumento de tortura consistente en tres palos, es decir, tres estacas o maderos cruzados a los que se ataba al reo que era la víctima del suplicio para atormentarlo. ¿Cómo se explica este origen etimológico? Trabajar, en la lengua de Cervantes, significaba en primer lugar “sufrir, padecer,  esforzarse por conseguir algo”,  de donde más tarde derivaría su sentido actual de “laborar, obrar, hacer algo a cambio de un salario, actividad remunerada”. 


    Hay derivados en francés (travail), inglés (travel, con desplazamiento semántico, tal vez por el tormento y la fatiga que suponen algunos desplazamientos y viajes organizados), italiano (travagliare, con el sentido de “apenar”), portugués (trabalho), gallego (traballo), y por supuesto castellano (trabajo), en los que la palabra cambió el timbre vocálico de su sílaba inicial , ya fuera “i” o ya hubiera evolucionado a “e” en latín mismo, por “a” desde muy pronto por apofonía debida a la asimilación al sonido vocálico “a” de la sílaba contigua siguiente.

    En algunas áreas dialectales romances alejadas de la nuestra, la palabra comienza por la sílaba tre-. Según Corominas, esto sucedió en el alto Aragón (treballo), en catalán (treball) y en occitano o lengua de Oc (trebalhar), que era la lengua de los trovadores provenzales del amor cortés y de las hablas populares modernas del sur de Francia, pero al parecer también, según el citado autor, en cántabru, mira tú por dónde, aunque no en los vecinos bables asturianos, a los que tanto se parece a veces el cántabru que se pretende resucitar, donde se dice “trabayu” y nunca *trebayu, por lo que a mí se me alcanza. Pero sin duda es esta una buena noticia filológica que le da prestigio a nuestra incipiente lengua cántabra, que ha conservado esta reliquia del “trebaju”, que, por cierto, aunque  parezca no venir a cuento, el trabajo a fecha de hoy mismo no deja de matar, y no sólo porque la gente se mate a trabajar, que se mata, y mucho, sino por los preocupantes índices de siniestralidad laboral en las Españas: 435 personas han fallecido a causa de accidentes de trabajo en los siete primeros meses del año en curso, casi nada...
 

lunes, 25 de abril de 2022

Con re-Tintín

    Informaba el otro día un periódico local digital de la reciente publicación entre nosotros del cómic La Isla Negra, el séptimo álbum de Hergé de las aventuras de Tintín, en cántabru, lo que según el susodicho diario suponía “un hito para la sociedad cántabra”.
 
    Dentro de lo que podríamos llamar la reinante onfaloscopia o acción de contemplarse el propio ombligo, según el neologismo ferlosiano, se incluye en los currículos de la escuela el estudio de los ríos de Cantabria como el Pas o el Asón, por ejemplo, antes que los ríos del mundo como el Nilo o el Amazonas, en aplicación de la doctrina pedagógica de comenzar enseñando lo local antes de abordar lo global, lo que reduce considerablemente el campo de visión de los alumnos. Lo mismo sucede con la mitología y el patrimonio arqueológico y ahora también lingüístico de Cantabria, labor esta última que se adereza con la creación de una literatura popular infantil en lengua 'propia', a lo que contribuye sin duda la publicación de este cómic.
 
 
     Pero ¿qué es esto del cántabru? Pues va a ser que es algo similar, a lo que parece, a la cantilena aquella que cantábamos cuando éramos pequeños jugando con las vocales de: “Cuando Fernando Séptimo usaba paletó”. El paletó, por cierto, era una prenda de vestir francesa (“paletot” en la lengua de Molière), una levita un poco más larga y holgada. Se cantaba primero sólo con la “a”:  Canda Farnanda Sáptama asaba palatá, luego con la “e” y así sucesivamente hasta completar todo el repertorio vocálico. 
 
    Pues algo así parece que es el cántabru que se nos quiere imponer subrepticiamente: consiste básicamente por un lado en coger el castellano y sustituir las -e finales por -i: (genti, demontri, óndi en lugar de gente, demontre y dónde, por ejemplo), fenómeno que se generaliza al presente de subjuntivo de los verbos de la primera conjugación, que en castellano se forman con -e (prigunti, enfadin en lugar de pregunte y enfaden); y por otro lado en cambiar las -o finales por -u (muchu, peru, tampocu en vez de mucho, pero, tampoco), y poca cosa más, como algunas palabras en vías de extinción de las hablas rurales de las distintas comarcas (lebaniega, trasmerana, campurriana, pejina, pasiega... ) de lo que se denominó geográficamente La Montaña y, más recientemente, Cantabria, tras la proclamación del glorioso Estatuto de Autonomía en 1981, hace ya algo más de cuarenta años.
 
    Con la invención, según algunos resurrección, del cántabru ya tenemos lengua propia, que es lo que nos faltaba para tener una identidad propia concorde con el marco legal político y económico de la autonomía. Ya sólo nos queda la fundación de una Real Academia de la Lengua Cántabra para que redacte una Gramática, que no será descriptiva sino prescriptiva en los centros de enseñanza, desde la escuela hasta la universidad, y un Diccionario, dado que las características lingüísticas del cántabru no están debidamente normativizadas todavía, para lo que es fundamental el apoyo imprescindible de las instituciones autonómicas.
 
 
    Como muestra un ejemplo de cántabru: He aquí la reflexión que hace Raúl Molleda, uno de los pocos que escriben así en la prensa local, a propósito de la la “intidá”, como dice él, de Cantabria, que ni siquiera los cántabros conocen, desconocimiento que no se debe tanto a la ignorancia como a la inexistencia de dicha identidad que sin embargo los políticos e intelectuales afines se empeñan en crear para justificar su propia existencia: Porque es de vergüenza, si lo habiera, que haiga genti de juera que se prigunti óndi demontri está la intidá de los cántabros, y los cántabros se enfadin muchu peru tampocu sepan contestar óndi. Lo que viene a ser en castellano: Porque es de vergüenza, si la hubiera, que haya gente de fuera que se pregunte dónde demontre está la identidad de los cántabros, y los cántabros se enfaden mucho pero tampoco sepan contestar dónde.
 
    El problema de la identidad nacional que plantea Raúl Molleda preocupa tanto a los nacionalistas centrales, que son los nacionalistas españoles, españolistas o centralistas a la antigua usanza, como a los periféricos, que son los nacionalistas vascos, gallegos, catalanes... y cántabros, que ahora claman por la endependencia, como dicen ellos.
 
    Este tema ha preocupado mucho también al gobierno francés que hace unos años lanzó un debate sobre en qué consistía la identidad nacional francesa, precisamente. Los franceses, según parece, gustan de mirarse el ombligo porque precisamente se creen el ombligo del mundo. Ellos, tan chovinistas que cantan La Marsellesa antes de los partidos de balompié de la selección gala y agitan la bandera tricolor como si estuvieran en el campo de batalla luchando a muerte por la liberté, egalité y fraternité, no saben cómo definir su identidad con los rasgos exclusivos que excluyan a los demás, a los que no son franceses. (A los españoles no van a excluirnos, porque, después de todo, somos buenos vecinos y nos gobierna la misma moneda, que es el Euro, pero a los africanos seguro que sí).
 
 
    La identidad nacional es un concepto nacionalista, un fetiche ficticio, valga la redundancia etimológica, que se pretende totalitario y cerrado, y, que resulta por lo tanto, excluyente: crea un nosotros y lo opone a un ellos, los que “no son de los nuestros”. Esa creencia, absurda como todas, justifica la realidad de las fronteras, muros que para muchos resultan infranqueables, sobre todo para los extranjeros procedentes de países pobres, o, más bien, empobrecidos, carentes como suelen estar de papeles que justifiquen su identidad.
 
    El que fuera presidente del gobierno español don Felipe González dijo en una ocasión: “Es difícil ser español o ser vasco porque no nos ponemos de acuerdo en qué consiste.” ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo en qué consiste ser españoles si no sabemos qué es España y qué es ser español, si no son más que ideas impuestas, sociales y no naturales, extrañas a la razón común? No es que sea difícil, es que es imposible. Pero sin embargo nos empeñamos en ello. O mejor dicho: hay quien, en lugar de dejarnos en paz, se empeña en que seamos españoles o vascos o andaluces o mallorquines o europeos, para lo que es preciso adoctrinarnos.
 
    Además de nuestro carácter de españoles y de nuestros diecisiete regionalismos y nacionalismos, que nos hacen vascos, catalanes, andaluces, cántabros etc, hay que sumar ahora, además, el carácter de Comunitarios de Europa que tenemos todos. En nuestros ayuntamientos, en efecto, ondean cuatro pendones por lo menos: el europeo, el español, el de la comunidad autónoma, y el del propio municipio. Y uno se pregunta: tantas banderas ¿para qué? ¿a qué bueno?
 
 
    Indudablemente, para que haya extranjeros. Interesa que haya quienes no son de los nuestros. Para ello se crea una nacionalidad, se excluye del grupo humano de esa nacionalidad a los demás, y se establecen las fronteras. Pero el problema no radica en que haya extranjeros, sino en que existan fronteras. Si no hubiera fronteras, no habría tampoco extranjeros.
 
    La pregunta “¿qué es?” sirve para poner en solfa y cuestión y disolver cualquier etiqueta identitaria que pretenda clasificarnos, cualquier atributo que le pongamos al verbo ser. ¿Qué es ser español o cántabro? ¿Qué es ser…? Pronto descubrimos que no lo sabemos, porque esa categoría “español” o “cántabro” por la que preguntamos -y preguntamos por ella porque ponemos en duda la verdad y no la realidad de su existencia- es una idea impuesta, un rótulo que intenta describir y a la vez prescribir nuestro comportamiento, y que, por lo tanto, coarta a modo de las cuatro tablas de un ataúd nuestra libertad.
 
    ¿No será nuestra identidad tanto la individual y personal, como la colectiva en general, un fetiche y un engañabobos laboriosamente forjados a lo largo del tiempo por nuestra propia y vana pretensión, condenada al fracaso, de tener una identidad que no sea falsa, hipócrita y teatral? No hay verdadera identidad. La identidad es real, pero todas las identidades son falsas. Liberémonos de todas las etiquetas. Dejemos de ser españoles, cántabros, creyentes, demócratas o lo que se nos ocurra… y empecemos a ser libres. A ver qué pasa.

jueves, 16 de septiembre de 2021

El 'cochi eléctricu' no es ninguna solución

    Cualquiera que pasee por la capital de provincias, como se decía antaño, que es Santander, la llamada novia del mar, descubre algo que, aunque es evidente, corre el peligro de pasar desapercibido por eso mismo. A veces lo evidente es lo que menos se ve, a saber: las aceras ya no son de los peatones.

    Los viandantes -me incluyo, dada mi condición habitual de peatón y eventual cada vez menos de automovilista y ciclista- estamos siendo paulatinamente desalojados de las aceras y de las calles peatonales a nosotros en principio reservadas como su nombre indica, porque, en primer lugar, los ciclistas campan a sus anchas por ellas en lugar de por las calzadas, y no es culpa suya, ya que los carriles que se han destinado a las bicicletas se han hecho mayormente a costa de reducir las aceras y no las calzadas, porque, en segundo lugar,  cada vez hay más patinetes y artilugios motorizados circulando por ellas y, porque, en tercer y último lugar,  en verano las terrazas de la hostelería se adueñan poco a poco de las aceras y calles pedestres de la capital de la comunidad autónoma de Cantabria, como se denomina hogaño, máxime cuando se han mantenido cerrados por razones 'sanitarias' los interiores de los establecimientos hosteleros. No vamos a rogarle al Ayuntamiento de la "muy noble, siempre leal, decidida, siempre benéfica y excelentísima" ciudad de Santander, cuya pasividad es manifiestamente notoria, que tome cartas en el asunto y recupere las aceras para los peatones, porque no va a hacernos caso o hará caso omiso, que viene a ser lo mismo, preocupada como sin duda está la alcaldesa por otras cuestiones de mayor calado que le quitarán el sueño ...


    Otra cosa que salta a la vista y que no miramos, ciegos que nos vuelven a fuerza de no ver lo obvio, es que, no ya las aceras, sino las propias calles y avenidas de la ciudad, tampoco son de los santanderinos de a pie, sino del tráfico automovilístico rodado.

    Es el coche, no lo olvidemos, uno de los principales embelecos del mundo en que actualmente vivimos y uno de los medios de transporte más inútiles que se han inventado desde que Henry Ford inauguró su producción en cadena en los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX, no sólo por su carácter ferozmente individualista y por la invasión de los campos y de las ciudades que ha supuesto su proliferación, sino también por su carga simbólica asociada al éxito social y a la testosterona, así como al fantasma de la libertad, que diría Buñuel. Nada más esclavo que un automóvil que, en vez de liberarnos, nos convierte en sus siervos.

    Y los coches son, además, un peligro: atropellan a los peatones, en primer lugar a sus conductores, si se descuidan, a los que convierten en chóferes, y después, ya se sabe, a todo bicho viviente que se interponga en su camino rodado. Los autos son como el caballo de Atila, arrasan a su paso y por donde han pisado ya no crece la hierba.

    Es curioso que al coche se lo haya llamado utilitario, porque de útil no tiene nada, y no sólo eso: además pretende utilizarnos a sus usuarios haciéndonos creer que lo utilizamos nosotros a él como medio de transporte, cuando es la máquina la que nos usa abusando de nosotros, sus conductores, como queda dicho. 
 
 
    Permítaseme recurrir a la pedantería del expediente etimológico de la palabra “coche”, que parece que no viene a cuento. El vocablo entró en nuestra lengua en el siglo XVI, procedente del húngaro Kocsi, pronunciado algo parecido a como se dice coche en cántabru, es decir, cochi. (Entre paréntesis, las dos reglas más importantes de “nuestra” lengua, habla o parla "autónoma" son, a saber, que las palabras que en castellano acaban en -o lo hagan en -u,  Cabárcenu, por ejemplo en vez de Cabárceno, y las que acaban en -e lo hagan en -i, parqui en vez de parque, y así por ejemplo se diga y escriba sin ningún sonrojo: Parqui de Cabárcenu).

    Kocsi quería decir de la ciudad de Kocs. En el siglo XV, la ciudad húngara de Kocs, en efecto, desarrolló un tipo de transporte ligero y rápido entre Budapest y Viena, tirado por tres caballos, que se denominó Kocsi-szekeret, más o menos “el vehículo o carro de Kocs”, una carlinga o calesa hecha de mimbre con asientos  para dos personas y una tercera, que ocupaba una plaza colocada tras el conductor. Rápidamente se difundió el uso del carricoche por toda Europa y también el nombre del Kocsi-szekeret o, su forma abreviada “Kosci”, y pasó de ser un topónimo, en genitivo, a ser un nombre común en francés, portugués y español como coche, y en inglés como coach, donde uno de sus significados es persona que te lleva hacia la consecución de un objetivo, por ejemplo entrenador deportivo o asesor financiero. 
 
 

    Pero tanto los coches, en el sentido latino como los coachings en el anglosajón, nos han hecho un flaco favor a las personas: como vehículo, el coche ha hecho que dejemos de movernos por nuestros propios pies y que dependamos cada vez más de él para trasladarnos, y como monitor o entrenador, el coaching se ha convertido en una especie de guía espiritual, gurú o Mentor que pretende monitorizar y tutorizar nuestra propia vida, impidiendo que tomemos nosotros responsablemente las riendas y propias decisiones.

    Los autos, además, han invadido las ciudades y los parkings subterráneos y convertido las calles en aparcamientos, privándonos a los viandantes de amplios espacios para el esparcimiento, e impidiendo a los niños corretear o jugar a la pelota o a cualquier otra cosa en ellas so riesgo de atropello. No sólo circulan, sino que se estacionan en los espacios destinados a su aparcamiento... y esos espacios y vías públicas, no lo olvidemos, también nos las han robado a los ciudadanos de a pie. 
 
 


    Llegamos finalmente a la ingenua solución que proponen los fabricantes que utilizan el marchamo de ecologistas: el coche eléctrico. Dejará de depender de combustibles fósiles, sin duda alguna, pero no es ninguna solución al problema que estamos planteando aquí, sino que, al no serlo, el hecho de que empiecen a fabricarse y venderse coches híbridos o eléctricos es un agravante del problema que contribuye a acrecentar la industria y lo que se ha dado en llamar el parque automovilístico.

    Como no sé yo si es al Ayuntamiento o a la Dirección General de Tráfico o a qué instancia superior o autoridad competente autonómica o central, si alguna tiene competencia sobre esto, debería yo dirigirme para presentar mi queja, la publico aquí por escrito por si alguien, ya sea partido político o persona individual, a título público o privado,  tiene a bien hacerse eco de ella y recoger la reivindicación de: ¡Fuera coches! ¡Calles y aceras para los peatones!. O lo que es lo mismo, en cántabru: ¡Juera cochis! ¡Callis y aceras pa los peatonis!

martes, 30 de junio de 2020

Guerras cántabras

Sacaba Correos a comienzos del año en curso un sello conmemorativo de las guerras cántabras. Y un periódico digital, en su edición local y de campanario, se hacía eco de la noticia con este titular en cántabru, ese engendro regresivo que el señor Raúl Molleda, que escribe en dicho periódico, se sacó un buen día de la chistera: El sellu de Correos deicáu a las ‘Guerras Cántabras’ se apresenta esti juevis en Los Corrales. Se acompañaba, por si hiciera falta, la traducción al castellano para los legos: El sello de Correos dedicado a las ‘Guerras Cántabras’ se presenta este jueves en Los Corrales. 

La tirada era de 180.000 ejemplares.  Buena noticia para los aficionados a la filatelia, si todavía queda algún amante de los sellos, y si quedan coleccionistas de estos raros objetos que son los timbres estampados que se pegaban en los sobrescritos de las cartas. Y si queda gente que escriba cartas y las lea.


El sello presenta en primer plano una imagen del Monumento al Cántabro de Ramón Ruiz Lloreda de Santander, y, junto a él, dos de las famosas estelas cántabras, una de ellas, la de Zurita.

La página de Correos, además, publica al respecto una reseña sobre el sello y sobre los cántabros: Eran magníficos jinetes y al combatir, entonaban cantos de guerra siendo considerados hombres especialmente valientes y brutales, así como letales... Su valentía y dotes para la guerra impresionaron a los romanos y a otras culturas, existiendo vestigios de guerreros romanos (es errata, debería decir mercenarios cántabros) en lugares tan lejanos como Palestina, Britania o el Danubio. 

Hay una inexactitud histórica imperdonable, que aumenta la falsa leyenda de que los cántabros fueron invencibles, engordando el globo del mito que revienta fácilmente, cuando fueron vencidos y sojuzgados por la Loba romana: Los romanos tardaron diez años en hacerse con el control de las tierras cántabras, e incluso, no se puede decir que lo lograran por completo (sic, por la negrita que resalto yo). 

Correos quiere sin duda, como reconoce, "rememorar este hecho histórico que manifiesta el carácter de estas tierras cántabras", un carácter de resistencia heroica, si se quiere, a la dominación romana, pero una resistencia sometida al fin y a la postre no sin mucho esfuerzo por el Imperio, cosa que a menudo olvidan los que celebran estas efemérides.

Algún ingenuo se preguntará si acaso nos hemos vuelto todos los antaño llamados montañeses y hoy cántabros nacionalistas. No, claro que no. No nos hemos vuelto nacionalistas porque siempre lo hemos sido en una muy amplia y aplastante  mayoría: el que no es nacionalista periférico suele definirse como central: el que no es nacionalista catalán, vasco, gallego o cántabro, para el caso, es nacionalista español. Y viceversa. Muy pocos a la sazón nos declaramos antinacionalistas. No nos libramos fácilmente de la lacra pestilente de las banderas y naciones.