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jueves, 15 de febrero de 2024

Es-pa-ñas (y V)

    La española cuando besa, besa de verdad, como cantaba el pasodoble. La española es Carmen, Carmen la de España, no la de Merimée ni la de Bizet, convertida en Opera Cómica, que ha pregonado el nombre de la cigarrera andaluza y de la ciudad de Sevilla, y olé, por todo lo alto. Carmen, la gitana castiza de voluptuosa belleza y sensualidad, empleada en la Real Fábrica de Tabacos -hoy sabemos que cancerígenos- de Sevilla, se vio envuelta en una trifulca pendenciera, armándose la marimorena, por lo que fue arrestada por el Capitán Zúñiga, que la codiciaba. Carmen, nuestra Carmen, no se la trae floja al sargento don José: lo seduce para que la ayude a escapar, huyendo a la sierra con él y convirtiéndolo en contrabandista y bandolero, por lo que éste, prendado de su belleza, pierde sus galones. Más tarde, la gitana se enamora de un joven torero de fino talle. Don José, al verse traicionado por Carmen, la sorprende en una tarde de corrida en la Plaza de la Maestranza. Ciego de amor y celos como Otelo, el antiguo amante mata de una puñalada a la espléndida gitana que había jugado con sus sentimientos en un alarde de violencia, como dicen ahora, de género machista. La mata, obviamente, porque era suya, suya o de nadie. Muere Carmen víctima de la mala corná del toro siniestro de su destino, mientras el público, ajeno a lo sucedido, vitorea y jalea al torero que triunfante da la vuelta al ruedo, ignorando que se ha quedado viudo sin amor. 

 

    ¿Qué tiene Carmen, nuestra Carmen, que desata tantas y tan bajas pasiones? Algo tiene, desde luego. Según sugiere el pasodoble, la española, Carmen, verbigracia, cuando besa o hace cualquier otra cosa, por ejemplo cuando hace el amor, lo hace de verdad entregándose en cuerpo y alma, y a ninguna le interesa hacerlo por frivolidad. Ya saben que un beso de amor, sigue la copla, no se lo dan a cualquiera. Analicémoslo. Cualquiera, cuando hace una cosa, lo que hace no es esa cosa, sino la idea previa que tiene de esa cosa que realiza. Besar, según eso, sería una cosa tan trivial como cualquier otra... Sin embargo, la española, Carmen, pongamos por caso, tiene la loable virtud de hacer las cosas de verdad como si fuera la primera y última y única vez, de entregarse apasionadamente en cuerpo y alma, sin reservas, totalmente, no por la frivolidad de hacerlo: eso es lo que vuelve locos a todos los hombres, capaces de matar y de morir por ella. Por eso era una fembra plazentera, que diría el Arcipreste de Hita, de armas tomar, es decir, que había que tomar las armas contra ella, porque la única forma de poseerla era matándola: la maté para que fuera mía y sólo mía.


    La España cañí. Ya el poeta gabacho Charles Baudelaire había enloquecido con el bijou rose et noir -la joya rosa y negra- que Lola de Valencia, la bailarina, escondía entre sus piernas, en la entrepierna, como cantó en uno de los exquisitos versos censurados de sus Flores del Mal. Se refería el poeta con tan arriesgada metáfora, como habrán podido comprobar los lectores, a los carnales labios rojos y sensuales y al vello púbico de color azabache del mismísimo sexo de la bailaora. Lo que tiene la española, y por extensión España, y lo que da de verdad cuando se entrega es, uarium et mutabile semper femina, su vulva, la vaina en la que se enfuda la espada del guerrero. Por él han venido tantos guiris como Ernest Hemingway buscando las esencias patrias y verdaderas de España. Para él esa esencia era el toro bravo y negro con el que lidiaba el torero, que entraba a matar, lo penetraba y le clavaba el estoque hasta atrás matándolo y poseyéndolo. Otros guiris han venido siguiendo los pasos afrancesados de Prosper Mérimée y de otros anónimos viajeros románticos, buscando a calzón quitado algo verdadero y natural en un mundo cada vez más falso y artificial, algo como la joya rosa y negra de Lola de Valencia, la de Carmen o la de cualquiera otra moza tan fermosa de nuestras serranías. Venían, pues, buscando la mujer-mujer, que dijo el otro, o quizá habría que decirlo con el artículo neutro, bendito sea, que conservamos en nuestra lengua: venían buscando lo mujer-mujer, el eterno femenino, lo femenino que no quiere equipararse a lo masculino y que, de hecho, se rebela con todas sus fuerzas contra ello.

 

Lola de Valencia, Édouard Manet (1862)
 

Soldadita española, soldadita valiente. El ejército español se lava la cara para despojarse de su rancia y chusquera imagen de otrora: sangre, sudor y lágrimas. Ahora es casi una oenegé posmoderna, si no fuera porque es el brazo armado del Estado y su gobierno: una peña aventurera, solidaria, de gente guay comprometida con la defensa de los valores humanos y de la democracia y la libertad, insultantemente juvenil y altruista, donde reina el compañerismo desinteresado y el buen rollete, profundamente profesional, lejos de aquel otro ejército antepasado de éste, chapucero, que sólo ganó guerras civiles a lo largo de su sufrida historia. La chusca institución ha cambiado y sustituido la obligatoriedad del servicio impuesta al sexo masculino que no ponía graves objeciones de conciencia y su consiguiente impopularidad  abriendo las puertas profesionales y lamentables de sus cuarteles ahora a las mujeres, so pretexto de no hacer discriminación sexual: Mujer, ven: incorpórate a filas: te haremos todo un  hombre. Ahí tenemos a Su Alteza Real la Princesa de Asturias, nuestra futura reina si Dios quiere y no lo remedia, dando ejemplo y curtiéndose con su instrucción militar(ista).

martes, 13 de febrero de 2024

España (IV)

     Spain is different. España es la marca registrada de una denominación de origen: made in Spain. La frase publicitaria de que España era diferente que acuñó el Ministerio de Información y Turismo allá por los años 60 es la responsable de la imagen que se vendía en el extranjero de nuestro país: el sol imperturbable de las costas mediterráneas, que a veces sale por Antequera, los toros de lidia, el flamenco, las sevillanas de la feria de abril, la guitarra naturalmente española y flamenca, la sardana, la tortilla de patatas con cebolla, el bacalao al pilpil y la paella valenciana, sin olvidar otras delicias culinarias autonómicas y gastronómicas como la fabada asturiana, el cocido garbancero madrileño o el gazpacho andaluz. España es un país íntegramente vendido al turismo, es decir, prostituido. El turismo, en efecto, es la primera industria nacional, ya que representa en torno al 12 por ciento del PIB y del empleo (temporal o fijo-discontinuo) de nuestro país.  A una oferta de sol, playa y bajos precios se han superpuesto valores adicionales como son el deporte, con el golf como protagonista, la cultura subvencionada, la naturaleza constreñida en parques nacionales, la gastronomía, la aventura programada de emborracharse y tirarse por el balcón, el entretenimiento reducido a los parques temáticos... para que la idea de España exportada al extranjero siga cotizando en la bolsa de valores turísticos. España es diferente de sí misma, como cualquier idea de la cosa que representa.


    La España chovinista que se enorgullece de ser lo que es, menuda cosa, como aquel milico franchute llamado Nicholas Chauvin, bastante corto de entendederas, que, cuando le preguntaban quién era, sólo sabía contestar una y otra vez, como un disco de vinilo rayado: Soy francés, soy Chauvin, en un acceso de soberbia redundante y orgullo patriótico. Somos lo que somos porque eso es lo que hemos heredado de nuestros padres, como los condes y marqueses de la Chorrapelada, es un decir, que han heredado sus títulos de nobleza del Antiguo Régimen sin ningún mérito. Soy francés, soy Chauvin. O, como diría un castizo: Soy español (o asturiano, o aragonés, o andaluz o vasco, que todo es lo mismo), soy Pepín. Así es la España castiza y petardera que arde en verano, borracha de tinto peleón y garrafonazo, en inútiles fuegos artificiales y gasta toda la pólvora en salvas, que hace explotar sonoras bombas y la traca final, con la misma alegría del que se tira un pedo en botija vacía, como dice Rafael Sánchez Ferlosio, para que, actuando como caja de resonancia, amplifique su sonido y lo haga retumbar atronador.

 

     El caballo percherón del Caudillo. No pocos progresistas se han alegrado del desmantelamiento de la estatua ecuestre del generalísimo Franco de su tierra natal de La Coruña, siguiendo la consigna de 'simbolo franquista, fuera de la vista'. Años atrás se desmanteló la de Valencia. Poco después la de Santander, sita en la mismísima plaza del Ayuntamiento, sobre la que las palomas depositaban con fruición sus excrementos. Son pocos símbolos los que quedan ya en esta España democrática, constitucional y autonómica de la otra España, la franquista y nacional-católica, antecesora y madre de ésta. Note el agudo lector que no hemos incluido en la frase anterior el adverbio inciso “afortunadamente”, como cabría esperar en una entrada de un blog más o menos políticamente correcto y democrático. Y es que, siendo como somos de la escuela de Pirrón, bastante escépticos, creemos que no por desmantelar los símbolos cambia de verdad la realidad: lo único que cambian son los nombres propios -ni siquiera los comunes. Cambia la apariencia, no la sub-stancia, o sea, lo que está por debajo de ella. Se han cambiado, por ejemplo, también casi todos los rótulos de las calles: la calle 18 de Julio ya no recuerda con su ominosa fecha el alzamiento nacional, ahora se llama Avenida de la Constitución y evoca nuestra Charta Magna... Puro nominalismo, porque la calle sigue siendo la misma y lo mismo, se llame como se llame: un camino público entre dos filas de celdas colmeneras, generalmente asfaltado, para que circulen sin mayor problema que una pequeña reducción de velocidad los popós, sin atropellar a muchos viandantes, y para que puedan aparcar a su vera. 

 

Pero habría que apuntar una nueva razón de índole estética para desmantelar la estatua: el generalísimo Franco era un pésimo jinete, como don Baldomero Espartero, que fuera regente de la reina Isabel II durante su minoría de edad: un desastre de regente, a decir de la mayoría de los historiadores. Ambos mílites gloriosos fomentaron la creación ególatra de estatuas ecuestres para que sus nobles figuras destacasen en medio del paisaje urbano. En los Madriles aún se alza, al parecer, la estatua de Espartero, pero lo que más recuerda la gente no es ni su regencia desastrosa ni la persona de este militroncho, sino los prodigiosos testículos, a todas luces desmesurados, de los que dotó el escultor al jamelgo. Por algo se dice, cuando alguien es muy corajudo, aquello de que tiene los cojones más grandes o largos que los del mismísimo caballo de Espartero, porque en esta tierra de María Santísima los cojones son atributos de valor y de carácter y dotes de mando, y si no, véase el caso ya comentado de la católica reyna o el que puso Federico García Lorca sobre las tablas de doña Bernarda Alba: para cojones, los suyos. 

lunes, 12 de febrero de 2024

Es-pa-ñas (III)

    La España eurótico-festivalera. La España que se juega todas sus ilusiones en el eurofestival y la lotería nacional que cacarean lo/as niño/as de San Ildefonso, el cupón de la ONCE, que es, como el pan nuestro cotidiano, la ilusión de todos los días, la España del Botellón y de la ley seca que prohíbe mamarse en la calle a los menores, que necesitan emborracharse para olvidar el futuro que les espera, y para olvidar sin más que les espera el futuro, y ni eso, porque el futuro, como decía la canción, ya está aquí. El futuro, la muerte, ya está aquí. La España de sus mayores que se endeuda hasta las cejas pero no deja de ejercitar el eurovoto en el eurofestival de Eurovisión donde España reivindica su condición de zorra. Las entidades bancarias nos adelantan, tan benéficas como perversas, el dinero para que podamos adquirir la vivienda a la que tenemos derecho constitucionalmente o el automóvil para ir al curro al que también tenemos derecho constitucional, a condición de que luego estemos pagando durante veinte o veinticinco años el capital y los intereses, lo que supone que nos tiremos casi toda nuestra vida laboral subvencionando a dichas entidades financieras. No nos llevan toda la soldada, claro está, nos dejan una parte para que podamos ir tirando con los gastos de agua, luz, gasolina, teléfono, comida etcétera: ya se sabe Dios aprieta, pero no ahoga, aunque no deja nunca de apretar.

 

    Con la Iglesia hemos topado: Y ya que hablamos de Dios, hagamos mención de la España devota de Frascuelo y de María, católica, apostólica y romana, de la carcundia de los bautizos, primeras comuniones, bodas y entierros como Dios manda. La España de los obispos y arzobispos des-sotanados. ¡Que pena, penita, pena que hayan desparecido las sotanas de la vieja piel de toro! Ya no sabemos cuándo topamos con la iglesia, que es más ancha que Castilla. Era verdad que el hábito no hacía al monje, pero ¿cómo sabemos si un monje es un monje si no lleva hábito? La España reprimida de los curas pederastas que recuerdan las palabras del divino verbo (dejad que los niños se acerquen a mí) y se les hace la boca agua cuando los monaguillos angelicales se arriman a su vera. La España de los colegios de monjas, donde no hay más alternativas que ser puta o monja. La España huérfana de vocaciones. Entre cruces y Cristos, parroquias, curas obreros, catequistas, monaguillos y sacristanes, ronda, cual Perico por su casa, el demonio del diablo. La España que arde en verano, abrasada por el amor loco y ciego del complejo edípico, en salves marineras a la virgen del Carmen, vestida de faralaes para bailar sevillanas, orgullosa de su virgo incorrupto, como el de la santa de Ávila. La España que canturrea: Ave María, ¿cuándo serás mía? Últimamente se dejan ver por esta sufrida piel de toro parejas homosexuales o heterosexuales no de la Guardia Civil precisamente, ni de las Hermanitas de la Caridad, sino de los/as Testigos/as de Jehová. Van impecablemente vestidos/as, convencionalmente hablando. Y portan revistas ilustradas que se titulan “Despertad” y cosas así. Alguno ya le ha dado una buena contestación a su afán predicador y evangelizador: “A mí, déjenme ustedes en paz, hagan el favor. Que aquí ya tenemos la religión verdadera de toda la vida, que es la católica, apostólica y romana, y, además, no creemos en ella. Así que no nos vengan ahora con un credo nuevo ni con cuentos”.

 

    España esquizofrénica. Ya lo cantó don Antonio Machado, el poeta: al españolito que nace sólo se le abren dos alternativas: o la España que muere o la que bosteza: una de las dos Españas / ha de helarte el corazón. ¿No serán ambas Españas la cara y la cruz de la misma moneda? La España que muere de Machado es la España difunta, ya muerta, de Larra: este último publicó en El Español una crónica insuperable titulada El día de difuntos de 1836. Allí Fígaro, el pobrecito hablador, se preguntaba dónde estaba el cementerio, si en las afueras de la villa y la corte, como cree la mayoría de la gente que se dirige allí a honrar la memoria de todos sus muertos como todos los años por la misma fecha, o dentro de la propia ciudad, como él sospecha. Cedámosle la palabra: “¿Dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.” Eco de estas palabras de Larra hallamos en los desgarrados versos arrítmicos (o prosa camuflada) de un poeta de la generación del 27, Dámaso Alonso, que en su obra Hijos de la ira se desvela en su insomnio con la siguiente constatación: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Si queremos actualizar el caso, sumemos varios millones de cadáveres más al censo. Recordemos también a Unamuno, que exclamó con toda el alma: Me duele España. Y que hoy habría que parafrasear, utilizando el lenguaje malsonante que se oye por doquier: Me jode España.

domingo, 11 de febrero de 2024

Es-pa-ñas (II)

  La España gacetillera. Es la España que asciende de Madrid al cielo, donde ya no quedan más osos ni madroños que el simulacro platónico de la Puerta del Sol. En la villa y la corte se publica el periódico más antiguo de todas las Españas habidas y por haber: La Gaceta de Madrid (mentirosa, porque todo lo que dice, la pura realidad, es una cochina mentira). Los liberales siempre detestaron su carácter de prensa oficial. Por algo se decía todavía que alguien miente más que La Gaceta cuando le crece la nariz como a Pinocho. Pues bien, esta gaceta mentirosa se ha convertido, con el paso del tiempo, en el no menos mendaz y deleznable Boletín Oficial del Estado, que ahora se renueva en 17 ediciones autonómicas: Boletín Oficial de Extremadura, de Cantabria, de Aragón... Es la Gaceta de Madrid, o Boletín Oficial del Estado, el prototipo de prensa oficial del régimen democrático que padecemos, el modelo y patrón de todos los demás diarios independientes de la mañana, la Biblia en verso: el decano de los medios de adoctrinamiento de masas que explica, a golpe de Real Decreto, las cosas como son para que no nos preguntemos cómo son las cosas.

     Graecum est; non legitur.   Es griego. No se lee porque no se entiende ni se quiere entender. Además ¿de qué sirve leer en la España que sabe leer y escribir, porque así se lo han inculcado en la escuela, pero que no lee o que, si se pone por ventura a hacerlo, no se entera de lo que lee, funcionalmente analfabeta como es?; ¿de qué sirve escribir en España, que es llorar, como dijo el otro, porque esta España benemérita nuestra sólo sabe estampar su firma, donde antes se ponía una equis, como en las quinielas, en las facturas de las tarjetas de débito y de crédito, y en el Documento Nacional de Identidad, donde plasma además la huella digital de su pezuña bravía? ¿Quién piensa en la España del único pensamiento único?
     La España posmoderna de los Reyes Católicos. La España del tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando, porque igual da el timbre, masculino o femenino, de la voz de mando, ya que sigue habiendo mandamases/as, elegidos/as democráticamente, y mandados/as, democráticamente resignados/as. Ante la tradicional preponderancia del marido respecto a la mujer, la católica majestad aseguró que ella era reyna no por ser la esposa de un monarca, sino por derecho propio. La realeza se convertía así en un cargo que podía desempeñar tanto el hombre como la mujer, que así se equiparaba a los varones. 
     Se habla en la España hodierna de equiparación entre el hombre y la mujer, y se pone como ejemplo el hecho de que haya mujeres ministros, esto es, ministras: son las mujeres las que llevan ahora los pantalones, no los hombres los que llevamos faldas. De hecho en algunos colegios religiosos se han prohibido las faldas de los uniformes de las niñas para luchar contra los estereotipos sexistas, por lo que tanto ellas como ellos llevan ahora pantalones, lo que no significa que jerárquicamente seamos todos iguales... Efectivamente, aunque dé lo mismo que mande Isabel que Fernando, lo que no da tanto lo mismo es ser uno o una de los que mandan y llevan los pantalones y uno o una de los mandados. Y es que esta España tan posmoderna sigue siendo la España de las católicas majestades, que sigue desalojando de sus fronteras a judíos y moriscos, hoy inmigrantes ilegales que carecen de papeles que los identifiquen, por lo que les llega la inevitable orden de expulsión definitiva. Y es que, ay, hoy es siempre todavía, como cantó don Antonio Machado. Pero no, lo que no da igual, decíamos, es que alguien mande y alguien, el súbdito, obedezca. Ya lo dice el refrán: no mandan marineros donde manda capitán,  o para el caso capitana, como ya lo era la Pilarica o Virgen del Pilar, una de las once mil vírgenes o advocaciones nacionales de María Santísima, que no quería ser francesa, o sea ilustrada, sino capitana, como se sabe, de la tropa aragonesa enemiga de las luces.


sábado, 10 de febrero de 2024

Es-pa-ñas (I)

    La España autonómica del patriotismo constitucional: Ha quedado obsoleta aquella sandez de la España (nombre propio que debería conservar la hache inicial latina de Hispania) que se quería Una, Grande y Libre, formada por cuarentaysiete provincias peninsulares y tres insulares, más cuatro restos coloniales de allá por el Imperio hacia Dios en África, que empezaba, según los europeos ilustrados, aquende los Pirineos. La identidad española actual, legítima heredera del rancio nacionalcatolicismo franquista, se vertebra ahora en torno a los 17 ejes de sus respectivas autonomías o sucursales financieras estatales: como si dijéramos en 17 Españitas, cada cual con su parlamento autonómico y sus virreyes elegidos democráticamente y sus transferencias -curiosa palabra, muy reveladora-, cada una con su historia y su idiosincrasia y su himno, y hasta su gastronomía, lengua vernácula y folclore -tradiciones ancestrales y traje regional restaurados antaño por mor del populismo de los coros y danzas de la Sección Femenina- y televisión autonómica propia. Es la misma España de siempre, la del españolismo eterno, golfo, cutre, paleto, palurdo y pazguato de toda la vida, la de la españolería y el españoleo, redivivo ahora en 17 entidades financieras vicarias, que dan vida a los nuevos tópicos hispánicos de siempre: catalanismo, galleguismo, vasquismo, andalucismo... y hasta madrileñismo, para que nadie se sienta discriminado en la villa y en la corte.


    La España plural y uniformemente multicolor: Ondea, desplegada al viento, la bandera rojigualda a lo largo y ancho de la sufrida piel de toro ahora junto al estrellado estandarte azul europeo, y ondean simultáneamente los diecisiete pendones de los virreinatos autonómicos. Resulta inevitable que estas diecisiete pequeños reynos de taifas desarrollen, a poco que se dejen llevar por el prurito anal o furor uterinus del patriotismo estatal, su propio nacionalismo que, en los casos más beligerantes, aspirará a sacudirse de encima el yugo nacional español opresor para sustituirlo rápidamente por otro yugo, al fin y a la postre, no menos nacionalista y opresor. Por eso los indepe(ndestista)s quieren sacudirse el yugo de la realidad ideal de España, para sustituirla por otra de la que algún día querrán tal vez independizarse al comprobar que, pese a todo, nada cambia y todo sigue igual. 

    

    Viva España. Los gritos viscerales y supuestamente bienintencionados de Visca Catalunya y Gora Euskadi, por ejemplo, son la versión remozada del viejo, falangista y no menos visceral y supuestamente bienintencionado Viva (o Arriba) España: se grita lo mismo con otros nombres propios, que en el fondo son lo mismo, e incluso en otras lenguas, algunas fundadas o refundadas ad hoc, impuestas desde los medios de adoctrinamiento de masas, entre los que, además de la prensa y la televisión, que es el más educativo en valores (de bolsa) de todos ellos, no hay que olvidar a las instituciones académicas.   

lunes, 29 de enero de 2024

Una docena de cosas

España es un país comprometido con la paz en el mundo”, declaró la ministra del gobierno progresista, justificando el envío de tropas a tal fin al extranjero.
 
 Más de seis mil militares españoles se desplegarán como nunca este año en las cerca de veinte misiones imperialistas “de paz” de la Unión Europea y de la OTAN.
 
 Ningún nacionalismo es bueno, pero el peor de todos los habidos y por haber es aquel que, históricamente establecido, oculta su nombre para pasar inadvertido.
 
La tiranía del reloj: El paso del reloj analógico al digital ha convertido al tiempo en una mercancía que se compra y vende: tiempo que es dinero y viceversa.
 
El tiempo es tan valioso que se considera un crimen echarlo a perder, pero hay que aprender a matarlo antes de que él, asesino implacable como es, nos asesine.
 
Aunque la economía, como la mona del refrán, se vista de verde (green economy en la lengua del Imperio), economía se queda en provecho de las clases dominantes.
Dale una capucha y una pistola a alguien, y podrá atracar un banco sin ser reconocido, pero si le das la presidencia de un banco atracará a toda su clientela.
 
 Los expertos reunidos en la cumbre del Foro Económico Mundial de Davos encienden todas las alarmas ante la Enfermedad X, causada por un virus aún inexistente.
 
Una compañía aérea barata implanta el reconocimiento facial y dice adiós al pasaporte y al DNI: la cara, que era el espejo del alma, es ahora la huella digital.
Soy observado, luego existo: en la observación se confunden el observador y lo observado adquiriendo carta de naturaleza y creando la imagen así al observador.
 
 El parte meteorológico y las inclemencias del tiempo son noticia destacada y trending topic. Ahora las borrascas tienen nombres propios igual que las personas.
 
La agencia meteorológica anuncia la llegada de la borrasca Juan (así llamada) a la Península que provocará un temporal de viento y de lluvia y nieve sobre todo.

domingo, 3 de diciembre de 2023

¡Nacionalistas!

    Caín es un pseudónimo tras el que se esconden el guionista Felipe Hernández Cava y el dibujante Federico del Barrio, quienes bajo esta firma hacen la viñeta diaria de opinión del periódico La Razón. Aunque, acosados por la actualidad y la realidad del momento así como por la ideología política de derechas del periódico en el que publican, incurren a veces en torpes caricaturas ideológicas, pero otras veces aciertan plenamente a expresar lo que es de sentido común, como por ejemplo una de las últimas viñetas, la publicada el 29 de noviembre del presente año, dedicada a Borges, en la que, haciendo un guiño a la teoría de la evolución de las especies de Darwin, un chimpancé le pregunta a otro: -Según el proceso evolutivo ¿qué nos corresponde ser ahora como primates? Y el otro le responde categórico: -Nacionalistas. 
 
 
    Si entendemos que la respuesta que da el mono de “nacionalistas” se entiende en su sentido más amplio, no refiriéndose solo al nacionalismo emergente o periférico -vasco y catalán principalmente en el caso español-, sino a cualquier nacionalismo en general, tanto a los establecidos como a los que pugnan por establecerse, estaríamos también atacando indirectamente el nacionalismo centralista o español que defiende el periódico por aquello de España “Una, Grande, Libre”.
 
    La sugerente dedicatoria a Jorge Luis Borges (1899-1986) nos pone sobre esa pista intelectual. El escritor argentino -uno no nace argentino, sino que se hace argentino, pero Borges se hizo universal desde Argentina- que nunca recibió el Premio Nobel de Literatura, según él, que era conservador, por razones políticas, se rebeló en efecto muchas veces contra la identidad en general, y contra la nacional en particular, sin olvidar nunca la rebelión primordial contra la identidad de la persona. Dijo, por ejemplo alguna vez, que el nacionalismo sólo permitía afirmaciones y "toda doctrina que descarte duda, negación, es una forma de fanatismo y estupidez". Y también se le atribuye el dicho que supongo que inspira la viñeta de Caín: "El vicio más incorregible de los argentinos es el nacionalismo, la manía de los primates". 
 
 
   Borges mostró la seriedad de sus convicciones antinacionalistas, cuando, escribe Mario Vargas LLosa en Borges Político,  burlándose de la guerra de las Malvinas entre el Reino Unido y la Argentina, la definió como “la pelea de dos calvos por un peine”. Se opuso a la dictadura nacionalista de Perón, denominando a los doce años que duró “años de oprobio y soberbia”, pero apoyó a dos de las dictaduras militares argentinas más sangrientas, la que derrocó a Perón y la de Videla, e incluso llegó a elogiar a Pinochet, el dictador chileno, lo que no congenia mucho con la opinión que dio de los regímenes dictatoriales: “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez.
     
    El dogmatismo identitario es una de las principales herramientas de dominio no sólo político, sino también personal, que ha ido variando según el momento y contexto histórico y centrándose en el aspecto religioso, racial, sexual o nacional. El nacionalismo, por cierto, no deja de ser una ideología de sustitución que heredó muchos de sus elementos cuando la religión empezó a perder fuerza como generador de identidad colectiva. La identidad es una mentira necesaria que mana del hecho de que aunque consideremos que es una ficción, es decir que es siempre falsa porque no hay identidad verdadera que podamos conocer, su existencia es real y fundamental para el sostenimiento de la realidad. 


 
   Si intentamos sistematizar los rasgos, señas o ingredientes identitarios que configuran nuestra identidad individual o colectiva, nos encontramos enseguida con que atendemos solo a unas pocas categorías como, por ejemplo, raza, nación, religión, lengua o clase social, que cambian con el transcurso de los tiempos, y descuidamos otros ingredientes que pueden llegar a ser tanto o más significativos, como, por ejemplo, la generación a la que pertenecemos, hijos que somos de nuestro tiempo casi más que de nuestros padres, nuestro estado de salud, la profesión que ejercemos, los amores y los odios que conforman nuestros gustos, las opiniones que más que tenerlas nos tienen a nosotros, y las preferencias personales que profesamos o que no profesamos, porque los ingredientes identitarios no son solo importantes por su presencia, sino también cuando brillan por su ausencia; estar en paro, por ejemplo, o no ser partidario de ningún equipo de balompié ni interesarse siquiera por el deporte rey pueden suponer, en ciertos contextos, una parte esencial de la identidad de una persona. A Borges, por cierto, se le atribuye el dicho de que el fútbol era popular porque la estupidez era popular.

    Los nacionalismos, que Borges definía como “espectros colectivos”, son ideologías falsas -no vamos a decir irreales porque desgraciadamente son demasiado reales- en tanto en cuanto defienden, en palabras borgianas, “el prejuicio del que adolecen todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de su sangre”. Cuando estos espectros colectivos o ficciones políticas e ideológicas alcanzan el poder institucional terminan contaminado la realidad y la vida de quienes quedan presos de sus delirios. Es absurdo, escribió, idolatrar a un adefesio porque es autóctono. 

 
    En «Historia de los ecos de un nombre», recogido en Otras inquisiciones, Borges evoca cómo, en sus últimos años de vida, Jonathan Swift «empezó a perder la memoria» y un día, loco y moribundo, le oyeron repetir la tautología divina «soy lo que soy, soy lo que soy».

lunes, 25 de abril de 2022

Con re-Tintín

    Informaba el otro día un periódico local digital de la reciente publicación entre nosotros del cómic La Isla Negra, el séptimo álbum de Hergé de las aventuras de Tintín, en cántabru, lo que según el susodicho diario suponía “un hito para la sociedad cántabra”.
 
    Dentro de lo que podríamos llamar la reinante onfaloscopia o acción de contemplarse el propio ombligo, según el neologismo ferlosiano, se incluye en los currículos de la escuela el estudio de los ríos de Cantabria como el Pas o el Asón, por ejemplo, antes que los ríos del mundo como el Nilo o el Amazonas, en aplicación de la doctrina pedagógica de comenzar enseñando lo local antes de abordar lo global, lo que reduce considerablemente el campo de visión de los alumnos. Lo mismo sucede con la mitología y el patrimonio arqueológico y ahora también lingüístico de Cantabria, labor esta última que se adereza con la creación de una literatura popular infantil en lengua 'propia', a lo que contribuye sin duda la publicación de este cómic.
 
 
     Pero ¿qué es esto del cántabru? Pues va a ser que es algo similar, a lo que parece, a la cantilena aquella que cantábamos cuando éramos pequeños jugando con las vocales de: “Cuando Fernando Séptimo usaba paletó”. El paletó, por cierto, era una prenda de vestir francesa (“paletot” en la lengua de Molière), una levita un poco más larga y holgada. Se cantaba primero sólo con la “a”:  Canda Farnanda Sáptama asaba palatá, luego con la “e” y así sucesivamente hasta completar todo el repertorio vocálico. 
 
    Pues algo así parece que es el cántabru que se nos quiere imponer subrepticiamente: consiste básicamente por un lado en coger el castellano y sustituir las -e finales por -i: (genti, demontri, óndi en lugar de gente, demontre y dónde, por ejemplo), fenómeno que se generaliza al presente de subjuntivo de los verbos de la primera conjugación, que en castellano se forman con -e (prigunti, enfadin en lugar de pregunte y enfaden); y por otro lado en cambiar las -o finales por -u (muchu, peru, tampocu en vez de mucho, pero, tampoco), y poca cosa más, como algunas palabras en vías de extinción de las hablas rurales de las distintas comarcas (lebaniega, trasmerana, campurriana, pejina, pasiega... ) de lo que se denominó geográficamente La Montaña y, más recientemente, Cantabria, tras la proclamación del glorioso Estatuto de Autonomía en 1981, hace ya algo más de cuarenta años.
 
    Con la invención, según algunos resurrección, del cántabru ya tenemos lengua propia, que es lo que nos faltaba para tener una identidad propia concorde con el marco legal político y económico de la autonomía. Ya sólo nos queda la fundación de una Real Academia de la Lengua Cántabra para que redacte una Gramática, que no será descriptiva sino prescriptiva en los centros de enseñanza, desde la escuela hasta la universidad, y un Diccionario, dado que las características lingüísticas del cántabru no están debidamente normativizadas todavía, para lo que es fundamental el apoyo imprescindible de las instituciones autonómicas.
 
 
    Como muestra un ejemplo de cántabru: He aquí la reflexión que hace Raúl Molleda, uno de los pocos que escriben así en la prensa local, a propósito de la la “intidá”, como dice él, de Cantabria, que ni siquiera los cántabros conocen, desconocimiento que no se debe tanto a la ignorancia como a la inexistencia de dicha identidad que sin embargo los políticos e intelectuales afines se empeñan en crear para justificar su propia existencia: Porque es de vergüenza, si lo habiera, que haiga genti de juera que se prigunti óndi demontri está la intidá de los cántabros, y los cántabros se enfadin muchu peru tampocu sepan contestar óndi. Lo que viene a ser en castellano: Porque es de vergüenza, si la hubiera, que haya gente de fuera que se pregunte dónde demontre está la identidad de los cántabros, y los cántabros se enfaden mucho pero tampoco sepan contestar dónde.
 
    El problema de la identidad nacional que plantea Raúl Molleda preocupa tanto a los nacionalistas centrales, que son los nacionalistas españoles, españolistas o centralistas a la antigua usanza, como a los periféricos, que son los nacionalistas vascos, gallegos, catalanes... y cántabros, que ahora claman por la endependencia, como dicen ellos.
 
    Este tema ha preocupado mucho también al gobierno francés que hace unos años lanzó un debate sobre en qué consistía la identidad nacional francesa, precisamente. Los franceses, según parece, gustan de mirarse el ombligo porque precisamente se creen el ombligo del mundo. Ellos, tan chovinistas que cantan La Marsellesa antes de los partidos de balompié de la selección gala y agitan la bandera tricolor como si estuvieran en el campo de batalla luchando a muerte por la liberté, egalité y fraternité, no saben cómo definir su identidad con los rasgos exclusivos que excluyan a los demás, a los que no son franceses. (A los españoles no van a excluirnos, porque, después de todo, somos buenos vecinos y nos gobierna la misma moneda, que es el Euro, pero a los africanos seguro que sí).
 
 
    La identidad nacional es un concepto nacionalista, un fetiche ficticio, valga la redundancia etimológica, que se pretende totalitario y cerrado, y, que resulta por lo tanto, excluyente: crea un nosotros y lo opone a un ellos, los que “no son de los nuestros”. Esa creencia, absurda como todas, justifica la realidad de las fronteras, muros que para muchos resultan infranqueables, sobre todo para los extranjeros procedentes de países pobres, o, más bien, empobrecidos, carentes como suelen estar de papeles que justifiquen su identidad.
 
    El que fuera presidente del gobierno español don Felipe González dijo en una ocasión: “Es difícil ser español o ser vasco porque no nos ponemos de acuerdo en qué consiste.” ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo en qué consiste ser españoles si no sabemos qué es España y qué es ser español, si no son más que ideas impuestas, sociales y no naturales, extrañas a la razón común? No es que sea difícil, es que es imposible. Pero sin embargo nos empeñamos en ello. O mejor dicho: hay quien, en lugar de dejarnos en paz, se empeña en que seamos españoles o vascos o andaluces o mallorquines o europeos, para lo que es preciso adoctrinarnos.
 
    Además de nuestro carácter de españoles y de nuestros diecisiete regionalismos y nacionalismos, que nos hacen vascos, catalanes, andaluces, cántabros etc, hay que sumar ahora, además, el carácter de Comunitarios de Europa que tenemos todos. En nuestros ayuntamientos, en efecto, ondean cuatro pendones por lo menos: el europeo, el español, el de la comunidad autónoma, y el del propio municipio. Y uno se pregunta: tantas banderas ¿para qué? ¿a qué bueno?
 
 
    Indudablemente, para que haya extranjeros. Interesa que haya quienes no son de los nuestros. Para ello se crea una nacionalidad, se excluye del grupo humano de esa nacionalidad a los demás, y se establecen las fronteras. Pero el problema no radica en que haya extranjeros, sino en que existan fronteras. Si no hubiera fronteras, no habría tampoco extranjeros.
 
    La pregunta “¿qué es?” sirve para poner en solfa y cuestión y disolver cualquier etiqueta identitaria que pretenda clasificarnos, cualquier atributo que le pongamos al verbo ser. ¿Qué es ser español o cántabro? ¿Qué es ser…? Pronto descubrimos que no lo sabemos, porque esa categoría “español” o “cántabro” por la que preguntamos -y preguntamos por ella porque ponemos en duda la verdad y no la realidad de su existencia- es una idea impuesta, un rótulo que intenta describir y a la vez prescribir nuestro comportamiento, y que, por lo tanto, coarta a modo de las cuatro tablas de un ataúd nuestra libertad.
 
    ¿No será nuestra identidad tanto la individual y personal, como la colectiva en general, un fetiche y un engañabobos laboriosamente forjados a lo largo del tiempo por nuestra propia y vana pretensión, condenada al fracaso, de tener una identidad que no sea falsa, hipócrita y teatral? No hay verdadera identidad. La identidad es real, pero todas las identidades son falsas. Liberémonos de todas las etiquetas. Dejemos de ser españoles, cántabros, creyentes, demócratas o lo que se nos ocurra… y empecemos a ser libres. A ver qué pasa.

sábado, 8 de febrero de 2020

Orgullo nacional

La nacionalidad nos viene dada por derecho de nacimiento, como la raza y el sexo. ¿A qué fin voy a sentirme yo orgulloso de ser blanco, por ejemplo, español y macho o hembra? ¿Acaso las ratas parduscas españolas macho pueden sentirse orgullosas de ser españolas, pardas y machos y no portuguesas, albinas y hembras, por ejemplo? 

Puedo sentirme orgulloso de lo que hago o de lo que dejo de hacer, porque eso depende de mi voluntad, pero no de lo que soy, de mis señas de identidad o huella dactilar, porque eso sería un orgullo ontológico, y metafísico, ajeno por completo a mí. 

Por la historia española o por la de cualquier otra nación, por cierto, no puede sentir uno mucha simpatía tampoco sin avergonzarse también bastante. Podría enorgullecerme de la corte de Toledo, donde convivieron bajo Alfonso X el Sabio moros, judíos y cristianos en paz y armonía, pero no me enorgullezco, sino todo lo contrario, de la España de los Reyes Católicos, que expulsaron –excluyeron, diríamos hoy- a moros  y judíos de la península ibérica, y patrocinaron el genocidio del descubrimiento de América subvencionándolo. 

En la historia de España hay tantos episodios y tan diversos unos de otros que resulta imposible hacer una suma y un balance y decir si sentimos más orgullo o vergüenza de ser españoles.



La nacionalidad no es algo que se elija, nos viene dado genéticamente de nacimiento. Lo mismo que resultaría absurdo decir que me siento orgulloso de ser europeo, porque eso no tiene ningún mérito. Yo no he hecho nada para nacer en Europa ni para sentirme orgulloso de ser europeo. 

La nacionalidad no se puede elegir, pero se puede elegir ser nacionalista o no. Eso sí que depende de nosotros. Y yo, desde luego, no soy nacionalista, sino todo lo contrario: me declaro antinacionalista. Y, en ese sentido, soy español, sí, eso no puedo negarlo, pero no españolista, ni siento ningún orgullo patriotero de ser español, sino todo lo contrario. Me enorgullezco de no ser españolista. 

Y es que yo me avergüenzo de España. A mí también me duele España. Es más, me jode España, lo mismo que me joden Francia y Portugal, y no digamos las patrias chicas que, no contentas con la grandeza de su pequeñez, aspiran a ser estados y naciones, es decir, cárceles como las otras. 

Porque me duele que haya naciones y nacionalidades y nacionalismos, que no dejan de ser jaulas del zoológico de estos monos pelones que somos los seres humanos. Me duele que haya patrias. Sólo tengo cierto cariño por las patrias que son tan chicas, tan minúsculas que no existen.