martes, 13 de febrero de 2024

España (IV)

     Spain is different. España es la marca registrada de una denominación de origen: made in Spain. La frase publicitaria de que España era diferente que acuñó el Ministerio de Información y Turismo allá por los años 60 es la responsable de la imagen que se vendía en el extranjero de nuestro país: el sol imperturbable de las costas mediterráneas, que a veces sale por Antequera, los toros de lidia, el flamenco, las sevillanas de la feria de abril, la guitarra naturalmente española y flamenca, la sardana, la tortilla de patatas con cebolla, el bacalao al pilpil y la paella valenciana, sin olvidar otras delicias culinarias autonómicas y gastronómicas como la fabada asturiana, el cocido garbancero madrileño o el gazpacho andaluz. España es un país íntegramente vendido al turismo, es decir, prostituido. El turismo, en efecto, es la primera industria nacional, ya que representa en torno al 12 por ciento del PIB y del empleo (temporal o fijo-discontinuo) de nuestro país.  A una oferta de sol, playa y bajos precios se han superpuesto valores adicionales como son el deporte, con el golf como protagonista, la cultura subvencionada, la naturaleza constreñida en parques nacionales, la gastronomía, la aventura programada de emborracharse y tirarse por el balcón, el entretenimiento reducido a los parques temáticos... para que la idea de España exportada al extranjero siga cotizando en la bolsa de valores turísticos. España es diferente de sí misma, como cualquier idea de la cosa que representa.


    La España chovinista que se enorgullece de ser lo que es, menuda cosa, como aquel milico franchute llamado Nicholas Chauvin, bastante corto de entendederas, que, cuando le preguntaban quién era, sólo sabía contestar una y otra vez, como un disco de vinilo rayado: Soy francés, soy Chauvin, en un acceso de soberbia redundante y orgullo patriótico. Somos lo que somos porque eso es lo que hemos heredado de nuestros padres, como los condes y marqueses de la Chorrapelada, es un decir, que han heredado sus títulos de nobleza del Antiguo Régimen sin ningún mérito. Soy francés, soy Chauvin. O, como diría un castizo: Soy español (o asturiano, o aragonés, o andaluz o vasco, que todo es lo mismo), soy Pepín. Así es la España castiza y petardera que arde en verano, borracha de tinto peleón y garrafonazo, en inútiles fuegos artificiales y gasta toda la pólvora en salvas, que hace explotar sonoras bombas y la traca final, con la misma alegría del que se tira un pedo en botija vacía, como dice Rafael Sánchez Ferlosio, para que, actuando como caja de resonancia, amplifique su sonido y lo haga retumbar atronador.

 

     El caballo percherón del Caudillo. No pocos progresistas se han alegrado del desmantelamiento de la estatua ecuestre del generalísimo Franco de su tierra natal de La Coruña, siguiendo la consigna de 'simbolo franquista, fuera de la vista'. Años atrás se desmanteló la de Valencia. Poco después la de Santander, sita en la mismísima plaza del Ayuntamiento, sobre la que las palomas depositaban con fruición sus excrementos. Son pocos símbolos los que quedan ya en esta España democrática, constitucional y autonómica de la otra España, la franquista y nacional-católica, antecesora y madre de ésta. Note el agudo lector que no hemos incluido en la frase anterior el adverbio inciso “afortunadamente”, como cabría esperar en una entrada de un blog más o menos políticamente correcto y democrático. Y es que, siendo como somos de la escuela de Pirrón, bastante escépticos, creemos que no por desmantelar los símbolos cambia de verdad la realidad: lo único que cambian son los nombres propios -ni siquiera los comunes. Cambia la apariencia, no la sub-stancia, o sea, lo que está por debajo de ella. Se han cambiado, por ejemplo, también casi todos los rótulos de las calles: la calle 18 de Julio ya no recuerda con su ominosa fecha el alzamiento nacional, ahora se llama Avenida de la Constitución y evoca nuestra Charta Magna... Puro nominalismo, porque la calle sigue siendo la misma y lo mismo, se llame como se llame: un camino público entre dos filas de celdas colmeneras, generalmente asfaltado, para que circulen sin mayor problema que una pequeña reducción de velocidad los popós, sin atropellar a muchos viandantes, y para que puedan aparcar a su vera. 

 

Pero habría que apuntar una nueva razón de índole estética para desmantelar la estatua: el generalísimo Franco era un pésimo jinete, como don Baldomero Espartero, que fuera regente de la reina Isabel II durante su minoría de edad: un desastre de regente, a decir de la mayoría de los historiadores. Ambos mílites gloriosos fomentaron la creación ególatra de estatuas ecuestres para que sus nobles figuras destacasen en medio del paisaje urbano. En los Madriles aún se alza, al parecer, la estatua de Espartero, pero lo que más recuerda la gente no es ni su regencia desastrosa ni la persona de este militroncho, sino los prodigiosos testículos, a todas luces desmesurados, de los que dotó el escultor al jamelgo. Por algo se dice, cuando alguien es muy corajudo, aquello de que tiene los cojones más grandes o largos que los del mismísimo caballo de Espartero, porque en esta tierra de María Santísima los cojones son atributos de valor y de carácter y dotes de mando, y si no, véase el caso ya comentado de la católica reyna o el que puso Federico García Lorca sobre las tablas de doña Bernarda Alba: para cojones, los suyos. 

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