viernes, 23 de febrero de 2024

A España ya no la conoce ni Dios.

    A España no la conoce ya... ni la (¿puta?) madre que la parió: Un vicepresidente o algo así de un gobierno democrático dijo eso o algo parecido antaño, si no recuerdo mal. Estoy hablando de la friolera de hace ya algo más de cuarenta años, que si veinte no son nada, según la vieja milonga del tango, cuarenta son eso mismo duplicado. Exactamente dijo,  vía hemeroteca: "A España no la va a conocer ni la madre que la parió". Lo de la '¿puta? madre' era un falso recuerdo personal. Sin embargo, sin embargo... ha llovido bastante en este rabo de toro de la vieja Europa, aquella princesa fenicia raptada por Zeus y sometida en la isla de Creta a violación. Asistíamos, en aquel entonces, estamos hablando de 1982, a la ilusión colectiva del fenómeno del cambio, que al final se quedó en mero recambio de algunas piezas para el mejor funcionamiento del engranaje de la vieja maquinaria. 
 
    Un partido político, fundado por don Pablo Iglesias, cuyo acrónimo tenía cuatro letras, alcanzaba la mayoría absoluta en las urnas. Con el ejercicio del poder, perdería pronto la doncellez de las dos letras centrales: la S de socialista y la O de obrero, para quedar reducidas sus siglas a la primera y la última: Partido Español. El Partido Español (en adelante P.E.) había apostado por el cambio. Era la palabra mágica, la clave y la llave de su victoria electoral rotundamente mayoritaria en las urnas. Hace cuatro décadas de aquello... 
 
    ¿Qué ha pasado desde entonces? Hagamos balance: no ha pasado nada. Tras la ilusión del engaño vino la lúcida desilusión del desengaño que nos hace ver que no ha cambiado nada, o, para ser más exactos, que todo ha cambiado para poder seguir igual, como suele suceder con las mudanzas de este mundo. 
 
     Analicémoslo, no vayamos a ser acusados de triviales y frívolos, y de estar expresando una mera opinión personal. Argumentemos: Uno de los corifeos de ese P.E. constata en la prensa, por ejemplo, que España se modernizó, lo que se puede comprobar todavía empíricamente: Uniformes militares, sotanas y hábitos de monjas, por ejemplo, desaparecieron de las calles. Es cierto, pero no nos llamemos a engaño: no deja de ser un cambio meramente estético y sólo aparente. Cualquiera podría juzgar apresuradamente que ya no hay curas ni monjas en la España de María Santísima, válgame Dios, a tenor de la ausencia de sotanas y de tocas por las calles, ni tampoco militronchos, dado que no se lucen casacas, guerreras, galones y viseras más que en las contadas ocasiones de fervorosa exaltación constitucional patriótica... 
 
 
 
    Sin embargo, no te fíes, lector: harás bien en desconfiar. Han desaparecido los hábitos, pero no los curas, las monjas ni los soldaditos de plomo que se enamoran de las bailarinas mercenarias. E incluso, en este último campo de batalla, la entrada en la (pos)modernez ha supuesto un paso adelante, es decir un paso al frente, ar, mucho más terrible, si cabe, con la desaparición del servicio militar obligatorio, la vieja mili con la que los abuelos daban la turra, la tabarra y el tueste a las nuevas generaciones contando batallitas, y con la profesionalización concomitante, que acarrea el mercenariado del servicio al rey, y la incorporación de la mujer, con el ejemplo real de Su Alteza Real la princesa de Asturias y futura reyna, si Dios quiere y no lo remedia, a las nuevas fuerzas armadas profesionales, so pretexto de no discriminación sexual. 
 
    La auténtica modernidad, el auténtico cambio o ruptura con el pasado, por el que había apostado el poeta visionario adolescente Arthur Rimbaud cuando exclamó que era menester changer la vie, que quería decir “cambiar” la vida y no “canjearla” por sus sucedáneos, hubiera sido la desaparición del clero y del ejército, no lo que ha sucedido, que es que han desaparecido los uniformes. Paradójicamente, todos vestimos igual, siguiendo los dictámenes de la Moda impuesta desde arriba. 
 
    Ante la amenaza crítica que se cernía sobre los cuerpos represivos del Estado, según la vieja expresión retórica del siglo XX, de renovarse o morir, decidieron adaptarse a los nuevos tiempos: su supervivencia camaleónica entre la población civil ha conllevado, por otro lado y como terrible contrapartida, oh paradoja, una militarización y clericalización, laica, de tintes ecologistas, pero no por ello menos clericalización, de toda la sociedad que corre el peligro de pasar desapercibida. 
 
    El hecho de que un soldadito español, soldadito valiente, pueda salir atuendado de paisano del cuartel como la cosa más normal del mundo a echar una cana al aire, metáfora del polvo consuetudinario del sábado sabadete, no significa que el cuartel haya desaparecido, sino que se ha camuflado: y el camuflaje, tengámoslo presente, es una de las más viejas artes militares. 
 
    ¡Que viene la pareja (de hecho) de la Guardia Civil! No es raro, en este contexto, que un número del cuerpo de la Guardia Civil, por ejemplo, haya solicitado ahora a sus superiores, como ha sucedido recientemente, permiso para cohabitar en una casa-cuartel con su novio y pareja de hecho, y es que el Benemérito cuerpo puede hacerse a todo con tal de subsistir, incluida la sodomía, considerada antaño antinatural y pecaminosa -recuérdese que el propio Jehová arrasó Sodoma y Gomorra porque los sodomitas quisieron abusar de sus ángeles, prefiriéndolos a las venerandas hijas de Lot. Le han concedido el permiso, no faltaba más. 
 
    Decía el chiste que la única pareja que no se besaba era la de la guardia civil... Pues bien: eso es historia, agua pasada que no mueve molino. Cabe la posibilidad de que la parejilla sea homosexual y gusten el uno o la una de los labios del otro o de la otra, cosa que a mí no me parece, mal, no se me malentienda. De hecho, según sus ordenanzas, pueden morrearse hasta donde permita el decoro y siempre fuera de servicio y en privado. Lo importante es que siga habiendo Guardia Civil, que es de lo que se trataba, no faltaba más, y que siga habiendo casas-cuartel, o sea, casas que sean cuarteles y cuarteles que sean casas. Si para eso hay que prescindir del emblemático tricornio, como ordenó en 1989 el que fuera director general de la benemérita institución, don Luis Roldán, se prescinde del sombrero de tres picos o se reserva sólo para las grandes ocasiones de gala; así se garantiza que no vaya a desaparecer la benemérita institución, sino que se diluya entre el resto de la sociedad civil, como si no existiera. 
 
     Por eso mismo, no haremos mal en evocar aquí, contra la amnesia, aquellos versos eternos del Romance de la guardia civil española de don Federico García Lorca: Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras. / Con el alma de charol, / vienen por la carretera...

2 comentarios:

  1. Desde la anunciada, a bombo y platillo, transición han sido muchas las transformaciones y ha sido tanto el apego al sonido 'trans' que hasta las almas en su delirio quieren transustanciarse y olvidarse de su condición por imperativo de la transformación. El Mercado siempre tan magnético establece la polarización: ir contra los tiempos o dejarse transportar por ellos.

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    1. Efectivamente, España se ha vuelto trans-formista para seguir siendo en el fondo la misma.

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