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domingo, 22 de septiembre de 2024

Identidad nacional y personal

    Un histórico líder sindicalista y socialista que fuera secretario general de la Unión General de Trabajadores durante más de veinte años (1994-2016) aboga por recuperar el servicio militar obligatorio en España, la vieja mili, como una manera de “repasar los rasgos que nos unen” a todos los españoles, ya que se "se está deshilachando la identidad nacional". 
 


    Llama mi atención enseguida el uso de dos metáforas costureras: el deshilachamiento de la identidad nacional, y la necesidad de repasarla, en el sentido de recoser o remendar la ropa que lo necesita, zurciéndola.  En una entrevista concedida a la prensa a raíz de la publicación de su ensayo titulado “Por una nueva conciencia social” (Deusto, 2024), decía literalmente: "Defiendo la recuperación de la mili; una mili diferente de la de mi época, de unos meses y que evidentemente sea paritaria". Con lo de 'paritaria' supongo que se refiere a que no discrimine a las mujeres, es decir, que sea obligatoria para los varones, como lo era antaño, y para las féminas. Ahí tenemos a la princesa dando ejemplo y formándose militarmente en ardor guerrero para ser la futura jefa del Estado.
 
    Habría que especificar también que, como contempla la constitución española, se reconozca el derecho a la objeción de conciencia, y por lo tanto aquellos españoles que se declaren objetores no podrán ser obligados a empuñar las armas, aunque podrán desempeñar un servicio social alternativo que sirva también para recoser nuestra deshilachada identidad, por seguir con la metáfora del sastre.
 
 
    El líder sindicalista que ya ha pasado a la historia porque ya es histórico pone como ejemplo de país europeo y moderno donde los haya que ha recuperado el servicio a las armas a Suecia, que siempre nos ha dejado con la boca abierta a los españolitos por los ojos azules y blondos cabellos de los suecos y las suecas, que cuando venían a España a veranear en los años oprobiosos de la dictadura no dudaban en exhibir sus carnes al sol y sus osados biquinis.
 
    El sindicalista ugetero se ha mostrado partidario de recuperar -no sé si dijo exactamente 'restaurar'- dicho servicio, aunque ha reconocido que “los primeros que están en contra son los militares profesionales, porque quieren dirigir el gasto hacia la inversión tecnológica”.
 
    Detengámonos un poco en la metáfora que ha empleado el líder sindicalista: La identidad española debe ser algo muy frágil, ya que ha perdido las hilachas que se desprenden del tejido que hemos de suponer raído por el uso. La identidad nacional se nos rompió como el amor de tanto usarlo, que decía la canción, lo que pone de relieve que no era muy consistente su tejido. La identidad nacional viene a ser en la imaginería de la metáfora así algo como un trozo de tela, una prenda con la que recubrimos la desnudez de nuestros propios cueros. Imaginemos que se trata, por ejemplo, de una bandera, que según él "en España, a diferencia de Estados Unidos, no nos emociona", bandera que no deja de ser un trozo de tela que se emplea como enseña de una nación. Y a ese pendón, que representa nuestra identidad, se le jura fidelidad, en el acto solemne de la jura de fidelidad a la bandera. Con la bandera se ha recubierto muchas veces el ataúd de los que han caído en defensa de la tierra de su padre, la madre patria.
 
 
    La defensa de la identidad nacional me recuerda un poco a la defensa de esa otra identidad, que es la personal, que hace por ejemplo que una fundación privada que lleva el nombre de un político catalán dedique sus fondos económicos a investigar que la enfermedad que diagnosticó el doctor Alzheimer deje de arrebatarnos la identidad a las personas, olvidando que esa pérdida no deja de ser una ganancia, ya que como escribió el sabio Aristóteles los viejos “viven más del recuerdo que de la esperanza, porque de la vida lo que les queda es poco y lo pasado mucho, y la esperanza es del futuro, mas la memoria del pasado. Lo cual es causa de su locuacidad, pues pasan su tiempo hablando del pasado, porque con los recuerdos se complacen”.
 
    No hay nada de malo en que se deshilache la máscara de nuestra identidad personal o nacional. No hace falta que venga ningún alfayate a remendar nuestra identidad haciéndonos empuñar el chopo. No hace falta que vuelva la puta mili, porque el servicio militar obligatorio no se ha ido nunca, ya está implantado y es paritario desde hace tiempo en las Españas con una duración de diez años, desde los 6 hasta los dieciséis,   bajo los nombres de EP, Educación Primaria, y ESO, Educación Secundaria Obligatoria.

lunes, 25 de abril de 2022

Con re-Tintín

    Informaba el otro día un periódico local digital de la reciente publicación entre nosotros del cómic La Isla Negra, el séptimo álbum de Hergé de las aventuras de Tintín, en cántabru, lo que según el susodicho diario suponía “un hito para la sociedad cántabra”.
 
    Dentro de lo que podríamos llamar la reinante onfaloscopia o acción de contemplarse el propio ombligo, según el neologismo ferlosiano, se incluye en los currículos de la escuela el estudio de los ríos de Cantabria como el Pas o el Asón, por ejemplo, antes que los ríos del mundo como el Nilo o el Amazonas, en aplicación de la doctrina pedagógica de comenzar enseñando lo local antes de abordar lo global, lo que reduce considerablemente el campo de visión de los alumnos. Lo mismo sucede con la mitología y el patrimonio arqueológico y ahora también lingüístico de Cantabria, labor esta última que se adereza con la creación de una literatura popular infantil en lengua 'propia', a lo que contribuye sin duda la publicación de este cómic.
 
 
     Pero ¿qué es esto del cántabru? Pues va a ser que es algo similar, a lo que parece, a la cantilena aquella que cantábamos cuando éramos pequeños jugando con las vocales de: “Cuando Fernando Séptimo usaba paletó”. El paletó, por cierto, era una prenda de vestir francesa (“paletot” en la lengua de Molière), una levita un poco más larga y holgada. Se cantaba primero sólo con la “a”:  Canda Farnanda Sáptama asaba palatá, luego con la “e” y así sucesivamente hasta completar todo el repertorio vocálico. 
 
    Pues algo así parece que es el cántabru que se nos quiere imponer subrepticiamente: consiste básicamente por un lado en coger el castellano y sustituir las -e finales por -i: (genti, demontri, óndi en lugar de gente, demontre y dónde, por ejemplo), fenómeno que se generaliza al presente de subjuntivo de los verbos de la primera conjugación, que en castellano se forman con -e (prigunti, enfadin en lugar de pregunte y enfaden); y por otro lado en cambiar las -o finales por -u (muchu, peru, tampocu en vez de mucho, pero, tampoco), y poca cosa más, como algunas palabras en vías de extinción de las hablas rurales de las distintas comarcas (lebaniega, trasmerana, campurriana, pejina, pasiega... ) de lo que se denominó geográficamente La Montaña y, más recientemente, Cantabria, tras la proclamación del glorioso Estatuto de Autonomía en 1981, hace ya algo más de cuarenta años.
 
    Con la invención, según algunos resurrección, del cántabru ya tenemos lengua propia, que es lo que nos faltaba para tener una identidad propia concorde con el marco legal político y económico de la autonomía. Ya sólo nos queda la fundación de una Real Academia de la Lengua Cántabra para que redacte una Gramática, que no será descriptiva sino prescriptiva en los centros de enseñanza, desde la escuela hasta la universidad, y un Diccionario, dado que las características lingüísticas del cántabru no están debidamente normativizadas todavía, para lo que es fundamental el apoyo imprescindible de las instituciones autonómicas.
 
 
    Como muestra un ejemplo de cántabru: He aquí la reflexión que hace Raúl Molleda, uno de los pocos que escriben así en la prensa local, a propósito de la la “intidá”, como dice él, de Cantabria, que ni siquiera los cántabros conocen, desconocimiento que no se debe tanto a la ignorancia como a la inexistencia de dicha identidad que sin embargo los políticos e intelectuales afines se empeñan en crear para justificar su propia existencia: Porque es de vergüenza, si lo habiera, que haiga genti de juera que se prigunti óndi demontri está la intidá de los cántabros, y los cántabros se enfadin muchu peru tampocu sepan contestar óndi. Lo que viene a ser en castellano: Porque es de vergüenza, si la hubiera, que haya gente de fuera que se pregunte dónde demontre está la identidad de los cántabros, y los cántabros se enfaden mucho pero tampoco sepan contestar dónde.
 
    El problema de la identidad nacional que plantea Raúl Molleda preocupa tanto a los nacionalistas centrales, que son los nacionalistas españoles, españolistas o centralistas a la antigua usanza, como a los periféricos, que son los nacionalistas vascos, gallegos, catalanes... y cántabros, que ahora claman por la endependencia, como dicen ellos.
 
    Este tema ha preocupado mucho también al gobierno francés que hace unos años lanzó un debate sobre en qué consistía la identidad nacional francesa, precisamente. Los franceses, según parece, gustan de mirarse el ombligo porque precisamente se creen el ombligo del mundo. Ellos, tan chovinistas que cantan La Marsellesa antes de los partidos de balompié de la selección gala y agitan la bandera tricolor como si estuvieran en el campo de batalla luchando a muerte por la liberté, egalité y fraternité, no saben cómo definir su identidad con los rasgos exclusivos que excluyan a los demás, a los que no son franceses. (A los españoles no van a excluirnos, porque, después de todo, somos buenos vecinos y nos gobierna la misma moneda, que es el Euro, pero a los africanos seguro que sí).
 
 
    La identidad nacional es un concepto nacionalista, un fetiche ficticio, valga la redundancia etimológica, que se pretende totalitario y cerrado, y, que resulta por lo tanto, excluyente: crea un nosotros y lo opone a un ellos, los que “no son de los nuestros”. Esa creencia, absurda como todas, justifica la realidad de las fronteras, muros que para muchos resultan infranqueables, sobre todo para los extranjeros procedentes de países pobres, o, más bien, empobrecidos, carentes como suelen estar de papeles que justifiquen su identidad.
 
    El que fuera presidente del gobierno español don Felipe González dijo en una ocasión: “Es difícil ser español o ser vasco porque no nos ponemos de acuerdo en qué consiste.” ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo en qué consiste ser españoles si no sabemos qué es España y qué es ser español, si no son más que ideas impuestas, sociales y no naturales, extrañas a la razón común? No es que sea difícil, es que es imposible. Pero sin embargo nos empeñamos en ello. O mejor dicho: hay quien, en lugar de dejarnos en paz, se empeña en que seamos españoles o vascos o andaluces o mallorquines o europeos, para lo que es preciso adoctrinarnos.
 
    Además de nuestro carácter de españoles y de nuestros diecisiete regionalismos y nacionalismos, que nos hacen vascos, catalanes, andaluces, cántabros etc, hay que sumar ahora, además, el carácter de Comunitarios de Europa que tenemos todos. En nuestros ayuntamientos, en efecto, ondean cuatro pendones por lo menos: el europeo, el español, el de la comunidad autónoma, y el del propio municipio. Y uno se pregunta: tantas banderas ¿para qué? ¿a qué bueno?
 
 
    Indudablemente, para que haya extranjeros. Interesa que haya quienes no son de los nuestros. Para ello se crea una nacionalidad, se excluye del grupo humano de esa nacionalidad a los demás, y se establecen las fronteras. Pero el problema no radica en que haya extranjeros, sino en que existan fronteras. Si no hubiera fronteras, no habría tampoco extranjeros.
 
    La pregunta “¿qué es?” sirve para poner en solfa y cuestión y disolver cualquier etiqueta identitaria que pretenda clasificarnos, cualquier atributo que le pongamos al verbo ser. ¿Qué es ser español o cántabro? ¿Qué es ser…? Pronto descubrimos que no lo sabemos, porque esa categoría “español” o “cántabro” por la que preguntamos -y preguntamos por ella porque ponemos en duda la verdad y no la realidad de su existencia- es una idea impuesta, un rótulo que intenta describir y a la vez prescribir nuestro comportamiento, y que, por lo tanto, coarta a modo de las cuatro tablas de un ataúd nuestra libertad.
 
    ¿No será nuestra identidad tanto la individual y personal, como la colectiva en general, un fetiche y un engañabobos laboriosamente forjados a lo largo del tiempo por nuestra propia y vana pretensión, condenada al fracaso, de tener una identidad que no sea falsa, hipócrita y teatral? No hay verdadera identidad. La identidad es real, pero todas las identidades son falsas. Liberémonos de todas las etiquetas. Dejemos de ser españoles, cántabros, creyentes, demócratas o lo que se nos ocurra… y empecemos a ser libres. A ver qué pasa.