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miércoles, 1 de julio de 2020

Miedo y virus (y 3)

Hay muchas versiones de la fábula del Miedo y la Peste virulenta. Sería interesante encontrar la fuente común, probablemente oral y ánónima, de la que emanan todas ellas. Partamos de la que presenta el periodista Julio Camba en su recopilación de artículos Esto, lo otro y lo de más allá (1945), titulada “La peste y el miedo”, que dice literalmente así: 

Cuenta la fábula que un rey árabe se encontró una vez a la Peste en el desierto. 
—¿A dónde vas con tanta prisa? —le preguntó.
—Voy a Bagdad a segar cinco mil vidas con esta guadaña. —También yo me encamino hacia allá —exclamó el rey—. Ya hablaremos a la vuelta. 
Y a la vuelta, el rey le dijo a la Peste: 
 —Has faltado a la verdad. Me dijiste que ibas a segar cinco mil vidas y segaste cincuenta mil. 
—Te han engañado, señor —repuso la Peste—. No segué ni una más de las cinco mil vidas que te había anunciado, pero el Miedo anda siempre detrás de mí y él fue quien segó todas las otras… 

La Peste mata y por eso se la tiene miedo, pero el Miedo mata muchísimo más que la Peste. El miedo de una cosa es siempre peor que la cosa misma.

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Miniatura de Nasreddin Hodja, siglo XVII

Algunas versiones sustituyen la figura del rey por la de un peregrino que a veces viene de la Meca de su peregrinación a la Caaba, otras de Alejandría, de Samarcanda, Damasco o de Bagadad. En todas ellas varía la cifra de los muertos, pero siempre tienen en común lo mismo: el miedo ha matado más que la propia plaga de la peste. La versión más larga y elaborada literariamente hablando que he encontrado es la siguiente, ambientada en el desierto y llena de colorido. Está tomada del blog Cuento arábigos:

Una caravana de mercaderes y peregrinos atravesaban lentamente el desierto. De pronto, a lo lejos, apareció un veloz jinete que surcaba las arenas como si su caballo llevara alas. Cuando aquel extraño jinete se acercó, todos los miembros de la caravana pudieron contemplar, con horror, su esquelética figura que apenas si se detuvo junto a ellos. Tras una breve conversación lo comprendieron todo. Era la Peste que se dirigía a Damasco, ansiosa de segar vidas y sembrar la muerte. 
— ¿Adónde vas tan deprisa? –le preguntó el jefe. 
— A Damasco. Allí pienso cobrarme un millar de vidas. 
Y antes de que los mercaderes pudieran reaccionar, ya estaba cabalgando de nuevo. Le siguieron con la vista hasta que sólo fue un punto perdido entre la inmensidad de las dunas. Semanas después la caravana llegó a Damasco. Tan sólo encontró tristeza, lamentos y desolación. La Peste se había cobrado cerca de 50.000 vidas. En todas las casas había algún muerto que llorar, niños y ancianos, muchachas, jóvenes… 
El jefe de la caravana se llenó de rabia e impotencia. La Peste le había dicho que iba a cobrarse un millar de vidas… sin embargo había causado una gran mortandad. 
Cuando tiempo después, dirigiendo otra caravana por el desierto, el jefe volvió a encontrarse con la Peste, le dijo con actitud de reproche: 
— ¡Ya sé que en Damasco te cobraste 50.000 vidas, no el millar que me habías dicho! No sólo causas la muerte, sino que además tus palabras están llenas de falsedad. 
 — No –respondió la Peste con energía-, yo siempre soy fiel a mi palabra. Yo sólo acabé con mil vidas. El resto se las llevó el Miedo.

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Milton R. Acosta publica en su blog, sin indicar su fuente, esta otra versión, cuyo estilo corrijo un poco, que por la mención de la Caaba y la peste como castigo divino enviado por Alá acaso sea una de las más antiguas. 

Cuentan que un día un peregrino que regresaba de la Caaba se encontró con la Peste Negra disfrazada de guerrero y le preguntó: -¿A dónde vas? 
-A Bagdad – le contestó ésta.  –Tengo que matar allí cinco mil personas, por designio de Alá. 
Pasó un mes, y cuando el peregrino volvió a encontrarse con la Peste que regresaba de su empresa disfrazada de guerrero, lo increpó duramente: 
-Eres mentiroso, además de cruel por puro gusto. ¡Me dijiste que ibas a matar a cinco mil personas ordenado por Alá, pero mataste a ciento cincuenta mil! 
-No. Te equivocas, peregrino - respondió la Peste. -Yo sólo maté a cinco mil, que fue el número ordenado por Alá. El resto murió de miedo... 

oOo
 
Hay una versión española de esta leyenda, ambientada en Toledo, que recoge Ismael del Pan en su obra Folklore toledano (1932): La leyenda del ángel custodio de la Puerta de Bisagra, que reza así:

 «El ángel de la Puerta de Bisagra trae a la memoria una vieja leyenda que recordaremos aquí: 

Una vez, quiso pasar la peste al interior de la ciudad, y el ángel guardián sólo consintió ante el mandato de Dios; pero con la condición de que no matase más que a siete de los habitantes de Toledo. 
Al marcharse la plaga, el ángel tomó un aspecto triste, e indignado, dijo a la peste:  
-«Miserable, has faltado a tu palabra, pues has matado a siete mil»
Pero la peste repuso:  
-«No, no he faltado a mi palabra; yo sólo maté a siete; los demás han muerto de miedo y aprensión». 

Puerta de Bisagra (Toledo), con el ángel custodio espada en mano

Esta leyenda, según Felipe Vidales, no es más que una reelaboración del cuento oriental, probablemente de la tradición anónima y oral indoperasa y árabe, que presenta distintos protagonistas, desde el Nasreddin o Nasrudín, un mulá sufí del siglo XIII que sirve de vehículo para protagonizar historias siempre moralizantes, a un rey, un mendigo, un peregrino, un caballero y que según las distintas versiones transcurría en Bagdad, Alejandría, Damasco, Esmirna... 

Como puede comprobarse, la versión de la leyenda de Ismael del Pan ha sido occidentalizada y cristianizada, por así decir, al ambientarse en Toledo e  incluir el envío de la peste como mandato de Dios y el personaje del Ángel Custodio, que protege con su espada la entrada de la puerta de la ciudad. Desde entonces se ha convertido en una de las leyendas más populares de Toledo.

martes, 31 de marzo de 2020

Ángel de la Guarda

Una imagen del Ángel de la Guarda vigilando a un niño y a una niña al borde de un precipicio exactamente igual que ésta, cuya autoría ignoro, presidió mi infancia. 


Verlo me ha traído muchos recuerdos inesperados. Le pregunté una vez a mi madre que quién era ese ángel, y me dijo que era el Ángel Custodio o Ángel de la Guarda que teníamos todos los niños, cada uno el nuestro, que cuidaba personalmente de nosotros para que no nos pasara nada malo, por ejemplo para que no nos atropellara un coche... 

Sin embargo, había Ángeles de la Guarda que no velaban mucho por sus protegidos, pues había niños a los que les había atropellado la muerte antes de tiempo,  y no pudiendo ir ni al Cielo ni al Infierno iban según decía la Iglesia a un limbo misterioso. ¿Acaso está en ese limbo la niña aquella que murió atropellada por un camión cuando cruzaba sin mirar la carretera? ¿No tenía ella Ángel de la Guarda? ¿Se olvidó de rezarle aquella cantilena de "Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día"? 

Alguna vez, además, me había preguntado yo, como Juvenal, quién custodiará a los ángeles custodios: quis custodiet ipsos custodes? ¿Quién vigila a los vigilantes? ¿No tienen ellos su propio Ángel de la Guarda? ¿Nadie controla que los controladores no se descontrolen y cometan una tropelía?

Vuelvo a la imagen. Me inspiraba miedo, terror que rayaba en el pánico. Me daba la sensación de que el Ángel de la Guarda, en lugar de velar para que los niños no se cayeran por el precipicio, estaba a punto de empujarlos con su gesto protector. Es más: era él quien los había conducido al borde mismo del abismo y expuesto a aquel peligro para justificar su existencia dándole un sentido del que carecía. 

Pero lo que más me torturaba era que no había un Ángel de la Guarda para todos los niños, como daba a entender la propia imagen, donde un sólo ángel custodio velaba por un niño y una niña, sino que cada cual tenía el suyo propio, su propio Ángel de la Guarda, como si fuera su propia sombra de la que no podía desprenderse. 

Y esa era la amenaza que yo sentía y temía: que nuestra propia sombra, que no es una bendición, sino una maldición,  nos empuja a veces a lanzarnos al vacío.