Cuando cae el telón, que pone fin a la representación de la tragicomedia de la realidad, esa farsa que todos llevamos a cabo, como dijo Rimbaud de la vida (“la vie est la farse à mener par tous”, en Una temporada en el infierno), una vida que más que vida es existencia y es supervivencia, los actores se quitan las máscaras, y lo que queda por debajo son los rostros.
Recordemos a este respecto dos sugerentes lecciones etimológicas: la palabra “persona” significaba “máscara” en latín, y la palabra “hipócrita” (ὑποκριτής, hypocrités) quería decir “actor” en griego.
Pues bien, un intelectual orgánico del Régimen, cuyo nombre propio no merece la pena recordar ni viene al caso, se empeña en que, una vez finalizada la función, sigamos con las caretas escénicas puestas porque es lo que está mandado, y publica un artículo moralizante sobre el “placer de obedecer”, cuyo título, a modo de recriminación paternalista, lo dice todo: “No llevas mascarilla porque no te da la gana”. Y el subtítulo: “Un repaso al repertorio de excusas para no cubrirnos boca y nariz ni aunque nos obliguen”. (Cursiva mía).
Ese “ni aunque nos obliguen” es tan significativo que deja bien claro en nombre de qué razón o, mejor dicho, en nombre de qué sinrazón se habla aquí: la razón de la fuerza, que no la fuerza de la razón.
Ese "ni aunque nos obliguen" es tan revelador, y sintetiza tan bien el espíritu y el contenido del artículo, que, además de llamarte ignorante e insolidario, te está diciendo: si lo han dicho las autoridades sanitarias, que son las que saben, ¿qué más tienes tú que pensar ni que decir?
Nos hallamos ante una llamada a la responsabilidad entendida como obediencia ciega a lo que está mandado, más allá de lo que dicta la propia ley que no nos obliga a tanto.
Publicaba, en efecto, el Boletín Oficial del Estado lo siguiente: El uso de
mascarilla será obligatorio en la vía pública, en espacios al aire
libre y en cualquier espacio cerrado de uso público o que se
encuentre abierto al público, siempre que no sea posible mantener
una distancia de seguridad interpersonal de al menos dos metros. La
obligación se hacía extensiva “a las personas de seis años en
adelante”, privándonos así de algo tan precioso como es la sonrisa de los niños, pero uno de los supuestos contemplados en que no sería
exigible la mascarilla en los espacios públicos era el "desarrollo de actividades en las que, por la propia naturaleza de
estas, resulte incompatible el uso de la mascarilla". ¿A qué supuestas actividades se refiere? El propio texto, en otro lugar, las
especificaba: la ingesta de alimentos y bebidas. Lógicamente no se
puede comer ni beber con mascarilla. Tampoco fumar o besar. Pero de los besos no dice nada la Gaceta de Madrid.
Nos hallamos ante el consenso unánimemente forzoso, el desprecio de la crítica y del razonamiento, la salud vista como obligación abstracta de cada quisque, la incitación nada velada a la intimidación de todo el que se atreva a desobedecer, desoyendo las razones que pueda haber para ello...
Espeluznante.
Una de nuestras autoridades sanitarias explicaba el otro día por la radio algo muy ilustrativo: las dos razones que había para usar la mascarilla eran protegernos, en primer lugar, y en segunda y no menos importante instancia, concienciarnos sobre la importancia de su uso.
Siempre
me ha llamado la atención la polisemia de la palabra “autoridad”
que veo reflejada en esta expresión ambigua como ninguna otra de “autoridades
sanitarias”. La confusión radica en lo siguiente: en primer lugar autoridad
quiere decir, como recoge el diccionario académico, “poder que
gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho”, pero también
“prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución
por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”.
Cabe preguntarse, cuando hablamos de autoridades sanitarias o educativas, que para el caso viene a ser lo mismo, a qué
nos referíamos si a los que tienen el poder de mando en esta materia
(latín potestas)
o a los que tienen competencia reconocida (latín auctoritas).
Parece que en ambos casos nos referimos más a los
que tienen la sartén por el mango que a los que tienen la razón.
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