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jueves, 15 de agosto de 2024

Por un golpe de calor

    Muere un hombre de cuarenta y cuatro años de edad por un golpe de calor cuando paseaba por un parque de Madrid.  Las Agencias dan esta noticia que recoge, por ejemplo, El confidencial en su edición del 13 de agosto de 2024: Un varón de 44 años de edad ha perdido la vida este lunes en la capital por un golpe de calor. La víctima, que se encontraba en un parque del distrito de Latina, entró en parada cardiorrespiratoria cuando los sanitarios trataron de reanimarle.
 
    La noticia prosigue con informaciones horarias y locales más precisas: El suceso ha ocurrido en torno a las dos de la tarde en la calle Concejal Francisco José Jiménez Martín. Los profesionales del Samur-Protección Civil no pudieron hacer nada por su vida después de realizar tareas de RCP durante una hora. Su temperatura corporal rondaba los 42 grados. Finalmente se introduce información importante que no nos proporcionaba el titular: El fallecido era un paciente con patologías graves previas y medicación que pueden agravar el cuadro de golpe de calor que ha sufrido
 
 
    Si el hombre de 44 años era “un paciente CON patologías graves previas y medicación”, ¿cómo puede afirmarse que haya muerto, como reza el titular del tabloide, POR “un golpe de calor”, y que esto sea la causa del fallecimiento? Este juego de las preposiciones “por” y “con” es muy significativo e induce al error y a la confusión a la hora de determinar la causa de un suceso. ¿No sería un poco más lógico decir que muere un paciente POR las patologías graves que padecía CON un golpe de calor, que sería, en todo caso, la gota que colma el vaso, pero no la causa de la muerte de esa persona, sino una circunstancia concomitante y agravante, si se quiere, pero nunca responsable?
 
    La temperatura de su cuerpo rondaba los 42 grados, luego el hombre tenía una fiebre muy alta, que no se debe a los 42 grados que podían marcar los termómetros del parque madrileño a esa hora tan intempestiva en que, en plena canícula de Lorenzo, con un sol de justicia rabiosa, cae sobre nosotros cenital- y contundentemente, sino a las graves patologías previas que arrastraba. 
 
 
    Estamos -seguimos- sufriendo una intoxicación informativa considerable similar a la de la pandemia del virus coronado cuando se hablaba de muertos “con” el virus, en unos momentos en que todos prácticamente estábamos infectados con él o expuestos a él, tanto los vivos, que éramos la inmensa mayoría, como los que se morían, y los muertos “por” el virus, porque resultaba que la causa de la muerte de los que se morían, aunque fuera en un accidente de tráfico, era el virus al que, además, se le calificaba, cargando por si fuera poco las tintas,  de 'asesino'. 
 
   Esta intoxicación informativa probablemente no es casual e involuntaria o sensacionalista, sino que, como la pandémica, estaba promovida, desde arriba, para causar un terror rayano en el pánico que hiciera que la gente se sometiera al primer tratamiento preventivo que se le ofrezca y que pudiera evitar que cualquiera de nosotros o de nuestros seres queridos pasara a engrosar las estadísticas con las que nos bombardeaban de muertos a causa del virus asesino, que resultó que no era tan fiero como lo pintaban. 
 
 
     Detrás de esta intoxicación, late la vieja falacia lógica del “post hoc, ergo propter hoc”: después de esto, luego por causa de esto: se queda uno calvo y luego se muere, por lo que se determina que la calvicie es la causante de su muerte. Absurdo, pero creíble: creíble por lo absurdo que es, y cuanto más absurdo más digno de crédito fehaciente. 
 
    Quizá en este caso haya también una causa que explique la intoxicación informativa: hay que luchar contra el cambio climático provocado por los gases de efecto invernadero que desprende el planeta, y hay que hacerlo fomentando las energías renovables y la renovación del parque automovilístico y la lucha contra los combustibles fósiles y amortizando nuestra huella de carbono, que es el mal que hay que combatir, responsable del calentamiento planetario. La industria energética, en este caso, como antes la farmacéutica, está detrás de estas noticias alarmantes, que se complementan con esta otra información que les regala a las agencias de noticias el Instituto de Salud Carlos III de las Españas de Dios: “El calor ha provocado ya la muerte de 900 españoles en los primeros 12 días de agosto”. Y suma y sigue.
 
Viñeta de Mlalanda.

miércoles, 10 de julio de 2024

Una muerte orgásmica

    Publicaba La Vanguardia el cuatro de julio pasado una entrevista a Enric Benito, un oncólogo y experto en cuidados paliativos, que llevaba, decía, cincuenta años acompañando a morir a miles de personas, como si fuera el barquero Caronte ayudándoles a atravesar la lagua Estigia y su irremeabilis unda, las aguas que no tienen retorno porque su corriente no se puede remontar.
 
      Imbuido de espiritualismo, aunque se dice no creyente y que no va a ninguna misa, cita a Rabindranath Tagore:  “La muerte no extingue la luz, simplemente apaga la lámpara porque el amanecer ha llegado.” Cuando se le pregunta que cómo está tan seguro de que la muerte es un alumbramiento, afirma rotundamente: “La muerte es un orgasmo cósmico (sic), y yo lo sé porque lo he visto miles de veces. Yo no hablo de lo que no sé.” 
 
     Definir la muerte como un 'orgasmo cósmico' no deja indiferente a nadie y llama sin duda la atención de cualquiera que lea u oiga una cosa así porque si es verdad que el orgasmo era para los franceses la “petite morte”, la muertecilla como dicen ellos, ahora resulta que según el entrevistado la muerte, como contrapartida, no es un petit orgasme, sino un orgasmo colosal, brutal, descomunal. Podría decirse, incluso, valga la paradoja, que sería un orgasmo... mortal. No en vano los amantes a veces en el deliquio del coito cuando se dejan ir exclaman: “¡Me muero!”.

 
    Dice que lo sabe porque lo ha visto mil veces, pero no lo ha sentido en carne propia. Evidentemente, ni él ni nadie tiene una experiencia previa de la muerte en sus propias carnes, pero él, que ha acompañado en la hora de su muerte a tantas personas, habla de la experiencia que han tenido los demás: “La persona se va desconectando de lo exterior, de sus conceptos, pensamientos, creencias –que no sirven para nada–, y va experimentando un viaje hacia la profundidad de sí mismo y la expansión de la conciencia.”
 
    Se puede estar de acuerdo con lo que dice en la primera parte, en cómo la persona se desconecta de sí misma, de lo exterior y de lo interior -muy oportuno el inciso de que los conceptos, pensamientos y creencias 'no sirven para nada'-, pero en la segunda parte no podemos darle la razón con el viaje hacia la profundidad de uno mismo y “la expansión de la conciencia”, a no ser que se refiera a su disolución  y pérdida definitiva. Afirma que “cuando (la persona moribunda) saca la cabeza al otro lado, cuando entra en contacto con la profundidad de sí misma, lo de aquí le importa un pepino y entonces la habitación se llena de paz.”
 
 
    Reconoce que el miedo a la muerte nos impide vivir bien, pero sentencia que cuando uno entra en ese nivel de conciencia y revisa toda su biografía “el juicio final es un examen de conciencia” que viene a perdonarle a uno lo que ha hecho, es decir, a otorgarle, como la religión católica, el perdón de todos sus pecados. Habla constantemente de una conciencia que “no se cree nada, simplemente sabe”. Y cita a Jesucristo, que dice que el reino de los cielos está en vosotros; Mahoma, que Dios, la conciencia, está más cerca de ti que la vena de tu cuello. En fin, mucha conciencia, demasiada. 
 
    Quizá lo más bello, por otra parte, y verdadero que de la muerte pueda decirse es aquello que escribió Heraclito: “A los hombres les  aguardan una vez muertos cualesquiera cosas que no esperen ni se figuren”. Que también podemos parafrasear como: a nosotros nos aguardan una vez muertos cualesquiera cosas que no esperemos ni nos figuremos. Pero eso también nos sucede mientras vivimos, por lo que la fórmula se despeja y puede reducirse todavía más: A nosotros nos espera... lo inesperado, lo que menos nos figuramos.

viernes, 5 de abril de 2024

MORS CERTA, HORA INCERTA

    Algunos relojes afirman en latín algo que no es verdad: Mors certa, hora incerta (La muerte es segura, la hora -se sobreentiende de la muerte, su hora- incierta). Estos relojes deberían afirmar lo contrario: Hora certa, mors incerta (La hora -en general- es segura, la muerte incierta). Pues la muerte, que es algo desconocido para nosotros, es incierta porque no tenemos ninguna experiencia propia de ella. Por lo tanto no es la hora de nuestra muerte muy cierta sino la hora que es ahora: la que nos indica el reloj. Así pues hablemos no de la hora de nuestra muerte, sino de esta misma hora que es ahora.

Reloj de Leipzig (Alemania)

    Cicerón en su monografía Sobre la vejez escribió: Moriendum enim certe est, et incertum an hoc ipso die (Hemos ciertamente de morir, y es incierto si en este mismo día). Estas palabras, escritas por M. Tulio Cicerón y puestas en boca de Catón, son quizá el origen de esta máxima que se lee por ejemplo en el reloj de Leipzig (y en muchos otros). Pero nosotros, obstinados socráticos, preguntémonos qué es la muerte. ¿Qué es la muerte? No lo sabemos. Preguntémonos sin embargo qué hora es ahora. ¿Qué hora es? La que nos marca el reloj. Pero como el poeta Virgilio cantó (y muchos relojes repiten): tempus fugit irreparabile (el tiempo huye irreparable) y la hora que era cuando la constatábamos, cuando la sabíamos, ya no es la que era, ha dejado de ser. Así pues ¿hemos de morir o de vivir?

jueves, 3 de agosto de 2023

No es el fin (A vueltas con la muerte, II)

     Si cantamos con Nick Cave, Kylie Minogue y amigos esta canción de Bob Dylan -"Not the end"-,  estamos negando lo que está mandado que creamos y espantando así el fantasma de la muerte, porque el que canta su mal espanta, y nuestro mal es que a menudo barruntamos que la muerte es el final,  la espada de Damoclés que pende sobre nuestras cabezas: not the end, not the end, just remember the death is not the end: No es el fin, no es el fin, recuerda que la muerte no es el fin.


    El verso de Propercio nos lo recuerda y resuena en nosotros: letum non omnia finit: la muerte no es el final de todo, no lo acaba todo. 


    Pero quizá la sentencia más penetrante y aguda sobre la muerte sea la de Heraclito de Éfeso, que dijo (fragmento 27 D.-K.): ἀνθρώπους μένει ἀποθανόντας ἅσσα οὐκ ἔλπονται οὐδὲ δοκέουσιν. A los hombres les aguardan una vez muertos cualesquiera cosas que no esperen ni se figuren.

    Si la muerte no es el fin, como queda dicho por los poetas, ¿qué es la muerte y qué es lo que hay tras ella? Cualesquiera cosas, según el presocrático de Éfeso, con la sola condición de no esperarlas ni imaginarlas, es decir, que quedan excluidas todas las suposiciones que los hombres se han venido haciendo a lo largo de la historia y de su vida, porque todas esas imaginaciones no son más que actos de fe, creencias. Todas las cosas, es decir, ideas, que los hombres han imaginado son anuladas por la fórmula mágica del efesio: no hay inframundo ni supramundo, ni Cielo ni Infierno, ni tampoco Nada. La muerte no es nada que imaginemos, por eso tampoco es el fin ni el principio de nada. También se anula todo lo que podamos imaginar y pueda ocurrírsenos ahora. Nada más formular una ocurrencia queda eliminada automáticamente, y es así como la esperanza consiste en su frustración.


    Comenta Agustín García Calvo en su edición magistral de Heraclito (Razón común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heraclito. Editorial Lucina, Madrid, 1985), que la frase de Heraclito puede muy bien entenderse sin el ἀποθανόντας, sin el “una vez muertos”,  de manera que puede ser válida también para los vivos: A los hombres les aguardan cualesquiera cosas que no esperen ni se figuren: todas las previsiones y pronósticos de futuro son así condenados a no cumplirse, porque son falsos por su mera ocurrencia: verdad puede ser cualquier cosa menos lo que uno crea que es verdad.

jueves, 23 de marzo de 2023

El mejor regalo de los dioses

Nota fabula est. Dice Cicerón: Es conocida la historia que contaba Heródoto que le contó el sabio Solón al rey Creso cuando le preguntó quién era el hombre más feliz del mundo. 


Éranse una vez dos hermanos gemelos, Cléobis y Bitón, hijos de Cídipe, una sacerdotisa argiva de Hera, la divinidad principal de Argos, a la que estaba consagrada la ciudad. En una ocasión, debía Cídipe acudir al sacrificio anual y solemne de la diosa Hera, que se celebraba en el santuario del Hereo, lejos de la ciudad de Argos, en un carro, como era prescriptivo, tirado por dos bueyes de labranza. Pero, llegado el momento de la partida, los bueyes no habían regresado aún del campo, por lo que la sacerdotisa no iba a llegar a tiempo al santuario. 

Los dos hermanos gemelos, que eran campeones atléticos por su vigor corporal, se desnudaron entonces, se ungieron con aceite, se uncieron al yugo, y tirando del carro, lo llevaron a rastras durante 45 estadios, (el estadio equivalía 174 metros, que era lo que medía el estadio de Olimpia tomado como referencia), por lo que el trayecto fue de unos 8 quilómetros,  pero además cuesta arriba, porque el santuario de Hera se hallaba situado a mayor altura con respecto al nivel del mar que la ciudad de Argos, por lo que la acción de Bitón y de Cléobis tiene el carácter de una auténtica proeza. 

 Cléobis y Bitón, Museo Arqueológico de Delfos

Consiguieron llegar a tiempo a la ceremonia en el templo de Hera, por lo que Cídipe, agradecida, le pidió con fervor a la diosa de la que era sacerdotisa, postrándose a los pies de su imagen, que les concediese a sus hijos que tanto habían honrado a su madre y a la propia diosa, haciendo posible el sacrificio, el don más preciado que pudiera alcanzar un hombre en esta vida a juicio de los dioses.  No pedía algo en concreto, sino lo que la diosa considerara que era lo mejor para los seres humanos.

Tras la súplica y una vez concluido el sacrificio y el posterior banquete, los muchachos se echaron a descansar en el propio santuario y se entregaron al sueño. Durmieron un sueño profundo, reparador y placentero del que nunca ya depertarían: el sueño eterno de la muerte. 

La diosa Hera dejaba así patente que para el hombre era mucho mejor estar muerto que vivo y que el mayor regalo que podía alcanzar una persona en esta vida era la propia muerte. 

Los habitantes de Argos mandaron hacer unas estatuas de ellos en su honor y las consagraron en Delfos al dios Apolo como ofrenda de la ciudad, donde precisamente, al correr de los siglos, fueron encontradas dos toscas estatuas de dos κουροί (curoí, muchachos) del siglo VI antes de Cristo, atribuidos al escultor Polimedes de Argos, que podrían ser Cléobis y Bitón.

 Litografía del dios Apolo firmada por Jean Cocteau.

"Los amados de los dioses mueren jóvenes" es un tópico que arranca probablemente del griego Menandro, que escribió en la lengua de Homero  Ὃν οἱ θεοὶ φιλοῦσιν, ἀποθνὴσκει νέος, y que Plauto vertió al latín como "Quem di diligunt adulescens moritur", y que llegó al poeta británico lord Byron como "whom the gods love, dies young".  Otro poeta, el italiano Giacomo Leopardi lo tradujo a su lengua como "Muor giovane colui ch' al cielo è caro": Muere joven el que es al cielo grato.

De esta manera alcanzarían muriendo, paradójicamente, la inmortalidad (no-muerte, en sentido literal), viviendo al menos en la memoria y el recuerdo de los hombres. Pero la enseñanza que se desprende de la historia no es que la diosa les concediese la inmortalidad, como han querido algunas interpretaciones cristianas torticeras, considerando la muerte en sí como algo malo, y decidiese recompensarles con la vida eterna post mortem, sino, todo lo contrario: la muerte y no la inmortalidad era lo mejor que podría lograr un mortal. 

Se preguntaba Borges que cómo se podía amenazar a alguien de otra forma que no fuera con la muerte, y se respondía "lo interesante, lo original sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad". 

 
 Cléobis y Bitón, Jean Bardin (1762)

domingo, 2 de octubre de 2022

Imaginerías de la muerte en Sebald Beham

    La representación personificada más común de la Muerte en los grabados de Hans Sebald Beham (1500-1550) es un esqueleto alado. El ángel de la muerte suele venir acompañado siempre de un reloj de arena, como en este grabado fechado en 1542 y firmado con el monograma de las iniciales del autor HSB, en el que sorprende a una mujer que duerme reclinada sobre su brazo derecho plácida- y completamente desnuda mostrándonos en el centro de la composición su vulva desprovista de vello, con un pie en el suelo y otro sobre el lecho. Una frase en alemán “Die Stund ist aus” (Se acabó la hora, es decir, tu tiempo) figura en el margen inferior derecho al lado del orinal.  
 
 
    En un grabado anterior de 1541 la Muerte aparece disfrazada de bufón con el inconfundible reloj de arena que señala que la hora ha llegado, y  acompaña a una anciana ricamente vestida y ataviada bajo la inscripción latina en letras capitales de OMNEM IN HOMINE VENVSTATEM MORS ABOLET (La Muerte destruye toda la belleza humana).
 
 
    Con ese mismo lema latino, otro grabado vuelve a representar al ángel alado de la muerte, que esta vez no es un esqueleto, sino un varón cuya cabeza es una calavera, que sorprende por detrás a una mujer desnuda en la plenitud de su vida sujetándola por las manos. La representación del ser humano en ambos grabados es una mujer, porque 'humanidad' en alemán, como en castellano, tiene gramaticalmente el género femenino (die Menschlichkeit). Vuelve a aparecer, como símbolo inevitable, el reloj de arena, esta vez, en el suelo. El grabado está fechado en 1547.
 
 
    Pero quizá el grabado más impresionante de las representaciones que Sebald Beham hizo sobre la muerte sea el que se conoce como Der Tod und das unzüchtige Paar ("La muerte y la impúdica pareja"), que nos sorprende porque representa a una pareja que se masturba mutuamente en presencia de un niño y de la propia Muerte.  Obra de juventud, está fechada en 1529 (y firmada con el monograma "HSP" por la pronunciación de su apellido Peham en Nuremberg, tras su establecimiento en Frankfurt se convierte en "HSB", porque allí se pronuncia Beham) y ha sorprendido siempre por su crudeza sexual. Hay cuatro figuras humanas entrelazadas. El grabado representa a una pareja desnuda, que, podemos suponer, son Adán y Eva, que están masturbándose recíprocamente. Pero fuera ya del paraíso, una vez expulsados de él, porque han perdido la inocencia. La mujer agarra firmemente el pene del hombre, que se encuentra en el centro de la composición, y el hombre acaricia la vulva de la mujer.
 

 
    Lleva el lema de Horacio: MORS VLTIMA LINEA RERUM. Se cita la parte final de un hexámetro de Horacio, concretamente el último (79) de la epístola 16 del libro I de las Espístolas: mors ultima linea rerum. “La muerte es la meta final de todas las cosas”, donde hallamos una metáfora de las carreras circenses, pues la palabra “linea”, que etimológicamente era 'hilo o cuerda de lino', alude aquí a la raya de cal al final de la carrera, es decir, a la meta.
 
    El niño es el contrapunto de la Muerte que se halla en su mismo eje. Se encuentra detrás del hombre, y apoya su mano en un saco repleto de monedas. La presencia del dinero, metáfora del paso del tiempo que acumula capital, es precisamente uno de los detalles que revela que estamos lejos del estado original paradisíaco. 
 
    La Muerte empuja al hombre hacia la mujer: Thánatos, según el nombre griego de la muerte, empuja al ser humano hacia Eros. La pulsión erótica es una pulsión tanática, de la que nacerá una criatura abocada a la muerte, como el niño sobre el que se apoya el padre Adán. Se pone en marcha el inicio de la procreación y el nacimiento, pero con ello también, la carrera hacia la ultima linea rerum, que es la meta según el verso del poeta que figura como lema de la composición. 
 
    Un detalle que sólo se aprecia a segunda vista porque está hábilmente disimulado detrás de la mano del hombre que se apoya sobre la cabeza del niño es que la Muerte, carente aquí de alas y de reloj de arena, tiene una erección de su miembro viril, en contraste con el hombre, para quien los esfuerzos de la mujer aún no han dado sus frutos, lo que sugiere que, según el artista, Thánatos es más potente que el hombre. Se ha señalado que ambos miembros, el de la Muerte y el de Adán, no están circuncidados, por lo que no corresponden ni a judíos ni a musulmanes, sino a cristianos.
 
    No debe extrañarnos que Hans Sebald Beham represente a la Muerte como un varón porque en su lengua, que es el alemán, la palabra “muerte” tiene género gramatical masculino (der Tod), igual que lo tenía en griego (ho thánatos), a diferencia de lo que sucede en latín y en las lenguas romances derivadas donde mors tiene género gramatical femenino, y por eso se la ha representado muchas veces como la Señora de la Guadaña.

jueves, 21 de julio de 2022

Muertos bien informados

    Los cementerios, escribe Elías Canetti, ejercen una fuerte atracción; se les visita por una morbosa curiosidad, aunque no se tengan parientes sepultados en ellos. Y uno experimenta en estas visitas un estado de ánimo muy peculiar: la contrición que se siente y se muestra ante la presencia de tantos muertos encubre en realidad la secreta satisfacción del superviviente que va y viene entre las tumbas y que mira esta o aquella lápida, leyendo los nombres y las fechas para saberse vivo y sentirse como tal. Uno se alegra de no encontrar allí su propia nicho con su nombre y apellidos, con la fecha de su nacimiento y de su muerte.

    En una reciente visita mía a uno, he sido testigo de una curiosa escena. Solo estábamos dos personas, un hombre mayor que yo, aunque sólo pude verlo de espaldas, inmóvil como estaba frente a la tumba de lo que supongo era uno de sus seres queridos, y yo.


     El tipo, que no me había visto llegar, no iba a poner flores ni ningún otro adorno funerario, sino que parecía que estaba rezando o hablando en silencio con sus muertos, es decir, consigo mismo. Al cabo de unos instantes sacó del bolsillo... un móvil, como si fuera a hacer una fotografía.

    Pero al poco rato, comienza a oírse lo que me parece, al menos por lo que puedo escuchar en la distancia, una señal horaria y el boletín informativo de Radio Nacional de España, el famoso parte, de guerra, como decía mi padre.

    No puedo dar crédito a lo que oigo. Al instante, me viene a la cabeza una confesión de Hegel que había leído recientemente en alguna parte y me había llamado la atención: "Leer el periódico es mi oración de la mañana". Pero en este caso la plegaria matutina no era para los vivos sino, por así decir, para los muertos, si es que no éramos los mismos unos y otros destinatarios de información.

    El informativo debió de durar unos diez minutos. La noticia estrella del día que dejaba helados a todos los oyentes era que la ola de calor extremo que nos invadía había provocado 360 muertes en España en los primeros seis días, a más de haber los incendios calcinado miles de hectáreas forestales en toda la curtida piel de toro...


'El infierno era esto'

      Acabado el noticiario, el hombre apaga la radio, guarda el móvil y se dirige a la puerta del cementerio. Entonces me ve y, sin ningún rebozo, me dedica una amable sonrisa, con la que me da a entender que, aparentemente, está muy contento consigo mismo, porque se sabe, como yo, un superviviente. 

    Una vez que se ha marchado y me he quedado solo, no puedo resistirme a la tentación de -curiosidad malsana- ir a ver la misteriosa tumba delante de la que había escuchado su plegaria matutina, que diría Hegel. Es la de una mujer (¿su madre?) que murió en 1979 y que se llamaba Teresa. No hay foto, ni epígrafe, ni flores, ni signo religioso alguno. 

    ¿Estaba loco, o, por el contrario, muy cuerdo oyendo en medio de aquel silencio sepulcral -nunca mejor dicho lo de sepulcral- las noticias del boletín informativo con aquella misteriosa Teresa? ¿Creía este hombre que mantenía un poco viva a su madre o a su abuela o a quien fuera aquella misteriosa mujer compartiendo ante su tumba los sucesos que siguen afectando al mundo de los vivos?

    No sé qué pensar. Los muertos no oyen, pero quizá los vivos tampoco. No queremos oír que la noticia es que la amenaza de muerte pende sobre nosotros como la vieja espada de Damoclés, y contamos los vivos que caen muertos como moscas, como esos 360 muertos exactamente bien informados, ni más ni menos, que han perecido víctimas del golpe de calor... 

    La noticia define la causa de la muerte, para que el Estado protector, al que sacrificamos nuestra libertad -y nuestra vida, por lo tanto- en aras de nuestra supuesta seguridad, se encargue de luchar baldíamente contra dicha ola de calor, justificando su existencia so capa de protegernos de futuras y por lo tanto inexistentes por ahora oleadas de calor. 


     La noticia es que la gente se muere, sea por una razón o por otra, pero siempre por una causa definida que hay que justificar, como era esta de las altas temperaturas, o como había sido antes la pandemia que se había llevado seis millones de almas al Más Allá, o los bombardeos de la guerra de Ucrania... Es decir que es natural el hecho de morirse, y de hacerlo de muerte natural, aunque resulte incomprensible y uno se subleve contra la idea de que la muerte es algo natural que le pasa a uno. No, eso nunca.  A uno no le pasa nunca, les pasa a los demás, la muerte. Sólo hace falta definir la causa de la muerte. No hace falta que sea la causa efectiva porque, según apuntan los expertos -especialistas en todo, especialistas en nada-, las temperaturas extremas, sin ser la causa directa, provocan descompensaciones en las personas vulnerables. Y todos lo somos un poco. Vulnerables. 

    El Estado, como organización suprema, se dedica a administrar esa muerte, de la que nos da cuenta estadística- y puntualmente a través por ejemplo de los boletines informativos horarios de Radio Nacional, no vayamos a creernos inmortales como las ideas de Platón. En ese sentido, todos estamos ya condenados a muerte, aunque no encontremos todavía nuestro sitio en el cementerio -hasta aquí el tiempo, desde aquí la eternidad, decía la inscripción de la entrada-, como aquellos que descansan efectivamente en paz, una paz solo perturbada por las noticias de sucesos del reino de los vivos que oyen como el que oye llover.

    Vienen a mí unos versos antiguos de la Odisea de Homero (XI,  488-491). Cuando el sufrido Odiseo desciende a los infiernos, se encuentra allí con el alma en pena de Aquiles, el héroe que había preferido una vida breve pero intensa y llena de gloria, que una larga pero anodina y anónima, que le dice ahora, arrepentido: “No a consolar de la muerte me vengas, noble Odiseo. / Preferiría servir a jornal o a destajo, labriego / de amo indigente que no poseyera mucho sustento, / que sobre todos los muertos reinar que ya fallecieron”.

sábado, 22 de enero de 2022

Borges espurio y auténtico

 "Si pudiera vivir nuevamente mi vida,

declinaría, créanme, tal eventualidad,

harto de la fatiga de esta triste existencia

y de esta realidad falsa en sus apariencias,

harto de soportar la gravedad del mundo

como el gigante aquel que fascinaba al niño

que era yo y que hojeaba láminas de los libros

 de la mitología de griegos y romanos,

antes de que él supiera que iba a ser su destino

ser Atlante fatal, su fatídico sino,

valga la redundante torpeza literaria.

No hay instante que valga la pena de vivirlo

ni el hastío tedioso de volverlo a vivir.

Déjenme en paz librarme de esta guerra, la vida;

déjenme que me muera no más, si ya he vivido."


 
 
 

Yo soñé esta mañana que moría y sentía

una gran sensación de alivio. Desperté

del sueño, y desperté francamente feliz

no porque fuera un sueño, sino porque era libre.

Olvídense de Borges, olvídense de mí.

 

oOo

Circula por la Red un falso poema atribuido a Jorge Luis Borges que se llama Aprendiendo. Está tan mal escrito que no puede ser obra de Borges. Además, parece una mala traducción de la lengua del Imperio que, como se sabe, es el inglés norteamericano. En cuanto a los contenidos, son realmente tópicos, típicos lugares comunes de un manual de autoayuda escrito por algún psicólogo doctorado por cualquier supuestamente prestigiosa University de los United States donde a sus autores les han regalado el título por su participación en el equipo de rugby, y les han dado una beca para hacer un curso monográfico sobre pensamiento único y convencional.

Al pobre Borges, que estará removiéndose en su tumba contra tal falsificación, le habría hecho gracia la superchería plagiaria si hubiera tenido algo más de arte y un poco solo de ingenio. Por mi parte, se me ocurre contraatacar con este Desaprendiendo, igualmente falsario, que quizá sí podía haber escrito Borges. 



  
Desaprendiendo

Con el tiempo y con los libros de la Biblioteca Universal uno debería percatarse de la relatividad de las cosas todas de la vida, y de la sutil semejanza que hay entre el día y la noche, entre un éxito y un fracaso, entre el bien y el mal, entre el odio y el amor, entre la verdad y su falsificación.

Con el tiempo comprendes que la vida, esa vieja raposa de la fábula de Esopo, la peor maestra que podía tocarte en esta escuela, lejos de enseñarte algo, te convierte, si te dejas llevar por ella, en un sinvergüenza y un infame canalla.

Con el tiempo uno no aprende nada de nada, absolutamente nada, excepto la fatiga de desaprender lo mucho y lo mal que ha aprendido, desandando el camino andado.

Con el tiempo todo se va, la vida se va, los amigos se van, se van las palabras, se van los instantes, fugitivos como el río de Heraclito el Oscuro, y sólo queda el viejo déspota al que los griegos llamaron Cronos, ese dios omnipresente al que sería preciso desenmascarar.

Con el tiempo y en cualqueir lugar del mundo, aquí y ahora mismo en Buenos Aires, por ejemplo, se descubre al fin que el tiempo no cuenta ni vale para nada, ni siquiera para cicatrizar nuestras múltiples heridas.

miércoles, 20 de octubre de 2021

'El Triunfo de la Muerte' de Pencz

 

El Triunfo de la Muerte, Georg Penz (1539)

    Lo que pretende la estampa de Georg Pencz titulada El Triunfo de la Muerte es inculcarnos la idea de que todos vamos a morir, de que hemos de morir y, por lo tanto, morir hemos:  moriremos, y a quí no se salva ni Dios. Es un claro memento mori o recordatorio de nuestra condición mortal, por si se nos había olvidado nuestro destino y en lugar de vivir aterrorizados a la sombra perniciosa de la idea de la muerte, falsa como todas las ideas pero real, nos habíamos descuidado un poco y dedicado a vivir sin saber muy bien tampoco en qué consiste la vida. 

    La palabra "triunfo" en el título del grabado es una clara referencia a la ceremonia de entrada solemne en la ciudad de un general vencedor con una corona de laurel en la frente, símbolo de la victoria, en un carro tirado por cuatro caballos, llevando delante de él el botín, y detrás una selección de sus tropas en un desfile que iba hasta el templo de Júpiter en el Capitolio. Pero no estamos aquí ante un desfile pacífico para conmemorar una victoria después de una gran batalla, sino ante la mismísima batalla en la que un esqueleto, que simboliza a la Muerte,  blande la guadaña con la que siega las vidas de todos los que encuentra a su paso. Que la Muerte esgrima una guadaña es herencia de la iconografía de Saturno, el viejo dios agrícola romano, confundido desde muy pronto con el tiempo cronometrado. Y que el Tiempo sea una epifanía de la Muerte no debería extrañarnos.  

     El esqueleto parece sonreír llevándose por delante los cadáveres de todos los estamentos de la sociedad, incluida la corona real y la tiara de un papa, atropellados bajo las ruedas de su carro tirado por dos siniestros y no precisamente muy pacíficos bueyes.

    Al fondo del grabado está implícito el Juicio Final y la moral del premio y el castigo que quiere inculcarnos: se abren dos planos que anuncian el destino de los hombres después de la muerte, y del Juicio Final que condena a unos y regala a otros con la vida eterna. A la derecha, y entre llamas, la boca de Leviatán, que es la mismísima puerta de los infiernos, a la que entran irremisiblemente las almas de los condenados tras atravesar la laguna estigia en la barca de Caronte. A la izquierda, las almas salvadas ascendiendo hacia la luz del Empíreo para llegar a la fuente de la vida, a la inmortalidad.

    En el pie del grabado aparecen dos versos latinos: un hexámetro tomado del poema astronómico de Manilio nascentes morimur, finisque ab origine pendet (Astronomicon IV 16) y un pentámetro tomado de una elegía de Propercio longius aut propius    mors sua quemque manet.(II, 28, verso 58). Con ambos se forma un dístico elegíaco híbrido, que podemos traducir rítmicamente así: Cuando nacemos morimos, y el fin corresponde al inicio; / tarde o temprano a su vez     va cada cual a morir.


     ¿Qué podemos decir frente a esta imposición descarada de la idea de la Muerte? Que no hay muerte aquí y ahora. Que la muerte que nos prometen y con la que nos aterrorizan desde que tenemos uso de razón y entendimiento, nuestra propia muerte, es siempre futura y por lo tanto nunca presente, aunque no por ello deja de existir como amenaza real. Nada ni nadie nos asegura tampoco que vaya a haber un Juicio Final, ni juicio ni fin, ni tampoco juez. Podemos decir que no hay ninguna evidencia de que haya ningún fin, y entonces decimos: No hay fin, sin afirmar que haya infinito porque al incorporar la negación latina (in-) a la palabra, creamos una idea nueva, otro concepto, cuando lo que pretendíamos con la negación viva era negar una palabra y una idea que ya estaba establecida, sin afirmar otra a cambio. 
 
    Esa imagen del grabado de Pencz de la muerte avasalladora que a todos nos iguala bajo su yugo pretende infunidrnos el miedo a lo desconocido, presentándonoslo como conocido y sabido, cuando no tenemos ninguna certidumbre de las cosas de ultratumba. De las que sí tenemos certeza es de las cosas de aquí y de ahora.

martes, 20 de abril de 2021

Letanías de la buena muerte

Las revoluciones nacen del descontento del pueblo con el Poder y el orden establecido, pero acaban siempre restituyendo el orden que pretendían derrocar. ¿Por qué sucede eso? Porque las revoluciones son un proyecto cargado de futuro y, por lo tanto, condenado al futuro, y el futuro es de ellos, del Señor del Tiempo y sus secuaces, el futuro es el asesinato, el futuro es la muerte.

Nos infunden desde arriba, desde las altas esferas del Poder, miedo, un miedo ingente para que no vivamos, para que vivamos con miedo: dentro de cien años, a lo sumo, estaremos muertos. Dentro de cien años todos estaremos calvos, todos seremos calaveras en la fosa común del olvido.

 


Esa es la muerte futura que nos venden, la muerte siempre futura con la que nos amenazan. Frente a eso le  rezo yo, sin mucha fe, porque soy un descreído, al Cristo del Poco Poder y de la Buena Muerte estas letanías: danos, Señor del desempoderamiento, la buena muerte ahora mismo. Líbranos de la mala muerte que es la que nos da mala vida. No queremos la muerte futura, que esa no es buena, esa siempre es mala. Esa es la espada de Damoclés que, pendiente sobre nuestra testa coronada, no nos deja vivir ni disfrutar de los goces presentes ahora mismo. Queremos la muerte ahora, aquí y ahora, la buena muerte.

Todos la hemos experimentado alguna vez. Cuando menos lo piensas, cuando menos lo intentas, y cuando menos cuenta te das, te sobreviene una sensación, y la sensación que se experimenta entonces, si uno en el recuerdo permanece un poco fiel, es una sensación de plenitud y de vacío al mismo tiempo, y de felicidad desconocida, de lo que no se puede experimentar nunca ni en el Mercado, ni en la Familia, ni en los tratos políticos, ni con los compañeros, ni nada: el olvido; de vez en cuando se olvida uno de sí mismo y de todo.

 

Cuando dormimos entregándonos a los brazos de Morfeo también, pero incluso sin llegar a dormirnos: esa es la buena muerte, en la que estamos recayendo ahora mismo a poco que nos dejemos llevar y no nos dejemos amedrentar por la otra, por la mala, por la siempre futura, la real, la que nos envenena y nos quita las ganas de vivir, o las ganas de morir, que es lo mismo.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Memento mori: moriremos.

La opinión, porque no es más que una opinión, que quede claro desde el principio, de que morir es algo malo, lo peor que le puede pasar a uno en la vida, no es una opinión cualquiera como cualquier otra: es la opinión fundamental y generalizada entre los seres humanos, nuestra opinión constitutiva y constitucional, por así decirlo, y es el epicentro de todas las opiniones humanas. Si en algo nos diferenciamos del resto de los seres vivos, es en que nosotros sabemos que vamos a morir. Nos lo tienen enseñado desde muy pequeños.  Y lo tenemos aprendido y creemos, además, que eso no es bueno.

Frente a esta opinión se puede esgrimir la contraria, como creo recordar que hacía Cicerón en sus Conversaciones en la villa de Túsculo: morirse es lo mejor que le puede pasar a uno en la vida.  Traía el ilustre abogado, ya en su vejez, en apoyo de esta tesis la historia de Trofonio y Agamedes, los dos arquitectos que construyeron el templo consagrado a Apolo en Delfos. Una vez realizada su obra, le pidieron al dios que les concediera como recompensa no algo en concreto, nada específico de eso que suelen pedir los hombres como salud, dinero o amor, sino lo que él, en su inmensa sabiduría, considerara que era el mejor premio que les pudiera conceder. 

 Ruinas del templo de Apolo en Delfos
 
El dios les manifestó a través de un sueño que fueran al tercer día a buscarlo al templo que habían construido, donde lo hallarían. Al fin iba a desvelarse el secreto mejor guardado de todos los tiempos: qué era lo mejor para el hombre. 

Pues bien, al tercer día Agamedes y Trofonio acudieron al templo a buscar lo que habían pedido. Allí mismo fueron ese mismo día hallados muertos con una sonrisa de felicidad e incredulidad en sus rostros que indicaba que aquello que les había sido concedido no era un castigo, como ordinariamente creen los seres humanos, sino la mayor recompensa por la trayectoria de toda una vida. 

Hay otra leyenda en el mismo sentido. La cuenta Heródoto, el padre de la Historia, con mayúscula, y la pone en boca de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, que se la contó al rey Creso. La anécdota está relacionada también con Delfos, aunque transcurre en Argos, porque en Delfos se hallaron las dos estatuas que datan del siglo VI antes de nuestra era, de los dos mozos Cléobis y Bitón desnudos, los dos hermanos gemelos como dos gotas de agua de robustos cuerpos y largas trenzas. Eran hijos de Cídipe, la sacerdotisa argiva de Hera. En una ocasión en que debía acudir desde Argos al templo de la diosa, al Hereo a presidir un festival en su honor, no podía hacerlo porque los bueyes que debían tirar del carro no habían vuelto de la arada. El tiempo apremiaba. Estaba a punto de comenzar la solemnidad, y la sacerdotisa no llegaba...

Cléobis y Bitón, siglo VI a. C.

Ambos hermanos, ni cortos ni perezosos, se uncieron entonces ellos mismos a la gamella y tiraron del carro que llevaba a su madre e hicieron a toda velocidad a pie el recorrido completo de cuarenta y cinco estadios, unos ocho quilómetros,  -cuesta arriba en su último tramo, porque el santuario se encontraba en lo alto de una colina. 

Una vez allí, la madre le rogó a la diosa Hera que les concediese a los dos gemelos el mejor regalo que el cielo le pudiera otorgar a una persona, ya que habían honrado con su gesto a la diosa y a ella misma, su madre, por lo que humildemente le suplicaba para ellos el don más preciado que pudiera alcanzar un hombre en vida. 

La diosa, agradecida, se lo concedió. Ambos muchachos, exhaustos como estaban, fueron hallados, después de los sacrificios rituales y del banquete, yaciendo en el suelo y sumidos en lo que parecía un profundo y agradable sueño, después de la fatiga del esfuerzo y de la opípara comida. Pero ya no despertaron nunca porque era la muerte el regalo que Hera les había concedido. 

Los argivos mandaron hacer unas estatuas de ellos y las consagraron a Apolo en Delfos, donde se hallan actualmente, en el museo de la localidad, no lejos de las ruinas del templo, en la falda del monte Parnaso. 

Traíamos aquí a cuento el otro día la cita de Epicteto “Conturban a los hombres, no las cosas, sino las opiniones que de ellas tienen. Por exemplo, la muerte no es un mal, porque si lo fuera, así lo habría sentido Sócrates. Es un mal, sí, la opinión de la muerte, que un mal la juzga." (Traducción de don José Ortiz). Con ella el sabio estoico que como Sócrates no dejó nada escrito pone en duda la maldad de la muerte, recurriendo al criterio de autoridad: Sócrates. Magister dixit. Lo ha dicho el maestro. Pero que no sea un mal no significa ni conlleva que sea un bien.  Si la muerte fuera un mal, Sócrates lo hubiese sabido. ¿Por qué? Porque Sócrates, según el oráculo de Delfos, era el hombre más sabio del mundo. Pero ¿en qué consistía su sabiduría? No más, ni menos, que en el reconocimiento de su ignorancia. Sócrates no tiene la certidumbre de que la muerte sea un mal, pero tampoco de que sea un bien, porque no tiene ninguna certeza: solo incertidumbre. Recordemos las últimas palabras de su discurso de defensa ante el jurado que lo condenó a muerte: "Pero, sí, ya es hora de que nos marchemos, yo a morir, vosotros a vivir; pero cuáles de nosotros vamos a mejor negocio, cosa es oscura para todo ser, salvo si acaso para el dios." (Platón, Apología de Sócrates).

Es muy difícil combatir la opinión de que la muerte sea algo malo, sin que caigamos en la opinión contraria de que es algo bueno, y aun más, lo mejor que le puede ocurrir a uno, y algo que deberíamos procurarnos enseguida. 

Es muy difícil no caer en un juicio de valor sobre algo que desconocemos radicalmente, porque no tenemos ninguna experiencia previa de la muerte, y porque la certeza que tenemos de ella se da en otros seres vivos, no en nuestras propias carnes, ni podremos experimentarla tampoco nunca, como diría Epicuro, cuando estemos muertos porque entonces ya no experimentaremos nada. 

 
Joven que sostiene una calavera, Frans Hall (c. 1616)


Sin embargo estamos condenados a muerte por el célebre silogismo, cuyas premisas son “todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre” y su inevitable conclusión: “luego Sócrates es mortal”. La versión políticamente corregida por el extremo celo feminista de las premisas del silogismo reza, no vaya a ser que alguien crea ingenuamente que se libran las mujeres de la condena a muerte: “todos los seres humanos son mortales, Sócrates es un ser humano, luego Sócrates es condenado a la pena capital”. 

El miedo a la muerte, por lo tanto, nos constituye decisivamente como personas. Recordemos en este punto el saludo de los monjes cartujos: Hermano, morir habemos. Dice uno, y el otro le responde: Hermano, ya lo sabemos. 

Ese “morir habemos” es la perífrasis verbal que da origen a nuestro Futuro Imperfecto o Simple, según otros, del modo Indicativo de nuestras gramáticas escolares: morir habemos,   morir hemos, (hemos de morir, tenemos que morir)  moriremos

Esa conciencia de nuestra condena a muerte es lo que nos constituye y nos define, frente a otros seres vivos, que la ignoran. Pero esa condena a muerte no es más que una condena al futuro. Las personas no estamos libres del miedo a la muerte y de la opinión de que es lo peor que nos puede pasar, pero hay algo dentro de nosotros que, sin empujarnos a la opinión contraria y a precipitarnos a todos al suicidio, como se oye neciamente a veces (“Si no crees que la muerte es algo malo ¿por qué no te suicidas?”), llamémoslo “sócrates” o simplemente “razón”,  nos dice que no hay razones para temer ni tampoco para desear lo que se desconoce.

Pero en las personas no manda la razón, que sin embargo a todos nos es común, como diría Heraclito; mandan las opiniones personales, y estas están alimentadas por el miedo, un miedo que no nos deja vivir, sino que nos obliga a hacer planes para el futuro, es decir, a posponer la vida, sabiendo como sabemos que en el futuro no se vive, que tan sólo se vive no vamos a decir en el presente, que no deja de ser otra idea, sino “aquí” y “ahora”, dos adverbios deícticos que apuntan a lo que está fuera del lenguaje y que rompen la ilusión espacial y temporal. 

No, en el futuro no se vive, porque el futuro tan solo es promesa de vida y amenaza de muerte. No está aquí y ahora, pero es lo que nos mata a nosotros aquí mismo y ahora mismo.

domingo, 3 de mayo de 2020

Encuentro fortuito con Epicteto

Me llega casualmente vía correo electrónico una cita sobre la muerte atribuida a Epicteto (50-125?). Se trata de una máxima, es decir de una frase que en pocas palabras dice muchas e importantes  cosas, vulgarizada hasta la saciedad en la Red, que dice así: "La fuente de todas las miserias para el hombre no es la muerte, sino el miedo a la muerte". 


Investigando sobre ella, descubro que pertenece a las Disertaciones por Arriano, libro III, 26, 38 de Epicteto, el esclavo que llegó a ser filósofo estoico. Hay que decir que Epicteto como otros maestros de la antigüedad no escribió nada, y que sus enseñanzas fueron orales. Fue su discípulo, el historiador Arriano de Nicomedia, quien puso por escrito el pensamiento de su maestro en las dos obras que nos han llegado, el Manual y las Disertaciones. Hay traducción española de esta obra, publicada por la Bilioteca Clásica Gredos, núm. 185, de Paloma Ortiz García con introducción y notas.

La frase en su original griego no es una afirmación sino una pregunta retórica: ἆρ᾽ οὖν ἐνθυμῇ, ὅτι κεφάλαιον τοῦτο πάντων τῶν κακῶν τῷ ἀνθρώπῳ (καὶ ἀγεννείας καὶ δειλίας) οὐ θάνατός ἐστιν, μᾶλλον δ᾽ ὁ τοῦ θανάτου φόβος; que podríamos traducir literalmente más o menos así: ¿Acaso no entiendes que el fundamento precisamente de todos los males para el hombre (tanto de la falta de nobleza como de la cobardía) no es la muerte, sino más bien el miedo a la muerte? 

Lo que suele traducirse por “la fuente”, “la raíz”, o aquí "el fundamento" se dice en griego κεφάλαιον τοῦτο que propiamente significa "el punto capital" (así en la traducción de Paloma Ortiz: ¿No te das cuenta de que lo capital de todos los males para el hombre y de la falta de nobleza y de la cobardía no es la muerte, sino más bien el miedo a la muerte?), o, lo que es lo mismo, "lo más importante", relacionado como está con la cabeza ἡ κεφαλή. 

 Detalle del Triunfo de la Muerte, Brueghel el Viejo (1562)

Más conocida entre las obras de Epicteto es el Manual entre nosotros, en cuyo capítulo quinto insiste de otra manera sobre la misma idea. A fin de cuentas, como dice Paloma Ortiz, Epicteto, "maestro de profesión, no podía verse libre de la más tiránica de las servidumbres pedagógicas: la repetición": Ταράσσει τοὺς ἀνθρώπους οὐ τὰ πράγματα, ἀλλὰ τὰ περὶ τῶν πραγμάτων δόγματα· οἷον ὁ θάνατος οὐδὲν δεινόν ἐπεὶ καὶ Σωκράτει ἂν ἐφαίνετο, ἀλλὰ τὸ δόγμα τὸ περὶ τοῦ θανάτου, διότι δεινόν, ἐκεῖνο τὸ δεινόν ἐστιν.  Así traduce la frase Paloma Ortiz: Los hombres se ven perturbados no por las cosas, sino por las opiniones sobre las cosas. Como la muerte, que no es nada terrible -pues entonces también se lo habría parecido a Sócrates- sino que la opinión sobre la muerte, la de que es algo terrible, eso es lo terrible.

Otra versión, mucho más antigua del mismo texto en nuestra lengua: Conturban a los hombres, no las cosas, sino las opiniones que de ellas tienen. Por exemplo, la muerte no es un mal, porque si lo fuera, así lo habría sentido Sócrates. Es un mal, sí, la opinión de la muerte, que un mal la juzga. (Traducción de don José Ortiz, publicada en Valencia en 1816, del Enchiridion o Manual de Epicteto, de la que nos ofrece también su propia versión latina “atada en lo posible al texto griego”: Perturbant homines non ipsae res, sed opiniones quas de rebus habent. Exempli gratia: mors malum non est, alioquin et Socrati talis visa foret; sed opinio de morte, quae malum eam iudicat, malum est). 

La deuda con Sócrates, a través de Platón en este caso, es evidente. Epicteto sostiene, al igual que Sócrates, que nadie hace mal a sabiendas, que sólo se obra el mal por ignorancia: "Cuando alguien asiente a lo falso, sábete que no quería asentir a lo falso -pues toda alma se ve privada de la verdad contra su voluntad-, sino que la mentira le pareció verdad". (Disertaciones I, 28, 4-5).   



Lo que te mata no es el virus, perfecta alegoría de la Muerte que todos llevamos dentro, sino el miedo. El miedo te mata porque no te deja vivir. No se puede vivir con miedo. No porque no se pueda, porque de hecho se puede y es como vivimos habitualmente, o, mejor dicho, como sobrevivimos y existimos. No se puede vivir con miedo porque el miedo es lo que no nos deja vivir, lo que nos mata. El miedo es nuestra muerte cotidiana. 

El enemigo, por otra parte, ya no es el otro. El infierno ya no son los otros, como dijo Sartre. Somos nosotros mismos. O mejor: el enemigo soy yo mismo, está latente o patente dentro de mí. El bicho o virus coronado como el rey soy yo. El miasma de la peste está dentro de mí, que soy a la vez fuente y susceptible de contagio. Ya lo dice la letra de la canción del Dúo Dinámico que entonan a modo de himno: Resistiré: Cuando mi enemigo sea yo. 

Pero la verdadera peste, el verdadero virus que mata es el miedo, el miedo a la muerte, una muerte de la que no tenemos ninguna experiencia propia, que siempre nos es ajena. Son los demás los que se mueren, no nosotros. Todavía. Porque nuestra muerte -mors certa, hora incerta; muerte cierta, hora incierta- está inscrita en el futuro, es una amenaza que pende sobre nuestra cabeza como la espada de Damoclés. Nunca está presente ni es mía. Sino siempre ajena. 

¿Qué es la muerte, entonces? Si la muerte es algo es una idea, falsa como todas las ideas, que nos hacemos de algo. Real, si se quiere, sí, pero falsa. La muerte, ese miedo sustancial, constitutivo y constitucional, lo llevamos dentro, es nuestro ser. Dondequiera que vayamos la llevaremos con nosotros. Contagiaremos todo lo que toquemos. Contra ese virus nada puede la ciencia ni la medicina, ni las mascarillas ni los guantes ni los antivirales. Y no porque lo diga Epicteto, ni ningún otro maestro, sino porque tiene razón.