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miércoles, 10 de julio de 2024

Una muerte orgásmica

    Publicaba La Vanguardia el cuatro de julio pasado una entrevista a Enric Benito, un oncólogo y experto en cuidados paliativos, que llevaba, decía, cincuenta años acompañando a morir a miles de personas, como si fuera el barquero Caronte ayudándoles a atravesar la lagua Estigia y su irremeabilis unda, las aguas que no tienen retorno porque su corriente no se puede remontar.
 
      Imbuido de espiritualismo, aunque se dice no creyente y que no va a ninguna misa, cita a Rabindranath Tagore:  “La muerte no extingue la luz, simplemente apaga la lámpara porque el amanecer ha llegado.” Cuando se le pregunta que cómo está tan seguro de que la muerte es un alumbramiento, afirma rotundamente: “La muerte es un orgasmo cósmico (sic), y yo lo sé porque lo he visto miles de veces. Yo no hablo de lo que no sé.” 
 
     Definir la muerte como un 'orgasmo cósmico' no deja indiferente a nadie y llama sin duda la atención de cualquiera que lea u oiga una cosa así porque si es verdad que el orgasmo era para los franceses la “petite morte”, la muertecilla como dicen ellos, ahora resulta que según el entrevistado la muerte, como contrapartida, no es un petit orgasme, sino un orgasmo colosal, brutal, descomunal. Podría decirse, incluso, valga la paradoja, que sería un orgasmo... mortal. No en vano los amantes a veces en el deliquio del coito cuando se dejan ir exclaman: “¡Me muero!”.

 
    Dice que lo sabe porque lo ha visto mil veces, pero no lo ha sentido en carne propia. Evidentemente, ni él ni nadie tiene una experiencia previa de la muerte en sus propias carnes, pero él, que ha acompañado en la hora de su muerte a tantas personas, habla de la experiencia que han tenido los demás: “La persona se va desconectando de lo exterior, de sus conceptos, pensamientos, creencias –que no sirven para nada–, y va experimentando un viaje hacia la profundidad de sí mismo y la expansión de la conciencia.”
 
    Se puede estar de acuerdo con lo que dice en la primera parte, en cómo la persona se desconecta de sí misma, de lo exterior y de lo interior -muy oportuno el inciso de que los conceptos, pensamientos y creencias 'no sirven para nada'-, pero en la segunda parte no podemos darle la razón con el viaje hacia la profundidad de uno mismo y “la expansión de la conciencia”, a no ser que se refiera a su disolución  y pérdida definitiva. Afirma que “cuando (la persona moribunda) saca la cabeza al otro lado, cuando entra en contacto con la profundidad de sí misma, lo de aquí le importa un pepino y entonces la habitación se llena de paz.”
 
 
    Reconoce que el miedo a la muerte nos impide vivir bien, pero sentencia que cuando uno entra en ese nivel de conciencia y revisa toda su biografía “el juicio final es un examen de conciencia” que viene a perdonarle a uno lo que ha hecho, es decir, a otorgarle, como la religión católica, el perdón de todos sus pecados. Habla constantemente de una conciencia que “no se cree nada, simplemente sabe”. Y cita a Jesucristo, que dice que el reino de los cielos está en vosotros; Mahoma, que Dios, la conciencia, está más cerca de ti que la vena de tu cuello. En fin, mucha conciencia, demasiada. 
 
    Quizá lo más bello, por otra parte, y verdadero que de la muerte pueda decirse es aquello que escribió Heraclito: “A los hombres les  aguardan una vez muertos cualesquiera cosas que no esperen ni se figuren”. Que también podemos parafrasear como: a nosotros nos aguardan una vez muertos cualesquiera cosas que no esperemos ni nos figuremos. Pero eso también nos sucede mientras vivimos, por lo que la fórmula se despeja y puede reducirse todavía más: A nosotros nos espera... lo inesperado, lo que menos nos figuramos.