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jueves, 23 de marzo de 2023

El mejor regalo de los dioses

Nota fabula est. Dice Cicerón: Es conocida la historia que contaba Heródoto que le contó el sabio Solón al rey Creso cuando le preguntó quién era el hombre más feliz del mundo. 


Éranse una vez dos hermanos gemelos, Cléobis y Bitón, hijos de Cídipe, una sacerdotisa argiva de Hera, la divinidad principal de Argos, a la que estaba consagrada la ciudad. En una ocasión, debía Cídipe acudir al sacrificio anual y solemne de la diosa Hera, que se celebraba en el santuario del Hereo, lejos de la ciudad de Argos, en un carro, como era prescriptivo, tirado por dos bueyes de labranza. Pero, llegado el momento de la partida, los bueyes no habían regresado aún del campo, por lo que la sacerdotisa no iba a llegar a tiempo al santuario. 

Los dos hermanos gemelos, que eran campeones atléticos por su vigor corporal, se desnudaron entonces, se ungieron con aceite, se uncieron al yugo, y tirando del carro, lo llevaron a rastras durante 45 estadios, (el estadio equivalía 174 metros, que era lo que medía el estadio de Olimpia tomado como referencia), por lo que el trayecto fue de unos 8 quilómetros,  pero además cuesta arriba, porque el santuario de Hera se hallaba situado a mayor altura con respecto al nivel del mar que la ciudad de Argos, por lo que la acción de Bitón y de Cléobis tiene el carácter de una auténtica proeza. 

 Cléobis y Bitón, Museo Arqueológico de Delfos

Consiguieron llegar a tiempo a la ceremonia en el templo de Hera, por lo que Cídipe, agradecida, le pidió con fervor a la diosa de la que era sacerdotisa, postrándose a los pies de su imagen, que les concediese a sus hijos que tanto habían honrado a su madre y a la propia diosa, haciendo posible el sacrificio, el don más preciado que pudiera alcanzar un hombre en esta vida a juicio de los dioses.  No pedía algo en concreto, sino lo que la diosa considerara que era lo mejor para los seres humanos.

Tras la súplica y una vez concluido el sacrificio y el posterior banquete, los muchachos se echaron a descansar en el propio santuario y se entregaron al sueño. Durmieron un sueño profundo, reparador y placentero del que nunca ya depertarían: el sueño eterno de la muerte. 

La diosa Hera dejaba así patente que para el hombre era mucho mejor estar muerto que vivo y que el mayor regalo que podía alcanzar una persona en esta vida era la propia muerte. 

Los habitantes de Argos mandaron hacer unas estatuas de ellos en su honor y las consagraron en Delfos al dios Apolo como ofrenda de la ciudad, donde precisamente, al correr de los siglos, fueron encontradas dos toscas estatuas de dos κουροί (curoí, muchachos) del siglo VI antes de Cristo, atribuidos al escultor Polimedes de Argos, que podrían ser Cléobis y Bitón.

 Litografía del dios Apolo firmada por Jean Cocteau.

"Los amados de los dioses mueren jóvenes" es un tópico que arranca probablemente del griego Menandro, que escribió en la lengua de Homero  Ὃν οἱ θεοὶ φιλοῦσιν, ἀποθνὴσκει νέος, y que Plauto vertió al latín como "Quem di diligunt adulescens moritur", y que llegó al poeta británico lord Byron como "whom the gods love, dies young".  Otro poeta, el italiano Giacomo Leopardi lo tradujo a su lengua como "Muor giovane colui ch' al cielo è caro": Muere joven el que es al cielo grato.

De esta manera alcanzarían muriendo, paradójicamente, la inmortalidad (no-muerte, en sentido literal), viviendo al menos en la memoria y el recuerdo de los hombres. Pero la enseñanza que se desprende de la historia no es que la diosa les concediese la inmortalidad, como han querido algunas interpretaciones cristianas torticeras, considerando la muerte en sí como algo malo, y decidiese recompensarles con la vida eterna post mortem, sino, todo lo contrario: la muerte y no la inmortalidad era lo mejor que podría lograr un mortal. 

Se preguntaba Borges que cómo se podía amenazar a alguien de otra forma que no fuera con la muerte, y se respondía "lo interesante, lo original sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad". 

 
 Cléobis y Bitón, Jean Bardin (1762)

viernes, 14 de octubre de 2022

La hidra de Lerna

     La Hidra, hija de Tifón y Equidna, vivía en las ciénagas pantanosas de Lerna, no lejos de Argos en el Peloponeso. Era un enorme dragón policéfalo, cuyo solo aliento mataba a todo ser viviente que se le acercara. Según la mayor parte de las leyendas tenía nueve cabezas, siendo ocho de ellas mortales, e inmortal la central. Se diría que este monstruo estaba destinado a la eternidad, como escribió Borges en su Libro de los Seres Imaginarios. Si se le cortaba una cabeza, enseguida le brotaban dos en el mismo lugar, duplicándose su número.

    Se cuenta que Hera, la acérrima enemiga del héroe que lleva sin embargo su nombre,  Heraclés, que significa paradójicamente "Gloria de Hera",  la crió para que el hijo que ella tanto hubiera deseado y que no tuvo de su marido se midiera con la monstruosa criatura. De hecho, fue el objeto del segundo de los doce hercúleos trabajos. 



Hidra de Lerna, The Greek Monsters,  Beetroot (2014)

    El semidiós, hijo como era de Zeus y de una mortal, Alcmena, logró vencerla no sin la ayuda de su sobrino Yolao. El héroe cortaba las cabezas y su ayudante le quemaba los muñones con una antorcha, evitando así al cauterizarlas que se reprodujesen. Heraclés enterró la última cabeza bajo una enorme losa a modo de lápida fúnebre impidiendo que se multiplicara, sepultando al monstruo. El héroe untó victorioso sus flechas en la hiel de la hidra, razón por la que las heridas de sus dardos serían incurables y mortales de necesidad.

    A pesar de que Heraclés acabó con el monstruo, este renace y sobrevive en la mitología medieval sin embargo como dragón de múltiples cabezas y llega así hasta nosotros en la actualidad, que no somos semidioses precisamente ni héroes, sino simples mortales que queremos emular a los ídolos de nuestra infancia creando endriagos con los que enfrentarnos.

  
    La imagen de esta hidra de múltiples cabezas se ha convertido en nuestro imaginario actual colectivo en el símbolo de un problema polifacético y sin solución. Este monstruo encarna como ningún otro los muchos problemas que cuando se intentan resolver se multiplican hasta el infinito con numerosas complicaciones, por lo que resultan así irresolubles. La perspectiva de un monstruo policéfalo que se replica a perpetuidad parece el fruto de una horrible pesadilla. La imposibilidad de destruir por completo al endriago hace que corramos el riesgo de provocar nuestra propia destrucción en el intento. Lo mejor sería aceptarlo como tal, porque es imposible destruirlo sin que acabe él con nosotros en ese empeño. A fin de cuentas, nosotros no somos Heraclés.
 
    Examinemos por un instante la etimología de la palabra "problema", que es griega como la propia hidra de Lerna y es lo que ella representa con sus múltiples ramificaciones: está formado por el prefijo pro- que quiere decir “hacia delante”, la raíz verbal -ble- que significa "lanzar" y que comparte con otras palabras como bala, balón y discóbolo, y el sufijo -ma, que indica "resultado de la acción". Un problema es aquello inalcanzable que se proyecta y pone por delante como la zanahoria atada al palo del borrico, para que ande y sólo vea eso en el reducido campo visual que delimitan sus orejeras

 Hércules lucha contra la hidra de Lerna, Zurbarán (1634)


    Cuando queremos resolver los problemas que nos plantean los demás y que nos planteamos nosotros mismos, sólo con pensar en ellos se acrecientan, y se van añadiendo a la madeja, que se enreda fatalmente y se hace cada vez más gruesa y complicada. Los problemas no existen: no hay problemas: los crea nuestra mente. Nuestra obsesión por resolverlos los acrecienta, los alimenta, los multiplica.

    Desde pequeños nos enseñan en la escuela a plantear y a resolver problemas que no tienen solución. Sin ellos no sabríamos vivir ni qué hacer, estaríamos perdidos. Si no los tenemos, los inventamos, los creamos. Al resolver uno, ya hay dos: uno menos y otro más.

viernes, 15 de julio de 2022

El mito de las edades y el progreso

 Edad de Oro:


    En el libro primero de las Metamorfosis, versos 89-150, recoge Ovidio el mito de las edades, que había tomado del poeta griego Hesíodo, según el cual la historia de la humanidad no avanza en un sentido de progreso hacia mejoría, sino en una degeneración caracterizada por su progresivo, nunca mejor dicho, empeoramiento.
 
    La Edad de Oro no se caracteriza porque haya maravillas que ahora no hay, sino porque no hay todavía en el mundo las realidades que mueven a espanto, como la economía de los mercados –curiosamente en la Edad de Oro el oro no era un valor de cambio, porque no existe el dinero todavía-, las guerras y las políticas que las justifican, los gobiernos ni los Estados. Tampoco existen los jueces ni las leyes, porque hay Justicia y no hace falta por lo tanto que existan tribunales que dictaminen lo que es justo y lo que no... Es decir, la Edad de Oro es una Arcadia idílica donde no existen gobiernos, ejércitos ni trabajo asalariado. No se ha inventado la navegación, por lo que no se ha iniciado el comercio. Se trata de un paraíso terrenal en el que reina Saturno, es decir, la anarquía.
 
  De oro la edad se creó la primera, la cual, sin mandarlo
nadie, sin ley, cultivaba el deber y el bien de su grado. 
Miedo y castigo no había ni en bronce decretos grabados
se promulgaban tremendos ni el pueblo temía, postrado
voz de su juez, sino que eran a salvo sin un mandatario.
Pino talado no había aún de sus montes bajado
ni uno a las olas marinas a ver el mundo a lo largo, 
ni otras costas ajenas sabían los seres humanos. 
No todavía ceñía ciudades un foso escarpado, 
no broncirrecto clarín ni corneta de bronce curvado
hubo, no cascos ni espadas: sin necesidad de soldados
iban las gentes viviendo la cómoda paz a resguardo.
Todo lo daba la tierra también de balde, y sin rastro
de un azadón, por sí misma, ni herida de reja de arado, 
y es que, pagados con frutos nacidos sin nadie plantarlos,
bayas de arbusto cogían y fresas silvestres del campo,
guindas y moras en los espinosos zarzales colgando, 
y las bellotas caídas del árbol de Júpiter ancho. 
Era sin fin primavera y mecían los céfiros plácidos
flores nacidas sin siembra con brisas de aire templado; 
luego la tierra ofrecía su fruto además sin trabajo, 
y encanecía la mies sin barbecho de espigas y granos: 
ríos ya iban de leche, de néctar ya ríos manando, 
e iba en verde encina la rubia miel chorreando.

Edad de Plata

 
    La Edad de Plata es la edad de Júpiter, que se ha hecho con el poder destronando a Saturno, es una degeneración de la edad anterior que se caracteriza por la aparición de las cuatro estaciones. Se acabó la primavera idílica inicial y comienza su andadura el tiempo cronometrado de los ciclos de la naturaleza. Los seres humanos comienzan a resguardarse del cambio climático adquiriendo conciencia del clima en viviendas que en principio fueron grutas. Del mismo modo, comienza el trabajo con el desarrollo de la agricultura y de la ganadería que no eran necesarias en la etapa anterior.

Luego que el mundo, echando a Saturno al lóbrego Tártaro,
era de Júpiter, hubo la raza de plata llegado
que era más vil que la de oro, más noble que el bronce arrubiado.
Jove restó duración al vernal buen tiempo de antaño, 
y entre inviernos y estíos y otoños desigualados
y una fugaz primavera, partió en cuatro tramos el año.
Pronto entonces el aire ardió, del fuego abrasado, 
tórrido, y hielo quedó congelado del viento en carámbanos:
pronto entonces entraron en casas: fueron los antros
casas, matas espesas, follaje a corteza enlazado; 
fueron pronto entonces semillas de Ceres en largos
surcos sembradas, y uncidos al yugo los bueyes bramaron. 

 Edades de Bronce y de Hierro


La Edad de Bronce se caracteriza por la aparición de las armas, y, por lo tanto, de la guerra hasta entonces inexistente.

Vino al cabo después, la tercera, la raza bronceña, 
más de carácter atroz y pronta a las armas horrendas,
 no aún criminal:

    Finalmente hace su aparición la Edad de Hierro, que es la peor de todas y que es, huelga decirlo, la nuestra. Aparecen ahora todos los males que conocemos: la propiedad privada, la sangre, la mentira, el arte de la navegación y el comercio, la división de la tierra, y el dinero que lo pone todo en venta, a las cosas y a las personas, cosificándolas. Como consecuencia de la aparición del dinero, la Justicia, representada como una doncella que hasta entonces había reinado en la Tierra, huye de este mundo y se convierte mediante un catasterismo en una constelación sideral: Virgo.

...de hierro durísimo es la postrera. 
Pronto irrumpió en la edad más vil de la férrea vena
 todo mal, y huyeron deber, verdad y vergüenza;
 y en su lugar surgieron engaños, estratagemas, 
trampas, sangre y afán criminal de bienes y hacienda. 
Velas echaban al viento, sin que el marinero supiera
 de él, y las quillas que habían crecido siempre en cimeras
 cumbres saltaron en olas de desconocidas mareas.
 Y, antes común como luz del sol y el aire, la tierra
 la dividió agrimensor sagaz con larga lindera.
 No le exigían tan sólo al rico terruño cosecha
 y el merecido alimento, sino que en su entraña se adentran
 y esos tesoros que había guardado y metido en sus negras
 minas profundas, botín de malvados, ya desentierran;
 y hubo surgido el vil hierro, y peor, el oro, que en venta
 pone: surgió la que lucha con uno y con otro, la guerra,
 y hace blandir las armas fragosas con mano sangrienta.
 Viven a saco: ni fía el huésped de aquél que lo hospeda,
 ni suegro de yerno, y es rara también la avenencia fraterna.
 Trama el fin de su esposa el marido, del cónyuge aquella:
 mezclan venenos amortajadores madrastras siniestras; 
antes de tiempo el hijo la edad pregunta paterna.
 Yace vencida Piedad, y abandona la Virgen, postrera
 diosa, la tierra manchada de sangre, y se vuelve sidérea.

   Desaparece la justicia de la faz del mundo cuando se impone paradójicamente la Justicia, es decir el poder judicial con sus tribunales  que dictaminan lo que es justo y lo que no, y con sus penas de privación de libertad que nos hacen creer a los que estamos fuera de los centros penitenciarios que, por contraposición a los reclusos, somos libres.
 
      Que este paraíso no exista ni haya existido nunca en la realidad no significa que no pueda haberlo. La Edad de Oro no se da en ningún lugar concreto como Mesopotamia entre el Tigris y el Éufrates (pero puede darse en cualquiera, sin embargo, por ejemplo aquí mismo, no importa dónde) ni en ningún tiempo (ni pasado, como creen los primitivistas y los antropólogos, que siempre encuentran alguna tribu que se había librado del progreso hasta el momento de su descubrimiento, y como sugiere el propio mito, que parece situarse en una idílica pre-historia y se desarrolla cronológicamente, ni futuro, como el Cielo de los cristianos o el edén islámico de las virginales huríes, ni presente tampoco (pero sí puede darse ahora mismo; aquí y ahora, por lo tanto, es posible que se dé con tal de que haya olvido de la realidad, que es lo que existe). 
     
 
Tomo como ilustración de los versos de Ovidio tres imágenes del artista alemán del siglo XVII, Johann Wilhelm Bauer, que dibujó 150 escenas de las Metamorfosis, con una breve descripción en latín y en alemán cada una. 

domingo, 12 de diciembre de 2021

La tinaja de las danaides

-Fíjate un poco, si tienes un rato, en este cuadro que pintó J. W. Waterhouse en 1903. ¿Qué ves? 
 
Danaides, J. W. Waterhouse (1903)
 
 -...Hay cinco mujeres, cuatro de frente y otra de perfil, que se da la vuelta, cargadas con ánforas. Dos están vertiendo el líquido -agua parece- en una como tinaja enorme de bronce. Las otras tres cargan con sus cacharros, dos de ellas a hombros. Son guapas, muy parecidas entre sí las unas a las otras como gotas de agua. 
 
 -¿Te parece que están tristes o contentas? 
 
 -Tristes, muy tristes. Tienen todas una expresión de tanta tristeza en los ojos y en la cara, que es el espejo del alma, que se diría que no pueden con ella. Tienen aire como de resignación, de estar haciendo lo que hacen por obligación, no por gusto. 
 
 -¿Dirías que están vivas? 
 
 -No, muy vivas no parece que estén. Todo lo contrario. 
 
 -Repara ahora un poco en el depósito donde están echando el agua, y observa cómo deja salir por una enorme boca y por dos agujeros laterales el líquido que ellas derraman. 
 
-Sí, es cierto. No me había fijado. Quizá esa sea la causa de su tristeza, ahora que lo pienso. Esas mujeres están haciendo un trabajo completamente inútil, una tarea interminable. 
 
 -¿Te parece que están sufriendo un castigo? 
 
-Sin duda. ¿Cómo se titula el cuadro del Waterhouse este? 
 
 -Se llama "La tinaja de las danaides". Las danaides eran las hijas del rey Dánao. Eran cuarenta y nueve. Bueno, no exactamente. Eran cincuenta hermanas, pero una se salvó de ese castigo. 
 
 -¿Por? 
 
- Por amor... Y por desobedecer a su padre. Tuvo el rey Dánao según la leyenda cincuenta hijas como cincuenta soles, y su hermano Egipto cicuenta hijos varones. El padre las casó a todas con sus primos, las hijas de su hermano. Ellas, por consejo paterno, mataron con una daga a sus maridos durante la noche de bodas, salvo una, Hipermnestra, que, enamorada del que le había tocado, perdonó al suyo. Las cuarenta y nueve restantes fueron condenadas por su crimen en el Juicio Final a llenar de agua en los infiernos un depósito que estaba agujereado como una criba. 
 
 -Ah, claro. Por eso parece que no están vivas, porque están en los infiernos y son ánimas del purgatorio o algo así. -Su condena es llenar de agua una tina que pierde el líquido porque es como un pozo sin fondo. Su esfuerzo resulta baldío. Además, la escena sucede en los dominios de Hades, es decir, donde no existe el tiempo, sino ese sucedáneo suyo que es la eternidad. 
 
-¿Crees que podríamos identificarnos con ellas? 
 
 -No es que podamos identificarnos, es que yo creo que debemos hacerlo porque somos ellas mismas. Nos estamos mirando en su espejo y reflejando en él. Mutato nomine, fabula de te narratur, que creo que dijo Horacio. Si cambias su nombre por el tuyo, su historia es la tuya. Las danaides somos nosotros mismos, porque ellas representan la insatisfacción de nuestra época producida por el ritmo de vida sin sentido que llevamos. Podemos decir a lo grande que estas danaides son, como Sísifo, una alegoría metafórica de nuestra condición humana. 
 
 -Me estaba acordando de un refrán que oí una vez decir a mi abuela: En vasija taladrada, o algo así, no eches agua. 
 
 -Sí, muy oportuno. Lo malo es que no podemos evitarlo, porque eso es lo que hacemos todos los días a todas las horas, condenados como estamos a vaciar nuestra cuenta corriente que recargamos con el salario de nuestro trabajo sin alcanzar nunca la plena satisfacción, consumidores que nos consumimos en la sociedad del espectáculo y del consumo, condenados al desencanto. 
 
-Parece que el tonel ese de las danaides es como el placer y el gozo: nunca saciamos nuestra sed, que renace siempre insatisfecha. El deseo nunca se ve cumplido porque, apenas realizado, se apresura a renacer. 
 
 -Es como si tuviéramos una memoria que no guardara ningún recuerdo, un corazón al que nada llenase plenamente, un estómago voraz que nunca ve saciada su hambre, un deseo que se desplaza de un objeto a otro y que nos condena a una decepción radical. 
 
-Una historia bastante deprimente la de las danaides, la... nuestra.
 
-Bueno, no lo es tanto si tenemos en cuenta que en una ocasión al menos, las danaides dejaron de hacer lo que estaban haciendo mecánicamente. Revivieron como por arte de magia cuando escucharon la música encantadora de Orfeo, que había bajado a los infiernos a rescatar a Eurídice. Sólo la música puede hacer que resuciten los muertos. Sólo la música puede devolvernos el recuerdo de la vida que no hemos vivido, como el adagio para cuerdas de Samuel Barber, la melodía más triste quizá que jamás se haya compuesto.
 

 

viernes, 23 de julio de 2021

Policía por doquier, justicia por ningún lado

    Había publicado yo el otro día una fotografía, no mía sino tomada de la Red, cuyo origen desconozco, de una pintada mural que me hacía cierta gracia, despertando mi simpatía por lo acertado de su formulación, que decía: “Policía en todos los sitios. Justicia en ninguna parte”, y había puesto yo debajo el siguiente pie como comentario de mi cosecha: “Una pintada popular”. 

Versión inglesa de Bansky: Police everywhere, justice nowhere.
 

    Un lector anónimo de El Arcón me escribe y me dice que aunque es un eslogan que se oye mucho en las manifestaciones callejeras y se ve en muchas pintadas no es una frase popular, sino que es una cita del escritor francés Víctor Hugo, que pronunció el día 17 de julio de 1871 ante la Asamblea legislativa francesa, como diputado que era, oponiéndose al proyecto de ley constitucional que permitía al presidente Bonaparte permanecer en el poder.

    Agradezco la información, y compruebo la cita. Me gusta comprobar la exactitud de las citas porque hay mucha falsa atribución en la Red. Efectivamente. Las palabras exactas de Hugo, como consta en las actas, fueron: Toutes nos libertés prises au piège l’une après l’autre… la presse traquée, le jury trié, pas assez de justice et beaucoup trop de police.  Que podemos traducir como: Todas nuestras libertades atrapadas una tras otra... la prensa acosada, el jurado seleccionado, poca (o insuficiente) justicia y demasiada policía.

    Efectivamente, no es una frase popular, ni viene de mayo del 68, como sospechaba yo, ni tampoco una ocurrencia personal de Bansky, sino que es mucho más antigua. Su origen es la pluma de un escritor decimonónico francés, que actuaba como político profesional. Pero no doy mi brazo a torcer, como se suele decir, y sigo afirmando que no por ello deja de ser una frase popular, que cualquiera del pueblo puede sentir y hacer suya por el  descubrimiento de la mentira que conlleva, y que la mitología clásica ha reformulado de otras maneras, haciéndose eco también del común sentido de la gente.  


     Me refiero al mito de las Edades, tal como lo plantea, por ejemplo, Ovidio en las Metamorfosis, haciéndose eco de Hesíodo en la Teogonía. Tras la Edad de Oro, que corresponde al paraíso o jardín del Edén, en que no existían la propiedad privada ni el dinero, ni por lo tanto la sociedad de consumo que consume a los consumidores, valga la redundancia, ni la guerra ni la enfermedad ni la muerte, y en la tierra reinaba la justicia, vinieron la Edad de Plata, la de Bronce y la actual, la peor de todas, que es la de Hierro, que se caracterizan precisamente por la aparición paulatina de todas esas pestes y de la mayor de todas: el tiempo cronometrado y convertido por la alquimia en oro, es decir, en dinero: time is money.

    Dice el poeta Ovidio: De oro la edad se creó la primera, la cual, sin mandarlo / nadie, sin ley, cultivaba el deber y el bien de su grado. / Miedo y castigo no había, ni en bronce decretos grabados / se promulgaban tremendo ni el pueblo temía, postrado, / voz de su juez, sino que eran a salvo sin un mandatario. (Metamorfosis, Libro I vv. 89-93).

 

En el Paraíso, Max Švabinský (1918)

   La Edad de Oro no se caracterizaba porque hubiese cosas maravillosas que no hay ahora, sino porque no han hecho su aparición todavía en el mundo las realidades horribles que mueven a espanto, como la guerra y la política o la religión que la justifica, el tiempo cronometrado, con la imposición del futuro, que es la muerte, los gobiernos ni los Estados, ni el trabajo asalariado y la economía del mercado. Curiosamente en la Edad áurea el oro, pese a su nombre, no es un valor de cambio, porque no existe el dinero.

    La degeneración paulatina de la humanidad -en contra de la idea del progreso- nos ha conducido a la actual Edad de Hierro, donde lo más característico, aparte de la presencia de todos esos males citados, es la ausencia de la Virgen, Dice, Dicea (Δίκη Díke, “justicia” en griego), la personificación de la justicia en el mundo de los hombres. Según la Teogonía de Hesíodo era una de las Horas, hija de Zeus y de Temis. Mientras que Temis, su madre, representaba la justicia divina, Dice, como queda dicho, encarna la justicia humana. Según Hesíodo vigilaba los actos de los hombres y se lamentaba ante Zeus cada vez que un juez violaba la justicia: Y ella está, la virgen, de Zeus nacida, Justicia, / biengloriosa y honrada de los que están en Olimpo; / conque, en cuanto que uno la hiere en tuerto denuesto, / luégo echada a los pies de su padre Zeus el de Crono / grita la mala fe de los hombres, hasta que el pueblo / pague la malosadía de jueces que en negras ideas / juicios a mala parte desvían en tuerta sentencia. (Hesíodo, Trabajos y Días, vv. 256-262. traduc. A. García Calvo).

    Según el mito, Dice, vivió sobre la tierra durante la Edad de Oro y la Edad de Plata, pero con la introducción del Tiempo y de la degeneración, Dice enfermó y durante la Edad de Bronce abandonó definitivamente la Tierra, ascendiendo a los cielos, por lo que Ovidio la denomina Astrea, la Astral o Sideral, donde formó la constelación de Virgo, la Virgen, en un anticipo, se me ocurre pensar, de la ascensión a los Cielos o Asunción de la Virgen María dentro del cristianismo, mientras que la balanza que llevaba en sus manos se convirtió en la cercana constelación de Libra. ​ 

 

     En definitiva, nos encontramos con que la la Dice griega, la Iustitia latina, nuestra Justicia brilla por su ausencia en la Tierra según la leyenda, lo que concuerda con el sentir popular de que no hay justicia, pese a la existencia de los tribunales y ministerios de Justicia, que han usurpado su nombre para camuflar la injusticia esencial del sistema, y pese a la creación de la policía judicial y de la policía en general para el sostenimiento y mantención del status quo.

    Volviendo a la frase inicial: policía por doquier, justicia en ningún lado. Es una frase popular que, la haya dicho quien la haya dicho, responde a lo que en un determinado momento podemos sentir y expresar todos y cada uno de nosotros.

jueves, 8 de julio de 2021

Hostal Coridalós

    El Hostal Coridalós (así en castellano, mejor que Korydallós, la transcripción internacional del término griego con que suele aparecer escrito el nombre común de la alondra crestada, cogujada o totovía) estaba situado a medio camino entre Atenas y el santuario de Eleusis, que era un lugar sagrado de peregrinación e iniciación para los griegos donde se celebraban ritos mistéricos relacionados con la muerte y la resurrección en honor de la diosa madre Deméter y su hija Perséfone, Core, la Muchacha por excelencia de la antonomasia, a la que raptó Plutón, también llamado Hades, el invisible, para convertirla en su esposa sumiendo a su madre en honda tristeza y desesperación por la pérdida de su hija. Recurrió Deméter ante el soberano del Olimpo reclamando justicia y este sentenció en un juicio salomónico que la muchacha sería compartida sucesivamente por el raptor y por la madre en riguroso turno, estableciendo el mito del eterno retorno de las estaciones del año. 
 
 
     En realidad no se sabe cuál era el verdadero nombre del propietario del Hostal Coridalós. Unos lo llamaban Procrustes, otros Damastes, otros Polipemón, y alguno Procoptas. Ninguno de estos nombres, de hecho, era su verdadero nombre propio, que desconocemos, aunque parece que ha quedado consagrado el primero de ellos, de difícil pronunciación, por lo que tradicionalmente se ha simplificado en Procustes o Procusto por la dificultad de pronunciar en dos sílabas sucesivas una consonante oclusiva seguida de una vibrante. Todos ellos eran nombres comunes y parlantes, que revelan que tras ellos hay una historia: Procrustes quiere decir “machacador y alargador”, Damastes “domador”, Polipemón “muchos males”, y Procoptas “estirador”. Son nombres parlantes, propios de los cuentos populares, que quieren sugerir y describir el carácter de este siniestro personaje que, ofreciendo hospitalidad a los forasteros como era menester entre los griegos, era sin embargo un anfitrión obsesionado por hacer que el zapato encaje con la horma previa amoldándose perfectamente. 
 
    El hostal Coridalós brindaba a los peregrinos parada y fonda, pues era también un mesón que servía pitanza. Hemos de imaginar que las viandas eran sabrosas y que su vino, aderezado quizá con adormidera, invitaba al sueño reparador después del largo viaje. Nos da cuenta de la historia de este personaje el epítome de la Biblioteca de Apolodoro, o mejor dicho, del presunto autor de dicho libro, el pseudo-Apolodoro. 
 
 
 
    La posada, que estaba a la vera del camino, disponía de dos lechos, uno corto y otro largo, pero su atribución no era aleatoria; el anfitrión a los de baja estatura, una vez cenados y adormecidos, los acostaba en el largo, amarrándoles con unos grilletes de cada una de sus extremidades a las cuatro esquinas de la cama. Después de este ritual comenzaba a darles martillazos para estirar sus miembros so pretexto de igualarlos a la longitud del lecho, o colocándoles, según otra versión,  unos yunques en los pies hasta que sus miembros, descoyuntados, alcanzaban el tamaño adecuado; y en cambio a los de elevada estatura los acostaba en el lecho diminuto y les amputaba las partes del cuerpo que sobresalían con un hacha afilada. El lecho que les ofrecía el propietario del hostal acababa siendo, como puede verse, el molde definitivo, un lecho conyugal donde el huésped contraía nupcias con la mismísima muerte después de una horrible sesión de tortura que sólo podía explicarse por el afán igualitario del anfitrión que aplicaba a todos sus huéspedes el mismo rasero que deformaba la realidad conformándola para que se adecuara a la idea previamente establecida. 
 
 
 
    Según Diodoro, sin embargo, el hostal Coridalós, sólo disponía de un único lecho ideal a modo de compartimento estanco que no se adaptaba por algún misterio inexplicable a la estatura, fuese cual fuese, de ningún forastero, por lo que el anfitrión siempre acababa o bien estirando a los bajos en el lecho que se convertía de pronto en un potro de tortura o bien acortando a los altos en el lecho convertido en guillotina, de manera que sus cuerpos respondieran al mismo patrón ideal, que era la media aritmética inexistente en la realidad. Obviamente este lecho no se adecuaba nunca a la estatura de los huéspedes, sino que eran estos los que eran cortados o alargados con enormes sufrimientos e instrumentos de tortura al previo patrón establecido. 
 
    Un día pasó por allí un tal Teseo, cuando viajaba de Trecén, en el Peloponeso, a Atenas. Teseo estaba abocado a ser un héroe que iba a matar al Minotauro en el más célebre de sus trabajos que más fama le daría. Cerca del hostal fluía el río Cefiso, que desemboca en el golfo Sarónico no lejos del puerto del Pireo. Pausanias en su Descripción de Grecia ha dejado escrito precisamente que “junto a este Cefiso mató Teseo a un ladrón llamado Polipemón, de sobrenombre Procrustes”. Que Pausanias califique al dueño del hostal de ladrón no debe entenderse que fuera porque les diera a elegir a sus huéspedes si preferían entregarle la bolsa a cambio de la vida o la propia vida a cambio de la faldriquera, sino a que les arrebataba inexcusablemente ambas posesiones no sin grandes sufrimientos además, habida cuenta de su afán igualitario que sólo puede compararse con el rasero de la mismísima muerte, que a todos los seres iguala, a hombres y mujeres, a niños y viejos, a ricos y pobres, a los esclavos y a los libres. 
 

 Teseo dando muerte a Procrustes, ánfora ática de figuras rojas (470 a. C.)
 
    Tenía Teseo el precedente heroico de Heraclés, que en su viaje a la corte de Busiris, legendario faraón de Egipto, fue arrestado y encadenado y, cuando iba a ser sacrificado como víctima propiciatoria como se hacía todos los años con el primer forastero que llegaba al país del Nilo para obtener una buena cosecha, logró desatarse haciendo uso de su hercúlea fuerza, y mató a Busiris. Con el modelo paradigmático de Heraclés, Teseo, después de la suculenta cena y del vino adormecedor que le ofreció el propietario del hostal Coridalós, no se rindió al sueño, sino que sobreponiéndose bien despierto y viendo lo que quería hacer con él,  le sometió a la misma tortura que él aplicaba a sus clientes. 
 
    Hemos de suponer que el héroe hizo con el dueño del hostal lo mismo que él hacía con los forasteros: primeramente le colocó en el potro de torturas que alargaba sus miembros hasta dislocarlos y desmembrarlos, y finalmente le decapitó, pagándole con su misma moneda, sometiéndole como hacía él con sus víctimas al que acabó denominándose lecho de Procusto, y liberando a la humanidad de este modo de su letal amenaza igualitaria. 
 
Prisión de Coridalós
 
    Ya no está el Hostal Coridalós. Hoy, en su lugar, que conserva su nombre, hay modernos hoteles, pensiones y comercios.  Coridalós es una localidad perteneciente a la unidad periférica de El Pireo, en la región del Ática, a donde se puede llegar en metro desde Atenas. Coridalós ya no es lo que era. Hoy es prácticamente un suburbio de la capital de Grecia y, sin embargo, sigue siendo lo mismo que fue y ha sido siempre. El río Cefiso, también llamado Mavros Potamós, o sea Río Negro, sigue fluyendo por allí. Durante quince quilómetros lo hace por debajo de la moderna autovía. El Hostal Coridalós estaba emplazado con bastante probabilidad en donde hoy se alza la prisión de máxima seguridad, la más importante de Grecia, la Cárcel de Coridalós, institución fundamental del Estado moderno, donde hay reclusos de ambos sexos privados de libertad. No ha vuelto a pasar por allí, desde entonces, ningún Teseo que encarcele al carcelero y libre a los internos de su condena.

jueves, 11 de marzo de 2021

La paradoja de la nave de Teseo

Es conocida por cualquier alumno de Bachillerato de Humanidades la historia de Teseo, hijo del rey Egeo, soberano de Atenas,  que, tras abatir al Minotauro, logró salir del Laberinto de Creta con ayuda del hilo de Ariadna,  y regresar sano y salvo a su ciudad de origen. Es sabido que se le olvidó cambiar las velas de la nave. Su padre le había dicho que arriara las velas negras que llevaba si volvía a salvo de su misión, y que izara en su lugar unas blancas, olvido que acarreó el suicidio de su padre,  que se precipitó al mar que lleva su nombre.  

 
Hay, según quien lo cuente, muchas versiones sobre la causa de este olvido. Para Plutarco es la alegría de la hazaña heroica; para Diodoro, Apolodoro, Pausanias e Higino, la pena que lo embargó de añoranza por la pérdida de Ariadna. Para Catulo se trata de un castigo divino de Júpiter como venganza por el abandono de Ariadna. Podemos incluso llegar a pensar, siguiendo a Sigmund Freud, que se trata de un ajuste de cuentas: el olvido del héroe no sería un acto involuntario, sino la afloración del deseo inconsciente de matar al padre que todo hijo lleva consigo debido al complejo de Edipo. En efecto, al desembarcar en el Ática el príncipe heredero, una vez fallecido el monarca, sería coronado rey él mismo: a rey muerto, rey puesto.
El caso es que, leyendo la biografía de Teseo que escribió Plutarco, que traza un paralelismo con la de Rómulo, nos encontramos con un sorprendente hallazgo: la célebre paradoja de la nave de Teseo.  Los atenienses habrían conservado esta nave desde tiempos inmemoriales. Suponemos que esta era la nave que los ciudadanos de Atenas enviaban a la isla de Delos todos los años en procesión como agradecimiento al dios Apolo, que había nacido allí, por haberse salvado Teseo y sus compañeros, los siete muchachos y las siete doncellas que viajaron con él a la isla del rey Minos como ofrenda sacrificial del Minotauro, y haber librado a la ciudad de su tributo de sangre humana.

Cedamos la palabra a Platón, que nos cuenta en el Fedón: “Esta es la nave, según cuentan los atenienses, en la que zarpó Teseo antaño hacia Creta llevando a las famosas siete parejas, y los salvó y se salvó a sí mismo. Así que le hicieron a Apolo la promesa entonces, según se refiere, de que si se salvaban, cada año llevarían una procesión a Delos. Y la envían, en efecto, continuamente, año tras año, hasta ahora en honor al dios… El comienzo de la procesión es cuando el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave”.

La víspera del día del juicio en que Sócrates fue condenado a muerte por la democracia ateniense comenzó la procesión de la nave de Teseo a Delos, donde se hallaba uno de los principales santuarios del dios. Durante ese tiempo no se puede ejecutar públicamente a nadie hasta que no haya regresado la nave de vuelta a Atenas, lo que a veces tardaba mucho tiempo, treinta días en el caso de Sócrates, que murió en el 399 antes de Cristo. La nave seguiría existiendo hasta los tiempos de Demetrio de Falero, según cuenta Plutarco, es decir, al menos unos ochenta y dos años más de los que tenía entonces.

Pero, en este punto, debemos preguntarnos: ¿Era la misma nave? He aquí la paradoja de la nave de Teseo, una paradoja que, como veremos, afecta a todas las cosas y personas, incluidos también nosotros mismos, por muy extraño que nos parezca a simple vista. Cedamos la palabra a Plutarco, que así escribió en la lengua de Homero en Vidas paralelas, Teseo, 23: τὸ δὲ πλοῖον ἐν ᾧ μετὰ τῶν ἠϊθέων ἔπλευσε καὶ πάλιν ἐσώθη, τὴν τριακόντορον, ἄχρι τῶν Δημητρίου τοῦ Φαληρέως χρόνων διεφύλαττον οἱ Ἀθηναῖοι, τὰ μὲν παλαιὰ τῶν ξύλων ὑφαιροῦντες, ἄλλα δὲ ἐμβάλλοντες ἰσχυρὰ καὶ συμπηγνύντες οὕτως ὥστε καὶ τοῖς· φιλοσόφοις εἰς τὸν αὐξόμενον λόγον ἀμφιδοξούμενον παράδειγμα τὸ πλοῖον εἶναι, τῶν μὲν ὡς τὸ αὐτό, τῶν δὲ ὡς οὐ τὸ αὐτὸ διαμένοι λεγόντων.



Y su traducción  dice aproximadamante lo siguiente: Y la nave en la que (Teseo) navegó con los jóvenes y regresó a salvo, la de treinta remeros,  la conservaron los atenienses hasta los tiempos de Demetrio de Falero (gobernador de Atenas entre 317 y 307 a. de Cristo),   quitándole las tablas deterioradas de la madera y poniéndole otras sólidas y resistentes de modo que  la nave también les servía a los filósofos como ejemplo del  muy discutido argumento de la renovación por sustitución (auxómenos logos), ya que unos decían que seguía siendo la misma y otros que no.    

Los atenienses conservaron la embarcación de Teseo eliminando tablas estropeadas y reemplazándolas por otras nuevas según se iban deteriorando. El  barco se convirtió así  en un paradigma filosófico sobre la identidad de las cosas que cambian, sobre la necesidad incluso, diríamos, de que las cosas cambien para poder seguir igual.

Recordemos aquí la célebre paradoja que formuló Giuseppe di Lampedusa en su novela Il Gatopardo, puesta en boca del príncipe Fabrizio Salina, llevada magistralmente a la gran pantalla por Luchino Visconti en la película homónima: Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi.   "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

¿Hasta qué punto seguía siendo la misma nave si se iban reemplazando cada una de las tablazones, cuadernas o costillas del casco,  varengas, remos y mástiles? Si las partes de ese todo que es la nave van cambiando gradualmente una tras otra ¿cómo se mantiene la unidad del conjunto, o la identidad de la propia nave?
 
 
De manera similar en todo ser vivo se producen cambios fisiológicos y aun psicológicos. Hagamos un pequeño experimento filosófico poniéndonos frente a un espejo, consistente en una simple pregunta: ¿Somos nosotros mismos? ¿O somos otros? Estamos formulando el principio de identidad A=A, pero con el solo hecho de formularlo lo estamos contradiciendo: ¿Cómo va a ser la primera A, la de la izquierda de la ecuación,  igual a la segunda A, la de la derecha, si ni siquiera son una sola A, si estamos escribiendo y pronunciando dos aes? ¿Cómo voy a ser yo mismo igual a la imagen que me refleja en el espejo, si una cosa soy yo y otra muy distinta, aunque se me parezca,  mi reflejo?

No vamos a decantarnos por una respuesta unívoca y única, vamos a dar una respuesta contradictoria como la misma paradoja, es decir, una respuesta que no anule la contradicción, sino que la mantenga  viva.
 
La respuesta fácil, apelando a Heraclito y su famoso río en el que uno no puede bañarse dos veces seguidas, porque ni el hombre ni el agua del río serán los mismos la segunda vez, sería que somos otros, que hemos cambiado. El río es, sin embargo,  siempre el mismo río, aunque sus aguas no dejen nunca de fluir y no vuelvan nunca a bañarnos. Y, como el río, también nosotros, que nos bañamos en sus aguas, somos, a pesar de nuestros cambios fisiológicos y psicológicos, los mismos cada vez que entramos en él.   

Sin embargo, la otra mitad del sentido común que todos albergamos, pese al dicho de que el sentido común es el menos común de todos los sentidos, nos dice que todo cambia, también nosotros mismos. Machado corrigió el "todo fluye" que suele atribuirse a Heraclito añadiéndole un segundo término que lo contradecía: "Todo pasa y todo queda". 

Si no somos el mismo personaje que nació hace unos años, si estamos cambiando cada dos por tres, ¿por qué ese empeño e insistencia en seguir siendo el mismo y en seguir llamándonos igual y en adscribirnos un número en el DNI, en hacer las mismas cosas, en repetir la misma historia una y otra vez, en responsabilizarnos de nuestros actos y culpabilizarnos incluso por ellos? No es una pregunta ingenua. No debería escapársenos el hecho bastante importante desde un punto de vista político, sí, político y no sólo metafísico y filosófico, de que existe la imposición de que sigamos siendo nosotros mismos, de que cambiemos para seguir siendo los mismos, de que todo cambie periódicamente para que permanezca igual a sí mismo, como la nave de Teseo.